Esta es una historia verdadera: la de miles de niños enviados a la guerra en alpargatas. No hizo falta encender un telediario para verlo: la Quinta del Biberón nació en la comarca de Tierra Alta. En los años 80 esos niños se reunieron por primera vez: desempolvaron recuerdos, abrieron la mochila del horror, se permitieron hablar de ello por medio de una asociación que, de alguna manera, conserva la memoria de lo que fueron. Desde hace unos años un periodista rescata sus historias del olvido. Entrevista a los miembros de aquella quinta, construye a partir de detalles un puzle histórico y emocional de aquellos días terribles que no nos contaron.
Es el libro objeto de esta entrevista un homenaje a todos los que protagonizaron, a su pesar, la guerra, a aquellos niños que pegaron su primer tiro antes de dar su primer beso, que tras la contienda fueron enviados a campos de concentración, encarcelados o, en los mejores casos, obligados a realizar el servicio militar. Salieron de sus pueblos con lo puesto y una muda. Los pocos que volvieron tenían 25 años, y una historia a sus espaldas, y la sociedad olvidó lo que había hecho con ellos.
La historia de los niños que sufrieron esta guerra la cuenta el periodista Víctor Amela en Nos robaron la juventud (Plaza y Janés). Para él es un reto profesional y personal: rescatar del olvido la historia sepultada de los que sufrieron la Batalla del Ebro, bucear a través de sus recuerdos en la vida de su tío, José Amela, quien también formó parte de aquella Quinta.
Los niños que en su día caminaron en alpargatas hacia el frente para no ser condenados por desertores, aquellos que escucharon enmudecidos la agonía de sus amigos destrozados en las trincheras, quienes aprendieron a montar un fusil antes que una profesión… tienen su espacio en Nos robaron la juventud, el libro de Amela que aúna testimonios y relatos que amenazaban con desaparecer. En esta obra hablan niños de 90 años componiendo una partitura del horror, un texto emocionante y de calidad historiográfica que rescata, antes de que perdamos sus voces para siempre, la historia en primera persona de quienes vivieron la guerra.
—¿Por qué contar la historia de los niños de la guerra?
—Esta historia la cuento porque tiene que ver conmigo y con mi familia. Cuando yo era jovencito, cuando tenía 17 años, un tío mío, José Amela —estábamos en una sobremesa el día de Navidad, en su casa, toda la familia— me dijo —era ya por la tarde— algo que me sorprendió: “¿Quieres ver una cosa?”. Le dije: “Sí”. Entonces se desabrochó los botones superiores de la camisa y me enseñó una cicatriz en el pecho, una cicatriz en la tetilla izquierda, y me dijo: “Esto fue en la Batalla del Ebro, una herida de bala el día que corríamos a tomar una trinchera y el amigo que iba a mi lado, a mi izquierda, cayó muerto por una bala. Yo me giré para mirarle y la bala que me venía directa al corazón, al girarme, no me mató: entró y salió. Esto fue en La Pobla de Massaluca (un pueblo de la Tierra Alta), era 1 de agosto de 1938, el día en que cumplía 18 años”. A mí, que tenía 17, la misma edad que él cuando le pasó esto, me impactó mucho. Lo que yo sabía de las guerras era lo que salía en las películas, pero tener en mi familia a un tío que había estado en la guerra me impactó de tal manera que durante los años que siguieron intenté preguntarle detalles para saber más cosas, saber cómo habían cruzado el río Ebro (la Batalla del Ebro empezó la medianoche del 25 de julio del 38, eso lo supe luego leyendo), yo quise saber cómo había cruzado el río, a qué hora de la madrugada, si tenía miedo, si habían caído bombas, si él había disparado, si él había matado a alguien, qué comían, cómo se escondían, todos esos detalles (¡lo que preguntaría un adolescente!). Cuando alguna vez le hice alguna pregunta, él hacía como que no me oía, o giraba la cara, cambiaba de conversación dejando constancia de que no quería hablar de eso.
