Iba para catedrática de Internacional pero por el camino se le cruzó el periodismo, y fue tal el flechazo que ya no pudo apartarse jamás de esa pasión que la cautivó por completo y a la que ha dedicado más de cuarenta años de su vida. Aunque inició su carrera en televisión, ha ejercido en todos los medios escritos y audiovisuales y tiene tantos premios en su andadura profesional que nos quedaríamos sin espacio en esta entrevista si los enumeráramos todos. Actualmente colabora en Onda Madrid y es adjunta al director del diario digital El Independiente, donde destila sus artículos de opinión política con la agudeza y la sabiduría de una maestra.
Acogedora y afable, nos recibe en su casa en el centro de Madrid, dispuesta a someterse a nuestras preguntas con agrado, aunque nos confiesa —pero no nos sorprende— que lo que a ella le gusta de verdad es estar al otro lado y ser ella quien las hace.
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—¿Qué no hemos sabido contar a los más jóvenes para que tengan esa falsa visión de la Transición, como si hubiera sido algo fácil o incluso pactado por unos pocos?
—Lo primero que ha sucedido es que no se les ha contado. Ellos no tienen la culpa de no tener la más remota idea de lo que sucedió. Y sobre ese desconocimiento hay la manipulación derivada de las dos cosas: del desconocimiento y de la ideología sobre un campo abierto y sin sembrar donde tú puedes poner lo que quieras. Entonces, cuando estos chicos —y no tan chicos— no tienen ni idea, aceptan la versión que se les da. Aquí nos hemos equivocado, porque no se les ha explicado. La gente de esta generación —y yo diría de hasta 40 o 45 años— han creído que esto de la democracia les estaba dado como el aire que respiran, que es lo natural, y no saben de dónde venimos, lo que costó construirlo, y por lo tanto no tienen la sensación de que hay que defenderlo. Es más, aceptan y se les ha vendido por razones ideológicas la versión de que esto ha sido una estafa, y ha sido todo lo contrario. Esto ha sido una hazaña política que se estudió en su día en el mundo entero, porque no había países que habían hecho una transición pacífica. Ahora sí los hay, pero entonces no.
—¿Esta falta de conocimiento, o la ignorancia directamente, es otra pandemia que tenemos que superar?
—Sí, pero es muy difícil de superar si no se enseña. Los heterodoxos dirán que por esto merezco ser castigada con penas del infierno, pero pienso que la historia se enseña en sentido contrario. Debería empezarse por lo último, la democracia, después la Transición, después el franquismo, después la Guerra Civil, después la República, después la Restauración, después las guerras carlistas y así sucesivamente hasta donde se llegue, en lugar de hacerlo al revés. Porque nunca se llega a la historia contemporánea, y eso deja a la gente inerme para cualquier manipulación.
—Cuentas la Transición como una aventura, casi como una trepidante película de espías en la que en cualquier momento todo puede fallar. ¿Realmente fue así?
—Así fue, sí, una operación extraordinariamente arriesgada, llena de sobresaltos, llena de amenazas, de riesgos, pero sobre la base de la voluntad de todos los españoles —no solamente de los líderes políticos— de no volver a repetir una guerra civil. Este fue el motor del movimiento de acercamiento de todas las fuerzas políticas desde posiciones completamente opuestas, desde el franquismo reformista —el franquismo ortodoxo, al que se llamaba el bunker, no quería, pero el franquismo reformista sí— y el Partido Comunista, pero se produjo un acercamiento basado en eso, en la decisión de no repetir la guerra y en el respeto recíproco que se tenían todos los líderes, porque eran gente con un peso y una consistencia considerable.
—¿Por qué tenemos ese afán los españoles de desacreditar los logros más exitosos de nuestra historia?
