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Víctor Erice, un heterodoxo en el cine español

Víctor Erice, un heterodoxo en el cine español

Ahora que desde el ministro de cultura en funciones hasta el común de los comentaristas en las redes sociales todo es hostilidad hacia Madrid, la obra de Antonio López, atenta hasta el más mínimo detalle a las vistas de nuestra amada ciudad —desde Capitán Haya, desde el cerro Almodóvar, desde la torre de los bomberos de Vallecas…— me conmueve y me exalta como la de ningún otro artista. Tanto es así que siempre que voy al centro procuro pasarme por la Puerta del Sol. Dicen que desde 2021 no es extraño encontrar allí al maestro, esporádicamente, con su caballete en medio de la plaza, trabajando en la vista que ofrece la capital desde el kilómetro cero de las carreteras de toda España. Me gustaría ser tan castizo como Antonio López, y en mi fuero interno, donde su obra me entusiasma hasta la exaltación, albergo la esperanza de que, al admirarlo al trabajar, aprenderé de algún modo a ver Madrid como él.

Hace 33 años, el 29 de septiembre de 1990, al comienzo del rodaje de El sol del membrillo, Víctor Erice ya se interesó por todo ese misterio que guarda la mirada a lo cotidiano de Antonio López. Puesto a desvelarlo, llevó su cámara hasta la colonia los Rosales de Chamartín, al hotel del artista. Una vez dentro, el cineasta desarrolló todo un ejercicio artístico para desvelarnos otro ejercicio artístico: la lucha de López para captar la luz de la estación iluminando el membrillero, que él mismo había plantado en el patio de su casa, antes de que los frutos comenzasen a caer. La iniciativa tenía su origen en un acercamiento previo de Erice a López, mientras el pintor trabajaba en tres de sus vistas de Madrid. En ello estaba cuando hablaron de los sueños y tuvo lugar el tercero y uno de los más celebrados largometrajes del realizador. “Si lo quieres ver, en un árbol está contenido el Universo entero”, comentó el artista al cineasta en aquella colaboración.

"En El sol del membrillo Víctor Erice interactuó con Antonio López como, yo al menos, nunca había visto hacer"

Aún no se hablaba de ese diálogo, con el que 33 años después nos referimos a esas sintonías que hacen que la obra de un creador interactúe con la de otro y viceversa. Pero en El sol del membrillo Víctor Erice interactuó con Antonio López como, yo al menos, nunca había visto hacer, ni siquiera al gran Henri-Georges Clouzot en El misterio de Picasso (1956), la cinta en la que el pintor malagueño abrió su estudio al cineasta francés para mostrarle, merced a unas técnicas de rodaje, por aquel entonces de última generación, su actividad, la concepción de su obra desde la primera pincelada.

De actualidad en estos días por el estreno de su cuarto largometraje —Cerrar los ojos— y el Premio Donostia, que le será entregado a finales de mes, en la próxima Edición del Festival de San Sebastián, yo sostengo que Víctor Erice es un heterodoxo, porque esa filmografía suya, de pocos títulos y muchas distinciones, desde El espíritu de la colmena (1973) siempre ha obedecido a una inspiración ajena al canon, ese canon —el que sea en cada tiempo y en cada lugar— para cuya salvaguarda se construyen las ortodoxias. Recuerdo, sin ir más lejos, cuando se estrenó El espíritu de la colmena, cuyo título —aunque parece un verso de exaltación del gregarismo, una loa más a cuanto de manido tiene, en abstracto y en concreto, lo común—, según comenta el propio Erice, alude “a ese espíritu todopoderoso, enigmático y paradójico al que las abejas parecen obedecer, y que la razón de los hombres jamás ha llegado a comprender”.

El canon de entonces, de aquel cine español de los años 70, heredero del Nuevo Cine español de los 60 —del que Erice fue acólito en sus primeros pasos como colaborador de Basilio Martín Patino y guionista de Miguel Picazo—, en una buena medida venía marcado por las producciones de Elías Querejeta, sin que ello signifique, en modo alguno, menoscabo para las cintas puestas en marcha por José Frade y el resto de los productores que operaban en el país. Particularmente, todos me merecen el mayor de los encomios, pero El espíritu de la colmena fue una de aquellas legendarias producciones de Elías Querejeta de los primeros 70, fotografiadas por Luis Cuadrado y montadas por el entrañable Pablo G. del Amo, a quien, ya en los 80, tuve el placer de tratar. El canon de aquel cine era la denuncia sutil: recuérdese al falangista con el brazo escayolado —el de saludar a la romana— de Carlos Saura en La prima Angélica (1974).

"Esa misma cinefilia de El espíritu de la colmena preside en este 2023 Cerrar los ojos. Agudizada, además, por las nostalgias propias de la senectud"

Pues bien, aunque El espíritu pueda parecer atenta a esa sutil denuncia del dramatismo del pasado político español —está ambientada en la posguerra y localizada en un pueblo segoviano, donde no hubiera sido raro escuchar las descargas de los fusilamientos al amanecer—, se trata, en realidad, de una cinta de exaltación cinéfila. Ana, esa Ana Torrent descubierta por Erice cuando era una niña llamada a ser una de las grandes intérpretes de la pantalla y la escena autóctonas, bien pudiera haber visto resquebrajado su pequeño mundo por las descargas de esos fusilamientos al amanecer. Pero es una proyección de El doctor Frankenstein (James Whale, 1931), el Frankenstein canónico, que junto al Drácula del gran Tod Browning, también del 31, abre el repertorio de la Universal, lo que trastoca el universo de la pequeña. Dicho de otra manera, la cinefilia, que no la denuncia, todo lo sutil que la censura obligaba, constituyó la materia fílmica de aquel nuevo realizador que fue Erice hace ahora justo medio siglo.