Diez años después leí que se formó en Cataluña una agrupación de los supervivientes de la Quinta del Biberón, es decir, chicos que en el año 38 fueron a la guerra con 17 y 18 años, los más jóvenes de toda la guerra, y que en los años 80 tenía, por tanto, casi 70 años. Se habían reunido para poner en común recuerdos: Franco había muerto hacía diez años y se veían con ánimo de compartir, de reunirse y de hablar. Yo, muy contento e ilusionado, fui a mi tío, sabiendo que él había formado parte de la Quinta del Biberón y que había estado en la Batalla del Ebro y le conté: “¡Tío, mira! ¿Por qué no te afilias y podéis hablar de vuestras cosas?”. Claro, yo estaba muy ilusionado y me llevé un chasco muy grande porque él giró la cara de una manera muy ostensiva, muy notoria, para hacerme ver que no le interesaba hablar de este asunto para nada. Me sentí tan violento e incómodo de haberle hecho sentir a él incómodo y violento que ya no volví a hablar del tema nunca más, hasta que él murió en 2005 con 84 años. Al limpiar la casa, mi padre (su hermano pequeño) encontró una caja de zapatos y dentro había unas cartas y unas fotos y él me lo dio, diciendo: “A ti te gustan estas cartas antiguas”. Y eran seis cartas escritas por mi tío, cuando tenía 17 años desde el frente, a su madre, a la casa en la que él luego vivió toda la vida y en la que murió, donde apareció más tarde la caja. Al verlas me enternecí mucho, porque vi a un niño asustado diciéndole a su madre: “Estoy muy bien, me dan de comer”. Pero claro, estaba en una guerra, viendo morir a los amigos y asustadísimo. Me dio aún más rabia no haber podido saber de su vida, y algunas fotos eran además muy interesantes. La única forma que se me ocurrió por la que podía llegar a saber más cosas de mi tío fue ir a buscar a los de su misma quinta, a los que tenían su edad y habían estado en la Quinta del Biberón en el Ebro, y preguntarles de todo. Y como ya tenían 85 años en esa época, todos querían hablar, porque cuando llegas a esa edad ya se te ha pasado el miedo y ya hace muchos años que murió Franco. Todos se fueron animando a hablar. Desde el año 2005 hasta ahora (han pasado 15 años) me he dedicado a entrevistar a uno tras otro, de tal manera que he reunido 25 testimonios de chicos que tenían 17 y 18 años, que estuvieron en la Batalla del Ebro, y que me cuentan todo lo que mi tío no quiso contarme. Eso es el libro.
—Si pudiera usted entrevistar a su tío hoy día, ¿qué le preguntaría?
—El libro es un diálogo que mantengo con mi tío muerto, y esto responde a tu pregunta. En el libro le voy diciendo: “Pero tío, ¡mira qué me cuenta Pere Pastallé! ¡Mira qué me cuenta Joan Guasch! Todo esto que me cuentan ellos ¿fue así para ti? ¿Tú viviste lo mismo? ¿Tú te pusiste también un palo de madera entre los dientes cuando caían las bombas para que no te reventaran los tímpanos? ¿Tú también llevabas una bolita de alcanfor colgada del cuello para no oler la peste de los cadáveres? ¿Tú también llevabas las balas en un pañuelo? ¿Tú también te quedaste sin una alpargata corriendo y tuviste que hacer la guerra tres semanas descalzo?”. Todo esto eran cosas que ellos me fueron contando. Yo hubiera querido decirle a mi tío: “Mira qué me cuentan, ¿tú también lo viste? ¿Tuviste miedo al cruzar el río porque pensabas que ibas a ahogarte? Cuando veías caer las bombas y veías que a tu amigo lo habían destrozado, ¿llorabas?». Todo eso que yo hubiera querido que me contara mi tío es lo que me responden todos ellos. Naturalmente, si ahora mi tío viviera le leería todas estas entrevistas y le preguntaría: “¿Y tú qué? ¿Compartiste estas vivencias? ¿Tienes alguna que no esté aquí y que desees compartir conmigo? ¿Algún detalle? ¿Alguna anécdota? ¿Alguna peripecia? ¿Miedo?”. Me encantaría, pero ya no es posible.
—¿Cómo localizó a los protagonistas del libro, a las personas que entrevistó?
