Hay novelas que caen en manos de un lector —como por obra del azar— que son motivo de deslumbramiento. Tal es el caso de Vidas secas (Editorial las afueras, 2024), una de las grandes novelas escritas en Latinoamérica.
No es casual, además, como queda claramente establecido en el estupendo prólogo de Mariana Travacio y el epílogo, a cargo del traductor, Antonio Jiménez Morato, que se trató de cuentos publicados independientemente para la prensa. Como conjunto ensamblado en formato de libro se publica en 1938. El autor, que era un perfeccionista, se dio a la tarea en los años siguientes de continuar trabajando en esta obra —lo opuesto a escritores que no quieren modificar un texto una vez publicado— y no es sino hasta la tercera edición de 1952, y tras vacilar entre varias opciones de títulos, que se puede considerar como terminada.
Graciliano Ramos (1892-1953) nació en la zona que inspira la obra: el inhóspito nordeste de Brasil. Fue el mayor de dieciséis hermanos. Enviudó joven de su primera esposa, que lo dejó con cuatro hijos. Fue director de la Imprenta Oficial, profesor al servicio del Estado y prefecto de un municipio. Formó parte del antiguo partido comunista brasileño y estuvo un tiempo en prisión. Tenía una personalidad introvertida y silenciosa.
Quizás esa personalidad haya ido acorde con la manera de narrar, sobria y precisa, en la que no parece sobrar ninguna palabra. Es tanta la decantación de la prosa que el personaje principal es capaz de pronunciar pocas palabras, debido a su escaso y accidentado repertorio lingüístico. Una prosa seca en tercera persona lograda en sintonía al desarrollo de la acción bajo un clima inclementemente árido.
Es así como la vida de las personas puede ser un espejo del entorno en el que viven. Una familia de mestizos que se ve obligada a dejar su lugar ante la mortal sequía. Un emprendimiento nómada de padre, madre, dos hijos menores, un perro y un loro. Un loro que pronto desaparece porque, del hambre, se ven obligados a comérselo. Y así, en la travesía, Fabiano, la señora Vitória, el niño menor, el niño mayor y Baleia, la leal perra de cacería —que los salva de morir de hambre y luego es sacrificada— caminan sin rumbo con el fin de encontrar un próximo lugar de destino. Son fugitivos del clima abrasador, de una naturaleza que parece tomar vida como un personaje más del entramado: “Sintió un escalofrío en la catinga, una resurrección de los esqueletos de los árboles y las hojas secas”. Las descripciones de la naturaleza aparecen con frecuencia en el desarrollo de la trama.
Son trece los capítulos de Vidas secas que se debaten entre el pesimismo y la ilusión. Algunos llevan el título de los personajes, a la manera de un perfil pero que no se desprende de la evolución de la trama finamente construida, en la que trasluce el sentido de la injusticia. Fabiano es encarcelado por el llamado “soldado amarillo”, que representa al gobierno al que, al fin y al cabo, debe uno rebajarse: la sumisión obligada de los más ignorantes. En sus diatribas mentales Fabiano se considera un animal, una bestia, un donnadie, un vagabundo empujado por la sequía, gobernado por los blancos (no deja de llamar la atención cuando piensa que era injusto que tuviera que “trabajar como un negro y no recibir nunca la carta de libertad”).
Fabiano y doña Vitória tienen una relación de amor y odio con sus propios hijos, a quienes maltratan pero quieren. Todo ello, la irritabilidad llevada al extremo, se explica quizás por lo inhóspito del clima. La familia, al borde de la muerte, se hace con una casa abandonada que resultó ser de un patrón que maltrata a Fabiano. Ello a pesar de cumplir adecuadamente con las faenas encomendadas.
A pesar de la vejación, la vida de la familia mejora: tienen un techo, pueden comer y hasta se visten bonito para la fiesta de un pueblo. La señora Vitória sueña con tener una cama más cómoda. A Fabiano, por su parte, también se le llena la cabeza con ideas de una vida mejor. Y cuando han llegado a un punto relativo de bienestar la sequía arremete de nuevo y tiene que huir hacia el sur: son ahora cuatro sombras, sin el loro y sin la perra.
La novela, si se quiere, es circular: empieza y termina con una fuga ante el clima inclemente. Uno de sus rasgos más memorables es el grado de introspección psicológica: “Si la sequía llegaba, abandonaría a la mujer y a los hijos, cosería a puñaladas al soldado amarillo, después mataría al juez, al fiscal y al delegado. Llevaba unos días mustios, pensando en la sequía y royendo su humillación”. Las cavilaciones del personaje central evocan a la hermosa novela existencial de José Marín Cañas, Pedro Arnáez, sobre el sentido de la vida.
Fabiano, con sus monólogos, denota la tensión entre querer mejorar sus condiciones materiales de vida y estar atormentado por las culpas del pasado: haberse dejado maltratar por el soldado amarillo, haber tenido que sacrificar a la perra Baleia —que el narrador humaniza— por su enfermedad, y soportar los abusos de los patronos que le pagan su trabajo en especies, con animales que luego remata a precios irrisorios en el mercado.
Las fuerzas opresoras del hombre pueden hacer tanto daño como las de la naturaleza. Vidas secas es una obra maestra que la sitúa junto a un limitado grupo de precursores contemporáneos, aquellos que dejaron huella en el regionalismo latinoamericano, como José Eustasio Rivera con La vorágine o Rómulo Gallegos con Doña Bárbara.
Vidas secas destaca tanto por su estructura como por la prosa precisa que se aleja de los barroquismos y se sitúa en la modernidad, asequible perfectamente a cualquier lector actual. El drama de la familia de mestizos que huyen de las inclemencias del clima y la opresión de los hombres es equiparable a los dramas migratorios de la contemporaneidad.
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Autor: Graciliano Ramos. Título: Vidas secas. Editorial: Las afueras. Venta: Todos tus libros.
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