—Yo creo que es un gen [dice sonriendo]. No se me ocurre más que una cosa medio mágica: hay una inclinación permanente de los españoles para tirarse piedras sobre su tejado. Esto es como la leyenda negra. Lo que hizo España fue maravilloso: en cien años había universidades, había conventos, catedrales, y no acabamos con nada, nos juntamos con ellos, los criollos, que son hijos de los españoles. Isabel la Católica fue la que instauró por primera vez un tratado de derechos humanos. Bueno, pues esto se ha convertido… El otro día estaban derribando la estatua de Cristobal Colón en Colombia por asesino. Que en España tenemos la tendencia de desacreditarnos, eso es un hecho. Mira los franceses, encantados de haberse conocido, o los belgas, que hicieron atrocidades en el Congo y están contentísimos. Y nosotros, que hicimos universidades fantásticas en América, pero en cien años ¿eh?, pues como si fuéramos depredadores.
—¿Por qué es tan difícil recuperar ese espíritu de conciliación que imperaba en los políticos de entonces? ¿Nuestros dirigentes ahora no tienen altura intelectual? ¿No hay debate?
—Vamos a ver, es que no es lo mismo. En aquel momento se trataba de construir la democracia, de poner los cimientos de un estado de derecho, era una situación distinta. Ahora la democracia ya la tenemos, ya somos un país que protege nuestras libertades y nuestros derechos políticos e individuales. Es una constitución inclusiva, estamos en la OTAN, estamos en la Unión Europea, pertenecemos al euro, somos un país relevante, por lo tanto las circunstancias no son las mismas. Lo que movía a aquella gente para lograr un acuerdo era la construcción de una democracia desde una situación muy difícil. Ahora no, ahora tenemos todos los elementos para discutir y para estar en desacuerdo, pero aquí falta la conciencia de una mirada de cierto largo plazo. Por lo tanto, yo acuso a los líderes políticos de este momento de no ser capaces de alcanzar acuerdos de Estado. Yo no pido consenso de la Transición, no pido eso, pero pido acuerdos de Estado, y no los hay.
—También parece que se ha perdido el miedo, ese miedo a la Guerra Civil que decías antes, porque ya casi no hay personas que la vivieron y te lo cuenten en primera persona.
—A mí me parece bien que se haya perdido el miedo, porque riesgos de enfrentamientos violentos no hay, que yo sepa. Por lo menos yo no he detectado ninguno. Aparte, que estamos en Europa y ciertas cosas no podemos permitírnoslas, pero no hace falta que haya miedo, hace falta que seamos conscientes de que la democracia es una cosa que hay que defender todos los días, y eso es lo que no se sabe aquí. Se sabe mejor en Francia, en Alemania, en Inglaterra, en Dinamarca, y aquí se ignora.
—Tú, que viviste directamente ese periodo y hablaste con sus protagonistas, ¿cuál es la mayor mentira que se ha contado sobre la Transición?
—Hay dos cosas que son falsas: una, que la Constitución se hizo bajo la amenaza militar. Eso es mentira. Porque es verdad que el ejército presionó para determinadas cosas, para que se conservara la pena de muerte en situaciones de guerra, este tipo de cosas. Pero no es cierto que la Constitución se haya hecho bajo la amenaza de los sables. No había amenaza de los sables cuando se hizo el Estatuto de los Trabajadores, cuando se firmaron los Pactos de la Moncloa.
—¿Y la segunda mentira?
—Esta me ha afectado a mí. Fue cuando en un determinado momento Podemos divulgó que yo tenía una entrevista —es que me da la risa— con Adolfo Suárez que no se había emitido porque en ella decía que si se hubiera celebrado un referéndum preguntando si se quería monarquía o república salía la república y yo tenia miedo de emitirla. Bueno, tengo que explicarlo. Para empezar, esa versión de que la entrevista se ocultó no es tal. Yo venía de hacer una entrevista estupenda a Suárez, y llamé a Antena 3 y les dije: “Tengo una excelente entrevista, larga, ¿eh?, con Adolfo Suárez”, y me dijeron: “Bueno, ya no sabe nadie quién es Suárez. Nada, olvídate de eso”.
—¿Pero no se emitió?