—Gracias a la agrupación de supervivientes Lleva del Biberó. Lleva es «leva, quinta». Contacté con ellos en 2005. Estaban muy parlanchines, porque llevaban agrupados desde el año 89, se rascaron el bolsillo y pagaron un monumento a la paz y a la reconciliación que está en la cota 705, que es un pico muy alto que está en la Sierra de Pàndols, uno de los escenarios más sangrientos de la Batalla del Ebro, donde vieron morir a tantos amigos suyos. En homenaje al recuerdo a los amigos muertos, de su bando y del bando de enfrente, hicieron un monumento. Cada año, durante estos últimos treinta, suben el 25 de julio a hacer un acto de recuerdo. En 1989 eran 1.000. Este pasado verano, que fui con ellos, eran 5. Ya quedan muy poquitos vivos. Por suerte, yo los he cogido, en los últimos 15 años, a los que tenían más ganas de hablar, supervivientes con una memoria muy lúcida que me han contado detalles maravillosos, escalofriantes, terribles que… ¡ni el mejor guionista de Hollywood!
—¿Qué historia, además de la de su tío, le ha causado más impresión?
—Te cuento dos o tres detalles de dos o tres de ellos. A uno, por ejemplo, le hiere una bomba y, como a mi tío, lo evacúan para la cura. Y cuando ya se cura le dicen: “Ahora tienes que volver hasta el frente del Ebro”. Esto le pasó igual a mi tío, y él hizo una cosa que no te la cuento porque no quiero que se publique, quiero que la gente la lea en el libro. Hizo una cosa que le permitió no volver al Ebro. Creo que por eso toda la vida calló y no quiso hablar, porque le parecía que había hecho una cosa indebida. Otro de los entrevistados me decía: “¡Tuve que volver a la guerra en autostop!”. ¿No te parece escalofriante? Un soldado de 17 años que tiene que hacer autostop para ir a la guerra. ¡Parece un chiste de Gila! Pero es verdad, porque si no va le declararán desertor y le detendrán y le fusilarán. Imagínate qué angustia, qué desesperación, hacer autostop para que te lleven al frente de guerra. Este mismo, que hacía de camillero, me decía que él se ponía delante en la camilla porque por las noches podía orientarse en la oscuridad mirando las estrellas. Él era pescador y estaba acostumbrado en el mar a guiarse por las estrellas. Me pareció tremendo que un joven pescador aprovechase su capacidad de leer las estrellas para guiarse en la noche llevando a un compañero herido en la camilla. Es muy fuerte. Este niño me decía: “Toda la guerra llevé las uñas con sangre seca porque el poquito agua que teníamos era, cuando lo teníamos, para beber”. O me decía otro: “Para matar ratos de angustia y de espera, hacíamos apuestas con piojos”. ¡Hacían carreras de piojos! Cada uno tenía un piojo en una cajita, hacían un círculo en el polvo del suelo y los ponían dentro. El primero que salía del círculo ganaba la apuesta de tabaco, dinero o lo que fuera.
Me impacta mucho cuando los veo llorar. Cuando un hombre de casi cien años te está contando un recuerdo de hace ochenta y un años y llora… ¡es muy emocionante! Uno llora cada vez que me cuenta cómo, hacia el final de la guerra, lo detienen los enemigos (el bando franquista) y lo llevan a una casa y en esa casa hay un espejo, y él mira el espejo y ve un esqueleto. Ve una especie de esqueleto con un poco de ropa encima. Le costó reconocer que era él. Cuando se dio cuenta, rompió a llorar de pena. Cuando me lo cuenta ahora, 81 años después, vuelve a llorar, vuelve a sentir la misma pena de sí mismo que sintió cuando se vio en el espejo. Para mí, esas escenas reflejan la penuria y la miseria que vivieron todos estos chicos. Uno me cuenta, por ejemplo, que tuvieron que beber sus propios orines porque se desesperaban por no tener agua, o que de madrugada se metían una piedrecita pequeña en la boca, porque la piedrecita había cogido un poco de rocío de la madrugada, y ese rocío era como un néctar salvador para sus bocas resecas. Sobre todo, con lo que siempre se emocionan y lloran es cuando recuerdan los gritos de sus amigos heridos, agonizantes en los barrancos, llamando