Esa misma cinefilia de El espíritu de la colmena preside en este 2023 Cerrar los ojos. Agudizada, además, por las nostalgias propias de la senectud. No hay que esperar mucho. Ya en la primera secuencia, la que se anuncia con el rótulo de Triste le roi —tal debía rezar en el enunciado del libreto de la cinta que Miguel Garay (Manolo Solo) no llegó a acabar—, ese busto en el jardín, sobre el que Erice se acerca en tres planos consecutivos, cada uno más próximo que el anterior, no es otro que la cabeza de Jano, ese dios de la dualidad en la mitología romana —los principios y los finales—, representado en una cabeza con dos caras. El gran F. W. Murnau le atribuyó la dualidad suprema —la del bien y el mal— en La cabeza de Jano (1920), una de esas películas anteriores al filme de seguridad, de la que solo ha llegado a nuestros días la literatura que inspiró.

"El cineasta tiende a hacer películas, no a admirar las de los demás. Por eso, yo sostengo que Victor Erice sigue siendo ese heterodoxo que siempre ha sido"

Y una vez dentro de la casa, cuando Mr. Levy (José María Pou) explica a Julio Arenas (José Coronado) el motivo de su llamada, le habla de su hija, la niña que concibió con una cantante de Shanghái. La muchacha, a la que nunca volvió a ver, además de ser la única persona en el mundo que lleva su sangre, es la única capaz de hacer cierto gesto tras el abanico, el mismo que dio fama a su madre: el gesto de Shanghái. “Shanghai Gesture” recuerda, en inglés, Mr. Levy. The Shanghai Gesture (1941), estrenada en España bajo el título de El embrujo de Shanghái, fue una de las inolvidables cintas que el gran Josef von Sternberg rodó sin su amada Marlene Dietrich.

A excepción de los maestros de la Nouvelle Vague —la cinefilia, tal y como ahora la concebimos, nace con ellos—, no es frecuente que los grandes cineastas sean también aplicados cinéfilos. Sin ir más lejos, ninguno de los clásicos lo fue. El cineasta tiende a hacer películas, no a admirar las de los demás. Por eso yo sostengo que Victor Erice sigue siendo ese heterodoxo que siempre ha sido. Su inspiración sigue siendo totalmente ajena a la sempiterna comedia, una auténtica constante en el cine español, como también se aparta de esa crítica social que —sin entrar en otras consideraciones— parece ir a la zaga del buen humor de nuestra pantalla.

Recuerdo haber asistido a una de las primeras proyecciones de El Sur (1983), diez años, justo, después, de El espíritu… Esa distancia entre sus largometrajes, ese tiempo que se toma entre uno y otro, también distancia a Víctor Erice de lo común. Muchos de sus espectadores admiran su cine por su esteticismo. Como el que nos magnetizó hacia el primer Ridley Scott, otro de los realizadores que descubrimos con sumo entusiasmo en los años 70. En ambos casos, esa preponderancia de la estética en la filmación tenía su origen en la publicidad. Parece ser que Erice, como tantos grandes cineastas, para ganarse la vida, también rodó anuncios entre filme y filme.

Ahora bien, cuando las cintas de Scott obtuvieron todo el éxito que merecían en la cartelera internacional, este realizador inglés no tardó en caer en la tentación de rodar una tras otra. Como daban dinero, no había ningún problema para su financiación. Lo malo fue que tras Blade Runner (1982), su última obra maestra, el propio Scott, de tanto rodar, aumento su filmografía con un adocenamiento considerable.

En Erice jamás se ha dado esa avidez por rodar que, casi siempre, acaba yendo en detrimento de lo filmado. Este heterodoxo del cine español emplaza su cámara sin prisas, cuando tiene una historia que le aguijonea lo suficiente como para contárnosla. Así, entre El sol del membrillo y Cerrar los ojos, en 2007, tuvo tiempo de mantener una correspondencia fílmica, uno de esos diálogos referidos anteriormente, con el cineasta iraní Abbas Kiarostami.

"El procedimiento de Víctor Erice siempre es el mismo: un ejercicio artístico para dar cuenta de otro ejercicio artístico"

Si se me permite abundar en lo apuntado por Antonio López, diré que el procedimiento de Víctor Erice siempre es el mismo: un ejercicio artístico para dar cuenta de otro ejercicio artístico. Henchido de nostalgia, en Cerrar los ojos, dicha formulación a veces nos recuerda al western clásico —Garay, en su retiro en la costa, entona para sus amigos «My Rifle, My Pony and Me», la canción que canta Dude (Dean Martin) en Río Bravo (1959), mi favorito de los tres ríos de Howard Hawks—; otras veces, Erice nos traslada al spaghetti western: Garay hace que le proyecten las únicas dos secuencias de la película que nunca acabó en una vieja sala, ya cerrada, de un pueblo de Almería. Es la misma que utilizaban los cineastas foráneos para proyectar sus rushes, sus copiones del día, en los tiempos de las coproducciones internacionales.

“Desde que murió Dreyer ya no hay milagros en el cine”, recuerda Max Roca (Mario Pardo), el encargado de un almacén de películas que nadie ha digitalizado aún. Pero el caso es que pocas cosas tienen la capacidad de la pantalla para evocar universos. Todo apunta a que habrá que cerrar los ojos tras la última película. Poco o nada nos quedará por ver.

Tuve un amigo en común con Víctor Erice: el crítico y guionista Manolo Marinero. He vuelto a verle en el lomo de su libro, Juntos desde la muerte, entre los textos que hojea Garay en los templetes de la cuesta Moyano. Me he emocionado. Tanto como ante esos universos cotidianos, que descubre Antonio López a quien sabe mirar con el detenimiento debido sus vistas de Madrid.

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