—No se emitió nada. Quedó muerta de risa. Alguien de La Sexta buscó cosas y se encontró con eso. Es verdad que Suárez me dijo que si hubieran hecho un referéndum hubiera salido la república, pero lo que quería decir él es que el rey no tenía apoyos, cosa que era cierta: ni de los monárquicos, que apoyaban al heredero —que era su padre—, ni de la izquierda, que le consideraba un rey franquista, ni de los franquistas, que jamás fueron monárquicos, ni del ejército, que tampoco lo era, ni de la sociedad española, que no lo conocía de nada. Por lo tanto, lo del referéndum es un disparate, porque en el año 76, que es el año de que me hablaba él, todas las instituciones estaban gobernadas por los franquistas ortodoxos, era un régimen que había ganado una guerra civil a la República. Si a Adolfo Suárez se le ocurre mencionar solo una vez que va a hacer un referéndum para preguntar a los españoles si quieren la república, le sacan a patadas de ahí o le pegan un tiro directamente. Es un disparate, una mentira que ha hecho furor entre la gente joven. Algunas veces me lo han preguntado cuando he hecho conferencias, esto que hubiera podido cambiar la historia de España. Digo: «Hay que ser muy ignorante y no tener ni idea de lo que era España en esos momentos para pensar que habría sido posible celebrar un referéndum de esa índole». Te digo que le pegan un tiro directamente. Que no, que no es posible eso.
—Durante estos años hubo una gran proliferación de nuevos medios de comunicación. ¿Qué papel desempeñaron en la consolidación pacífica de la democracia?
—Sí, fue pacífica, pero no sin muertos, ¿eh? Hubo muchos muertos, sobre todo en la Semana Trágica, de ETA, del GRAPO… Pero los medios de comunicación jugaron un papel esencial, sobre todo en los últimos años de Franco, y en concreto las revistas de información general que eran de capital privado, porque los medios oficiales siguieron en la doctrina oficial del franquismo, incluso en sus últimos momentos. Pero la prensa libre, la prensa privada, cumplió un papel determinante, porque los periodistas de esa época éramos todos militantes beligerantes en defensa de la democracia, y eso se transmitía en esas páginas. Cambio 16 llegó a publicar un millón de ejemplares a la semana, todo el mundo las compraba. Sábado Gráfico, Cuadernos para el Diálogo, Triunfo… La sociedad española, que era ya una sociedad moderna —porque Franco había construido una clase media potentísima— estaba necesitada de absorber mensajes políticos que le permitieran hacerse una idea, había hambre de información. Entonces, los periodistas jóvenes explicaron a la gente que se podía alcanzar la democracia, que se podían alcanzar las libertades, que no iba a pasar nada, que no tuvieran miedo. Eso fue muy importante. Fue un papel determinante.
—¿Y la televisión también?
—La televisión no, porque la televisión era única, no había más que una, TVE. Fue muy importante una vez que Suárez llegó al poder, pero hasta que Franco murió era una televisión franquista, la oposición no existía. Cuando hicimos la serie La Transición, mi marido, que era el director y el realizador, tuvo que ir por el mundo entero buscando imágenes de la oposición, porque aquí no existían, en los archivos de TVE no estaban. La televisión hizo un papel después, pero en ese momento no.
—Tú has dicho que tuviste la suerte de vivir una etapa histórica apasionante por todos estos acontecimientos que has relatado. ¿También fue una época dorada para el periodismo? ¿Cómo ha cambiado el periodismo que se hace ahora?
—Sí, fue la época dorada del periodismo. Yo tuve muchísima suerte. Era un periodismo libre, fundamentado, con criterio, con independencia completamente, con el respeto que se nos tenía en la sociedad, que nos consideraba una profesión digna y relevante a la que había que tener en cuenta. Y desde el punto de vista interno, los editores no nos presionaban, no nos decían lo que teníamos que decir, se respetaba el criterio del periodista. Y ahora creo que no se le respeta nada. Es una pena, no tiene nada que ver. Por eso creo que viví la edad de oro, y eso me parece a mí impagable. Yo no sé si tuviera ahora treinta años —bueno, no habría conocido aquello— pero una vez que lo he conocido no quiero de ninguna manera participar en lo que hay ahora. Hay sitios donde se conserva todavía, pero ya pocos.