por las noches a sus madres. Eran chavalitos que gritaban: ¡Mamá!, ¡Mamá!, ¡Madre!, porque se veían morir y llamaban a sus madres. Si estás oyendo eso durante horas, hasta que dejas de oírlo porque se ha muerto, era un trauma que no sé cómo, después de vivir estas experiencias, mantuvieron la salud mental. De hecho hay uno que me decía que algunos se volvían locos, que algunos se suicidaban y algunos se autolesionaban, se pegaban un tiro en una pierna para que los dieran por heridos y los evacuaran. Lo que pasa es que cuando hacías eso, el oficial miraba si había pólvora en la piel. Si había pólvora en la piel significaba que te lo habías hecho tú, o el de al lado. Eso era pena de muerte. Muchos chicos se autolesionaban sin darse cuenta de que lo estaban haciendo mal y los fusilaban. Y tenían que fusilarles sus propios compañeros. Me contaba uno de ellos cómo les pusieron en un pelotón a fusilar a un amigo y él tuvo que, llorando, pedir por favor que le sustituyera otro. Y el oficial se apiadó y le suplió por otro. Pero si no, habría tenido que matar a su amigo. Otro me contaba cómo algunos días recibían la orden del jefe de que cuando tenían que correr hacia una posición enemiga, si uno de delante se daba la vuelta, o se tiraba al suelo, o no avanzaba, la orden era matar a tu propio compañero. Este me decía: “¡Cuánto me alegro de haber desobedecido esa orden!, porque tuve ocasión en varios momentos de matar a compañeros míos que se tiraban al suelo, se escondían, se daban la vuelta… pero no lo hice. Y cuánto me alegro de no haberlo hecho porque si no, ahora, eso me pesaría en el alma y estaría toda la vida arrepentido de haberlo hecho.
—¿Cómo trató la sociedad a los niños de la Quinta del Biberón?
—Muy mal, porque por un lado acaba la guerra y tienen que hacer 5 o 6 años de servicio militar para el ejército de Franco, como represalia, como castigo por haber estado en el otro bando. Ya ves: todos estuvieron sin querer. El 90% de esos chavalitos fueron reclutados forzosamente por orden del gobierno de la República, y no podían hacer nada más que obedecer, porque si no obedecían eran fusilados. Es muy injusto que después de ir a la guerra sin querer te obliguen a hacer seis años de servicio militar: vuelven a casa con 25 años, después de haberse ido con 17. No han podido tener novia, no han podido ir a fiestas, ni tener grupos de amigos, ni preparar su futuro, ni nada. Y luego encima llegan los años 40, 50 y 60, en los que no pueden contar su experiencia a nadie. Son perdedores. Si van por ahí quejándose, igual un vecino les delata y acaban en el calabozo. Después del infortunio de ver morir a sus amigos y de estar a punto de morir, la condena de callar, el silencio. Sólo empiezan a hablar después de que Franco lleva muerto seis o siete años. Es en los 80 cuando empiezan a hablar con la esperanza de que los gobiernos de la democracia les pidan perdón, de algún modo, en nombre de la República, y les hagan una reparación, un homenaje, una pensión, un reconocimiento… Y nada de eso hubo. El monumento que te digo del 89 se lo pagan de su bolsillo. Nadie les hace un reconocimiento como merecen. Cuando tienes 17 años y el gobierno de tu país te envía a la guerra, como mínimo, cuando pasan los años y ya hay paz, ya hay una democracia, tendrían que darte un carnet que dijera: “A esta persona, de chico, la masacramos. Ahora lo tiene todo pagado: una pensión vitalicia y privilegios, porque sacrificamos a su generación”. Eso es lo que todos ellos desean, y cuando me dicen “nos robaron la juventud” (que me lo dicen todos), están diciendo: “Ya que nos robaron la juventud, que nos den alguna prebenda, algún privilegio en la vejez”. Por desgracia todavía no se sienten reparados y reconocidos. Creo que fue la generación más desgraciada del siglo XX: los chavales que nacieron en 1920 y que con 17 años fueron al infierno.
—Algunos de sus entrevistados piden, en sus testimonios, restituir la verdad. ¿Es ese el objetivo con el que ha escrito este libro?
