Este libro de cuentos es el resultado de mi relación con la literatura y la vida. O más exactamente con la vida transformada en literatura. Dieciséis historias que podían haber sido… ¿o fueron realmente? Cuando regreso a un lugar en el que he situado a un personaje imaginario, ya no puedo evitar verlo allí, tomando posesión de la realidad que imaginé: lo inventado, al cobrar forma literaria, se convierte en una experiencia real. En eso al menos creo que consiste el sentido de un libro de ficción. Me doy cuenta al terminar este de que mi recorrido por distintos laberintos de la vida y del arte ha buscado una continua metáfora literaria. De ahí que en estas narraciones se dé la paradoja de que algunos de sus personajes sacados de la realidad sean más “inventados” que los creados por la fantasía narrativa. Así, las vivencias con Marlon Brando en el cuento Cómo conocí a MB me parecen más intensas vitalmente (incluso más reales) que las que cruzan fantasmales con personajes auténticos, como el pintor Antonio Saura o el director teatral Adolfo Marsillach.
Aquello bien podía ser México (con los otros cuentos que contiene) se acoge al principio de contar, no los hechos ocurridos, sino los que podrían haber ocurrido. Es este un juego que salta a la literatura de la propia vida, porque toda vida real tiene un correlato imaginado. ¿A quién no le ha ocurrido, tras un episodio vivido insatisfactoriamente, imaginar cómo debería haber transcurrido, lo que deberíamos haber hecho o dicho tras un mal encuentro o en una posibilidad perdida? Esa narración paralela de lo que no ocurrió, pero que anhelamos o lamentamos, es la que se transforma en tarea literaria.
Y aunque parezca contradictorio, aquello que bien podía haber sido se convierte en experiencia aun no habiendo acontecido jamás, pues una vez instaurada en la mente se vuelve memoria, y la memoria es la base de toda poética.
En la presentación del libro, la escritora Edurne Portela me preguntó si los cuentos tenían algún tipo de línea de unión, de vínculo…. Y aquí surge el apasionante tema de si el escritor está presente en la narración o puede permanecer completamente al margen. No era una cuestión que yo me hubiese planteado, pero al reflexionar sobre ello, me di cuenta de que siempre existe, si no una unión temática, sí unas constantes esenciales que duermen en el inconsciente del autor y que aparecen en la afirmación de identidad de los personajes creados, identidad que pasa por las pruebas del amor, de la amistad, de los sueños e incluso del crimen.
Respecto a la aparición de lo onírico, sobre todo en el cuento Sueños de marzo, he de decir que tuve hace años la fascinación por las lecturas de Freud, y durante un tiempo me aficioné a ir encontrando sentido y explicación no sólo a mis sueños, sino a los de otras personas que me los revelaban. Desde luego, no dejaba de ser un juego, porque como ya nos avisaba Novalis con las palabras que cierran el cuento, “los sueños nos protegen contra la monotonía y la vulgaridad de la existencia. En ellos descansa y se libera nuestra encadenada fantasía, mezclando sin orden ni concierto todas las imágenes de la vida. Veamos pues en los sueños una amable compañía en nuestra peregrinación hacia el sepulcro”.
Por último, el cuento que cierra el volumen con ciertos ribetes góticos, «La hija de Rappaccini», es un homenaje al viejo cuento oriental, rescatado por Hawthorne y recreado en la única obra teatral que escribió Octavio Paz. Otra prueba de que llevamos siglos contando las mismas historias.
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Autor: Eusebio Lázaro. Título: Aquello bien podía ser México. Editorial: Sitara. Venta: Todostuslibros y Amazon.
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