—Muchos de los consumidores de información lo hacen ahora fundamentalmente a través de las redes sociales. Un algoritmo elige lo que debemos o no debemos conocer. ¿Qué consecuencias puede tener este fenómeno en el ciudadano?
—Pues yo creo que muchísimas. El acceso a la información gratuita, solo con darle a un botoncito, significa que por ahí entran todo tipo de informaciones falsas —que yo me niego a llamarlas fake news, porque el español lo tenemos para algo—, de manipulaciones, de bulos, de medias verdades. Es decir, el riesgo de la población de ser manipulado es ahora mismo extraordinario, pero no por un poder político, sino por otras instancias, que también pueden ser políticas, pero desconocidas, anónimas. Yo siempre cuento que en las elecciones de Donald Trump se divulgaron muchas informaciones falsas, del tipo de que Hillary Clinton tenía un local de explotación pedófila en los trasteros de unas cuantas pizzerías. Esto es fantástico, pero la gente se lo creyó. También Cambridge Analitica explicó estupendamente que para el Brexit se habían seleccionado los grupos de ciudadanos a los que les tenían que llegar determinados mensajes. Es decir, que se manipula y se condiciona a la gente a través de las redes, sí.
—Después de una vida dedicada al periodismo, ¿cuál es tu lección vital sobre los límites en los que nos movemos, o qué consejo le darías a alguien que está ahora comenzando en esta profesión?
—Pues yo le pediría que se formara intelectualmente para tener cierta solidez, porque no se puede informar sin tener ni idea. Por lo tanto, que se hiciera con los instrumentos intelectuales suficientes para examinar lo que tiene delante, sea lo que sea, con un nivel de solvencia mínimo, o por lo menos aceptable. Eso es importantísimo. Y que se acompañe de una cosa —que eso se tiene o no se tiene—, que es la honestidad intelectual. Y con esas dos cosas se llega hasta el fin del mundo. Pero con la falta de cualquiera de las dos se va fatal y además se hace un mal servicio a la sociedad.
—¿Qué daña la credibilidad de los periodistas?
—Ahora mismo casi todo. Las informaciones sesgadas, la deriva de muchos periodistas que han formado parte de la cuadra de los partidos políticos, la necesidad de supervivencia de los medios de comunicación que están llenos de problemas y les empujan a someterse a quien les paga, a quien les pone dinero… Y luego la frivolización total del periodismo, sobre todo en la televisión, porque en la radio no ha sucedido nunca. En la prensa también sucede, menos, pero también sucede. Pero la televisión es un páramo para el periodismo que yo entiendo como periodismo serio. No quiero decir que todos los periodismos tengan que hablar todo el rato de política y economía, pero la manera en que se trabaja en la televisión a mí me parece muy embrutecedora.
—¿Cómo explicarías al público que a pesar de los errores somos necesarios?
—Somos imprescindibles. No personalmente, sí el oficio, siempre que el oficio consista en publicar lo que el poder no quiere que publiques, y siempre que se tenga honestidad intelectual y valor para publicarlo. Porque si la población no está informada pierde su condición de ciudadana, se convierte en cliente o en súbdito. Y la población necesita estar informada, pero de verdad, no engañada, y yo creo que sin un periodismo libre y veraz no hay democracia que aguante.
—¿Hay motivos para la esperanza en el futuro del periodismo?
—No lo sé. Sinceramente, no lo sé. Yo veo el New York Times y el Washington Post, que son periódicos soberbios que han sobrevivido a la crisis. En España los periódicos serios estamos muy agobiados y muy acogotados. Yo creo que sobreviviremos, pero no sé por qué, ni cómo, ni a través de qué, porque no existe el interés por parte de las instituciones democráticas de preservar el ejercicio del periodismo independiente, serio y veraz. No existe. Existe el interés contrario. Y los periódicos están con el agua al cuello, pero podrían salir de esa situación si vendieran su alma al diablo. Entonces estarían estupendamente. Y en esas estamos. Me parece un panorama muy incierto. Yo me alegro de tener tantos años y no ver lo que viene. Yo espero que esto se preserve, porque si no esta democracia se va abajo.