—Sí, porque tengo la convicción de que la verdad está en los detalles. No veo mal que un historiador haga una visión de conjunto, pero yo soy periodista y valoro muchísimo el testimonio personal. Pero un testimonio personal no basado en opiniones, no basado en especulaciones, no basado en recreaciones, sino en “he visto”, “he olido”, “he pisado”, “he sentido”, “he visto a un amigo mío agonizar y cuando ha muerto le he quitado la ropa, las botas y el reloj porque he pensado que al menos aprovecharemos esto para nosotros”. Esto es una experiencia tremenda y que te la cuente en primera persona quien la ha vivido, para mí tiene el valor de la verdad absoluta. Para mí es más verdad cada una de las pequeñas cosas que me cuentan estas personas que todos los historiadores y todas las enciclopedias del mundo. De hecho, el otro día me di cuenta de que la palabra verdad viene del griego “alétheia”. Está compuesta de “a”, la negación («sin»), y “letheia”, «olvido». El río Lete, el río que cruzaban las almas al morir y que borraba la memoria. «Verdad», en sentido etimológico es “no olvido”, es decir: recuerdo, memoria. La verdad es la memoria. Para mí, la memoria de estas personas, que estuvieron de jóvenes en una guerra, es la verdad absoluta. Si alguien lee este libro, yo le garantizo que va a saber lo que es la guerra, va a entender qué es la Guerra Civil, va a saberlo de primera mano, va a ser la verdad total. Siempre digo que cada una de las cosas que me dicen cada uno de ellos va a misa. Para mí es la verdad.
—Dice en el epílogo: “Alzar una puntita del velo es mi oficio”. ¿Quedan aún velos que merezca la pena destapar?”
—Claro, porque por desgracia como siguieron tantos años de silencio y de callar cuando terminó la guerra, esa verdad que está en esos recuerdos, en esos detallitos, esa verdad ha ido cubriéndose de ese velo, que es el velo del olvido. Si alguien no viene y levanta una puntita de ese velo, ese velo cubrirá la verdad para siempre. Para mí es un orgullo haber hecho este trabajo durante años y finalmente verlo recogido en forma de libro. Un libro es el modo más eficaz que existe de levantar velos: ahí queda memoria fijada, ahí queda recuerdo, ahí se inmortaliza la verdad. Pasarán años y alguien encontrará este libro en un rincón de una librería de viejo, y si lo lee se trasladará mágicamente al año 38 en el Ebro, en plena batalla, viendo caer las bombas, viendo morir gente… Eso es eterno. Estoy orgulloso de haber eternizado, inmortalizado, esos recuerdos que corrían el riesgo de ser cubiertos para siempre por el velo del olvido. Por eso digo: “Mi oficio es levantar una punta del velo”. Yo no digo que todo el velo, porque eso es muy ambicioso. Pero si yo levanto una puntita, y tú otra y otro periodista otra, iremos sabiendo la verdad.
—¿Qué fue lo que más ha disfrutado en la creación de esta obra?
—Varias cosas. El poder mantener un diálogo ficticio, pero de corazón, con mi tío muerto, poder casi interpelarle, revivirle, dialogar con él y al final llegar a descubrir por qué se calló. Al final le digo: “Ahora lo entiendo, sé por qué no querías hablar conmigo”. Si lees el libro entenderás. Yo invito al lector a que lo lea y descubra conmigo el motivo por el que mi tío se calló. Y que luego cada uno juzgue y decida si hubiera hecho lo mismo o no. Al final del diálogo que mantengo con mi tío le digo: “Hubiera hecho exactamente lo mismo que tú en su momento. Si me hubieras contado, te habría acogido, te habría entendido y no te habría juzgado y condenado en absoluto”. Eso ya queda para que cada lector lo valore. He disfrutado de ese diálogo. He disfrutado de viajar a ciertos lugares que aparecen mencionados en las cartas de mi tío y ver con mis ojos esos escenarios y casi verle a él. Ese viaje al pasado, de algún modo, es terapéutico para mí porque me ayuda a entender de dónde provengo, quién soy verdaderamente, a través del sufrimiento de los que me han precedido en mi familia. Pero de forma colectiva creo que toda la sociedad española puede entenderse mejor a sí misma y disculparse cosas o ser más consciente de otras a través de estos testimonios. Me ha hecho ilusión y me ha emocionado que algunas personas (miembros de la Quinta del Biberón) conservaban en un cajón cuadernos escritos con sus recuerdos. Nietos de estas personas han venido a buscarme, sabiendo que yo tenía interés por este asunto (porque hace años que publico en La Vanguardia entrevistas a los supervivientes de esta Quinta), y me han entregado, con todo el amor y la confianza, esos cuadernos del abuelo diciéndome: “Mira, a él le hubiera encantado hablar contigo, no pudo ser, pero lee lo que escribió aquí”. Son testimonios tan bonitos, tan potentes, tan sinceros y auténticos, porque los escribían para sí mismos, sin saber que algún día saldrían publicados. Yo los he extractado, los he recogido y los he publicado en mi libro, de modo que, además de las entrevistas que personalmente he hecho, hay dietarios y memorias, cuadernos de algunos sobrevivientes que no tuvieron ocasión de hablar con un periodista, pero que dejaron todo por escrito. Ahora está recogido en este libro.
