Ha hecho fortuna el tópico de que los gatos son la mascota preferida de los escritores. Lo que nadie había dicho, hasta ahora, es que los gatos pudieran convertir en escritores a sus dueños. Habrá que ir planteando una formulación al respecto, porque seguramente el periodista Pedro Zuazua Gil (Oviedo, 1981) no se habría decidido a esbozar una narración de largo aliento si no hubiese entrado en su vida Mía, una felina a la que adoptó tras un largo acoso y derribo por parte de ciertos amigos y que se erige en protagonista absoluta de un libro que se presenta ante el lector como un diario, pero es más bien una excusa que su autor emplea para reflexionar acerca del lugar que él mismo ocupa en el mundo a partir de la llegada al suyo de una mascota con la que nunca había contado y que tarda apenas unas semanas en hacerse imprescindible.
Dice en el prólogo Elvira Lindo, con mucho acierto, que la de En mi casa no entra un gato es «una historia de amor tan fascinante como complicada». En efecto, late en los aconteceres diarios de Pedro y Mía el pulso de las relaciones prolongadas, con sus titubeos iniciales y sus momentos de éxtasis compartido y sus dudas y sus meandros. Sostenido en una estructura ágil y fragmentaria —aderezada con las contribuciones, o los cameos, de Pancho Varona y Paloma Abad—, no oculta el libro ni las sorpresas ni las desavenencias, ni los instantes de afecto mutuo ni los momentos en los que se abren notorias distancias entre el hombre y su animal de compañía. En el corto espacio que media entre la llegada de Mía y el fin de la escritura del libro, un par de años escasos, caben sentimientos y reflexiones que de algún modo sintetizan nuestro paso por la vida —el descubrimiento de alicientes ocultos allí donde sólo parecía haber espacios yermos, el temor a la pérdida, los ecos del pasado que acechan en determinados pliegues del presente— y que surgen al calor de ese proceso de ida y vuelta por el que, a medida que Pedro entiende o cree entender las motivaciones de su mascota, llega a la conclusión de que también ésta le va entendiendo cada vez mejor a él.
Pese a su juventud, Zuazua es un periodista con galones —funge como director de comunicación en Prisa Noticias, y ha pasado por La Nueva España, la Fundación Princesa de Asturias o El País—, lo cual queda patente en dos aspectos del libro. El primero tiene que ver con un estilo directo y, por momentos, trepidante, que lleva al lector en volandas desde una página a la siguiente y convierte la lectura de sus encuentros y desencuentros con Mía en un pequeño placer que, lejos de agotarse o de resultar reiterativo, se acrecienta a medida que la historia avanza y se agudiza el interés por profundizar en esa rara relación cuajada de bipolaridades. El segundo se refiere a una labor de documentación que convierte ciertos tramos del volumen en un verdadero análisis del papel que han venido jugando los gatos en la historia de la cultura, bien a través de su relación con un buen número de escritores muy notables o bien explorando su presencia en la música popular de nuestro tiempo. Melancólico por momentos —uno de los puntos álgidos del libro llega en el pasaje donde Zuazua revela por qué puso a su gata el nombre de Mía—, hilarante otras, divertido siempre —pero sobre todo cuando su autor desgrana sin complejos sus neurastenias gatunas o da fidedigna cuenta de los mensajes de móvil que se intercambia con su amiga veterinaria—, En mi casa no entra un gato se lee con la gratitud que confiere el asistir al descubrimiento de una voz capaz de retratarse a sí misma a partir de una anécdota aparentemente banal que sirve de sustento para esbozar las líneas maestras de un propósito que trasciende con mucho aquello que se anuncia en la portada. Y eso no sólo no es poco, sino que es mucho mérito.
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Título: En mi casa no entra un gato. Autor: Pedro Zuazua Gil. Editorial: Duomo. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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