—Cuando te sientas a escribir una columna para El Independiente, ¿piensas en las consecuencias que puede tener?
—No. Yo, para empezar, no sé lo que voy a decir habitualmente, y escribo lo que honestamente considero. Punto y final, no hay más. Y no lo pienso, para empezar porque no me considero tan importante como para que mis columnas tengan consecuencias y alteren la vida política española. Y en segundo lugar, me daría lo mismo, porque mi obligación moral y ética y profesional es decir exactamente lo que pienso. ¿Y qué pongo al servicio de esto? Mi nombre y mi trayectoria. Con eso ya sabe la gente a qué atenerse. Y ya está. Yo creo que mi obligación es esa, no tengo que hacer nada más y nada menos: sólo opinar honestamente sobre lo que veo.
—Como lectora, ¿cuáles son tus preferencias? ¿Había una gran biblioteca en tu casa de pequeña?
—Sí, había muchos libros, porque mi padre era periodista (Adolfo Prego) y además un hombre muy culto y muy brillante, era un tipo magnifico. Yo he leído a Dostoyevski teniendo catorce años, me acuerdo perfectamente, en Fuenterrabía, que era donde veraneábamos. Me pasaba las noches con este libro, que lo tengo aquí. Se lo regaló mi madre a mi padre (se levanta a buscarlo en la estantería y me lo enseña). Mira, mira la fecha: uno de enero de 1946.
—¿Y ahora qué libros lees?
—Tengo dos diferencias clarísimas: en invierno solo leo ensayos políticos, biografías políticas, todo el rollo de política siempre. Y sé que estoy de vacaciones cuando leo ficción, leo novelas y leo literatura negra y desconecto, y eso es lo que me da sensación de estar de verdad de vacaciones.
—De todos los momentos vividos en tu profesión, ¿hay alguno especial, ese que no cambiarías por ningún otro?
—Dos, relativamente juntos. Uno el 22 de julio de 1977, día en que se celebró la sesión solemne conjunta de apertura de las primeras Cortes democráticas que presidió el rey y dijo aquello de “la elaboración de una Constitución que dé cabida a todos los españoles”. Pero lo que era verdaderamente impactante era ver entrar por la puerta a la Pasionaria, a Santiago Carrillo, a Rafael Alberti, y los policías saludándolos militarmente, mientras también estaban Fraga, López Rodó, Licinio de la Fuente, Felipe González, Alfonso Guerra, Marcelino Camacho, Simón Sanchez Montero, es decir, las dos Españas (levanta entusiasmada la voz)… es que me parece emocionante… que ese día se convirtieron en una sola. Esa fue la imagen de la reconciliación, y no estas cosas que se están diciendo ahora. Y todos esos señores que se habían dado de tiros años antes se juntaron para hacer la constitución inclusiva que nos acoge a todos. Ese fue un momento impagable.
—¿Y el otro?
—El día del golpe de estado, porque yo estaba retransmitiendo la sesión de investidura de Calvo Sotelo para la tele en directo. Entonces, cuando se dio el golpe, nos bajamos muy pocas personas —éramos doce o menos— a la sala de magnetoscopios y cerramos la puerta, porque nos dimos cuenta de que el realizador había bajado a negro los monitores de la unidad móvil y el cámara también en el Congreso y estábamos recibiendo las imágenes del golpe de estado que no veía nadie, nadie en el mundo, solo nosotros doce. Y yo estaba, primero, horrorizada y triste por lo que pudiera pasar con mi país, y luego entusiasmada, porque estaba en el centro mismo de la historia de España, o sea, eso era impagable. Yo recuerdo que me temblaban las rodillas, pero de la emoción, de decirme: “Lo que estoy viviendo no lo sabe nadie”. Luego, pensábamos, si el golpe triunfa esto hay que sacarlo fuera, al extranjero, y si no triunfa hay que emitirlo, pero de momento ahí estábamos unos pocos y nadie más sabía lo que estaba pasando en el mundo. Ese fue un momento inolvidable para mí, realmente inolvidable.
siempre un placer y un lujo escuchar a esta señora.