—¿Cómo curaron estos niños las heridas de la guerra?
—Hoy en día cuando alguien vive un hecho traumático se habla de «estrés postraumático». Hay psicólogos y especialistas que saben cómo tratar los shocks postraumáticos, es algo que hay que mimar y cuidar, y que se puede restañar ese trauma. En el 39 todos esos chicos no han vivido uno sino 10.000 shocks postraumáticos y se lo tienen que comer solos. Me admira cómo sobrevivieron no ya a la metralla, a las bombas. La mitad que sobrevive físicamente tiene que sobrevivir psíquicamente. Esto me parece increíble, cómo tiraron adelante teniendo dentro tanto dolor. Me consta que algunos han tenido pesadillas durante años, otros lloreras. Otros han ido, en secreto, a rendir homenaje a ese escenario años después para recordar a sus amigos. Todos vivieron, los años que siguieron, con eso dentro. Eso por sí mismo merecería una reparación, un perdón, porque es la generación masacrada, sacrificada, que merece que les pidamos perdón en la medida en que la democracia es heredera de alguna manera de la República: “Perdón, porque os enviamos a morir para nada, no hacía falta, la guerra estaba perdida, era a la desesperada”. En cualquier caso, enviar niños a morir está mal.
Te respondo diciendo: se comieron ellos solos su marrón. Cada uno tiró para adelante como pudo. Algunos, como mi tío, se quedaron toda la vida solteros. Deduzco que, o bien habían tenido novieta y al volver ya no estaba, se hundieron y no quisieron ya casarse, o pensaron: “La vida es una mierda. ¿Para qué? ¿Para qué me voy a casar y tener hijos si los pueden enviar a una guerra como me han enviado a mí? Creo que muchos de ellos reaccionaron de forma amarga (como mi tío), otros se vinieron arriba y se casaron, tuvieron hijos y eran muy familiares, muy ligados a la familia. En la familia encontraron la tabla de salvación a la desesperación de haber vivido lo peor de la vida, el horror descarnado. La única tabla de salvación es crear un núcleo muy seguro que te quiera y en el que refugiarte, la familia. Pero aun así, me parece un milagro que los que quedan hayan llegado mentalmente sanos. Claro, yo estoy tratando con los que van a cumplir cien años en 2020 y que son un portento de la supervivencia: Han sobrevivido a la guerra, a la posguerra, al miedo, a la autorrepresión, a todo… ¡y están vivos! Son una minoría de la minoría de la minoría. Tengo la suerte de que recojo ya lo último que queda. Puede que el año que viene no quede ninguno. Me parece que soy afortunado, he llegado a tiempo para recoger estos testimonios. El otro día me emocionó que me enviase un vídeo uno de los sobrevivientes (que sale en el libro). Me decía: “Es el día más feliz de mi vida. Hoy cumplo cien años y qué bien poder celebrarlo rodeado de mi familia y con tu libro”. Tenía mi libro en las manos, y me estaba diciendo: “Gracias, porque al menos tú, periodista, estás honrando la memoria de mis amigos muertos y mi propia vida. Con este libro nos has hecho un regalo”. Su gratitud, para mí, es el máximo premio que puedo recibir.
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