En su último libro, el periodista reúne 35 perfiles de personajes excesivos de la Historia de España.
No creo que, por ahora, Twitter sea una herramienta excesivamente determinante en la vida del español medio. Sé que, desde la red social del pajarito azul, la vida de una persona se puede ir al garete: uno siente pavor al leer los casos que recoge Juan Soto Ivars en su imprescindible Arden las redes (Debate, 2017). Por otro lado, los periodistas, tendentes a la egolatría, a la hipérbole y al ansia de fama/influencia, hemos contribuido a sobredimensionar una plataforma que, para una notable mayoría de ciudadanos, hoy, insisto, todavía no es para tanto. En una especie de delirio de grandeza, no pocos profesionales de la información confunden opinión pública con publicada. A diestra y siniestra. Y de un modo consciente. Por fortuna, y aunque a veces tarde demasiado, la realidad desmiente a la quimera.
Este fin de semana hice un minúsculo, por no decir ridículo, experimento demoscópico. Pregunté a cinco amigos, todos con estudios superiores y con trabajo, ninguno periodista —importante—, si conocían la palabra “cipotudo”, vocablo con más huellas que una comisaría a la hora de enviar a artistas, periodistas, escritores o músicos al paredón virtual.
–Viene de cipote, claro. Su etimología no tiene mucho misterio.
–Enhorabuena, Pequeño Saltamontes. Dime, ¿por qué se ha puesto de moda esta palabra?
–Ni pajolera idea.
En estas, Jorge Bustos (Madrid, 1982) acaba de publicar un libro llamado Vidas cipotudas: Momentos estelares del empecinamiento español (La Esfera de los Libros, 2018). En un primer momento, me chirrió el adjetivo “cipotudo”. Pensé: ¿qué pinta una pelea de barro, virtual y —en origen— periodística, en una obra de divulgación? Qué pereza. Tampoco, desde un punto de vista mercantil, me pareció demasiado inteligente. Lo dicho: no es tan grande la tropa que sabe de qué va el asunto.
No tardé en cambiar de opinión: en el prólogo, el autor señala que el calificativo “ya lo había leído en Cela” y le da una vuelta al concepto, trasladándolo a la cabezonería, al tesón, a la “mente cojonuda” de la que hablaba Unamuno. “Los viejos términos adquieren sentidos nuevos en la mano de nuevos autores”, me cuenta Bustos.
Al poco de que el libro viera la luz, una periodista clamaba indignada en Twitter —cómo no— contra el actual jefe de Opinión de El Mundo porque, según ella, los esbirros del capital también se habían apropiado de un concepto tan superprogreguay. Entonces, definitivamente, despejé mis dudas: la jugada de Bustos había sido maestra. Ha profanado una palabra sagrada de los intensitos. Y me acordé de lo que Cela escribe en su Diccionario secreto (vol. 1) (Alianza Editorial, 1981):
¿Existen o deben existir, realmente, dicciones admisibles y términos que no lo son? En el probable —y nada científico— supuesto de una respuesta afirmativa, ¿quién es, en saludable derecho, el encargado de deslindar la frontera entre unas y otros?: ¿la Academia, que regula la lengua y la encauza?, ¿los escritores, que la fijan y autorizan?, ¿el pueblo, entre la que nace y se vivifica? De otra parte: ¿qué destino debe darse a las palabras condenadas?, ¿por cuáles otras han de ser substituidas?, ¿qué garantía de permanencia podrán brindarnos, y qué garantía de legitimidad podremos exigir a las palabras que hayan de suceder a las rechazadas?
Así, con esta nueva acepción propia y libre de cargas ideológicas, el concepto “cipotudo” vertebra un volumen conformado por 35 perfiles de personajes excesivos en inteligencia, bravura, heroísmo, ruindad o locura. Los tipos son variados: hay hombres y mujeres —¡mujeres cipotudas: mi cabeza implosiona!—, guerreros y santos, escritores, princesas, enfermeras, políticos, toreros, empresarios… Sólo los vincula su nacionalidad y su empecinamiento. Ahí están, por ejemplo, Guzmán el Bueno, Elcano, Isabel Zendal, Clara Campoamor o María Moliner. La obra no es academicista: Bustos elige el modelo de Montanelli y de Zweig; se emparenta, no lejanamente, con el reportaje; salpica el libro de chistes, reflexiones con mala follá, comparaciones con la actualidad nuestra.
Vidas cipotudas se lee del tirón, es una reivindicación festiva de nuestra Historia y un navajazo a la amnesia cultural. Me gusta que Bustos celebre a personajes brillantes de los que ya no se acuerda ni Dios, como Echegaray o Menéndez Pelayo, “patrón de los lectores empedernidos”, quien estuvo a punto de morir por no despegar sus ojos de un libro mientras se incendiaba la habitación en la que estaba. Ojo, a estos tipos no los beatifica: así, queda muy bien reflejado que Menéndez Pelayo era un facha de Champions y un reaccionario del copón. Eso sí, también aparece como un intelectual de primer orden. Lo cortés no quita lo valiente.
Finalmente, destaco una alerta melancólica sobre la posible extinción de las humanidades y ese recuerdo al tiempo en que a los niños “se les daba a leer cuentos sobre la Historia de España y no sólo magia con hormonas”. Vidas cipotudas siembra la semilla del querer saber más, es la suya una lectura didáctica y entretenida y, ah, cómo no, demuestra que pulsiones como el cainismo o el ímpetu patrio de querer destruir nuestro propio país no son cosa nueva. En este sentido, la única novedad la aporta Twitter.
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Autor: Jorge Bustos. Título: Vidas cipotudas. Editorial: La esfera de libros. Venta: Amazon y Casa del libro
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