“No… no se la lleven. Déjenme ir con ella. No… no sabe… no puede dormir sin sus rasquis”. El anciano recapacita sobre lo ridículo que suena lo que acaba de decir. Trasladan a su Anduriña al hospital. Sus muchos años de ejercicio de la medicina le advierten de que no va a salir viva. Es ley de vida. No se queja. Han tenido una vida larga y plena. La llorará el resto de amaneceres y atardeceres que le queden por vivir, si es que se puede llamar vivir a lo que quiera que sea transcurrir sus días sin ella. No puede dejarla afrontar su calvario sola, privada de sus mimos.
El médico de urgencias, embutido en su traje de protección, que sólo se asoma al mundo a través de los gruesos cristales de sus gafas especiales, intenta disuadirlo: ella tiene síntomas evidentes de estar contagiada del Covid-19. Él tiene muchas papeletas de estarlo también, a pesar de que todavía esté asintomático. Debe observar un confinamiento absoluto. Bajo ningún concepto puede salir ni relacionarse con nadie.
El anciano lo calla: antes de que el otro fuera ni siquiera un espermatozoide fecundado por un óvulo, él llevaba más de 30 años ejerciendo la medicina. Sabe perfectamente lo que ha de hacer.
El facultativo se interesa por si tiene a alguien que le pueda traer los alimentos necesarios durante, al menos, 15 días. Le dice, como si estuviera hablando a un niño, que si siente fiebre muy alta, dolor en el pecho y dificultad para respirar, llame al número que le da en una tarjeta. El viejo lo ignora. Se abalanza sobre la camilla donde se están llevando a su esposa. Besa su frente, sus manos. No puede hacerlo en el rostro: lleva una mascarilla respiratoria. Le susurra al oído palabras que pretenden ser confortadoras. La sabe aterida como la golondrina que cobija.
Sale al balcón a ver cómo la suben en la ambulancia y la trasladan a toda sirena hacia el hospital en el que él trabajó desde que lo construyeron hasta que lo obligaron a jubilarse con 75.
Vuelve al salón. Se sienta en su butacón. Está desolado. Su Anduriña no puede morir en el desierto de una habitación de hospital, privada del calor de los suyos, de sus rasquis… 70 años de amor no merecen concluir así.
No recuerda noche en la que no durmieran abrazados. Se quedaba pajarillo entre sus brazos, mientras él la rascaba en la espalda, con especial atención a la curcusilla y a las paletillas. Incluso en los días en los que habían reñido por una chiquillada y él se acostaba dándole la espalda, ella le daba una ligera patadita y comenzaba a rascarle, hasta que se volvía y la abrazaba. Siempre le decía un “te quiero”, aun enfadada, antes de dormirse.
Ayer fue Viernes de Dolores, día grande para los que como ella llevaban impresa en el alma la pasión hacia el Paso Azul en su Lorca. Normalmente lo pasaban en la casa que sus suegros habían dejado en el casco antiguo de la Ciudad del Sol. Todos los años comían lo que los Azules de pro comían ese día: arroz y pava (daba igual que fuera viernes de cuaresma: tenían bula papal, decía su suegra, que Dios tenga en su Gloria). Él, aprovechando cualquier excusa, salía solo a dar un paseo a eso de la 1 de la tarde y se iba a un bodegón cercano al Museo Arqueológico, donde se calzaba a escondidas de los suyos un guiso de trigo con conejo y caracoles, el plato que se servían los Blancos el Domingo de Ramos, su día, acompañado de una ración de los deliciosos embutidos lorquinos. A la hora de la comida jamás ofendió a su suegra dejándose un grano de arroz, que, por cierto, lo hacía delicioso. Al contrario, si su Anduriña le dejaba, repetía: siempre había tenido un estómago a prueba de bombas.
Luego de una ligera siesta se habrían ido a ver la recogida de las banderas de los Blancos y de los Azules a los balcones donde estuvieran expuestas, jaleando los de cada paso, a los sones de sus respectivos himnos de “Las Caretas” o “El Tres”, a sus banderas y a los hombres que, al estilo de lo que vieron una vez en Siena, las hacían bailar. Él se emocionaba también con el himno y las ceremonias de los Blancos, pero, por diplomacia, se lo guardaba. Lo que sí podía alabar era la belleza infinita de los mantos, capas y capetas de los personajes que procesionaban en los Desfiles Bíblico Pasionales, tejidos por Blancos y Azules, a modo de lienzos cuasi fotográficos, en oro y seda. Una delicia para los sentidos.
Confinados, como estaba toda España, las festividades de Semana Santa se suspendieron, pero su Anduriña se las ingenió para conseguir en su carnicería pava negra para hacer arroz y pava al mediodía. Lo obligó a quitarse el pijama y la bata que se habían convertido en su único hábito durante las últimas semanas. Se tuvo que poner el traje de los Viernes de Dolores: cualquiera le llevaba la contraria a su pequeñaja. Ella también se arregló: estaba resplandeciente. A sus 89 tenía un tipito que ya lo quisiera una veinteañera. Estaba tan delgada que su rostro no mostraba ni una arruga. Se había puesto pendientes color turquesa (a una azul no se le ocurriría llevar perlas ni nada blanco esas fechas, del mismo modo que a una blanca le horrorizaría vestir alguna prenda o complemento azules). Seguía estando tan bella (o puede que más) como la primera vez que la vio en el Aula Magna de Salamanca, en aquella conferencia de don Rafael Lorente de No, discípulo de don Santiago Ramón y Cajal. Él, médico en ciernes, llevaba la cartera del ilustre neurofisiólogo. Ella, estudiante de Lenguas Clásicas, había acudido con su amiga María de las Huertas a escuchar a uno de los pocos españoles que había trabajado con un Premio Nobel. Sus ojos irradiaban luz. Su menudo cuerpo exudaba energía, pasión por aprender, amor por las cosas sencillas de la vida.
Anoche parecía presentir que aquella sería su última cena. Preparó lo que ella llamaba una “cenita” lorquina: del cuaderno en el que anotó las recetas que su madre y su tía le legaron, rescató una para una ensalada multicolor; no faltó su salchicha seca, ni su morcón de pavo ni esos sublimes quesos de cabra, premiados en varios certámenes internacionales, todo guarnecido por aquellos crespillos al pimentón que lo volvían loco. Y, contra lo habitual, vaciaron (bueno, vació él: ella apenas se sirvió 3 copas) dos botellas de vino: un bullas que se llamaba, ¿cómo no?, Lorca, que nunca faltaba en esas fechas, y un yecla. Disfrutó como un fauno. Ella tuvo ración doble de rasquis esa noche.
La pesadilla empezó a eso de las 6 de la mañana. Lo tuvo que despertar: le costaba respirar. Estaba ardiendo de fiebre. Supo enseguida que estaba contagiada. Intentó bajarle la calentura con paracetamol, incluso con un inyectable. Su situación no mejoraba: su Anduriña se estaba extinguiendo como una hoguera privada de oxígeno. A las 9 llamó a Urgencias.
El anciano intenta ordenar el caos que pulula entre sus neuronas. Recordar («volver a traer las cosas al corazón», le diría ella, explicando su etimología) le ha servido para poner un poco de equilibrio en la vorágine. Lo primero que hace es llamar al jefe de Neumología de su hospital: fue discípulo suyo y le debe muchos favores. Le dice lo que ya sabía: la situación de su esposa es crítica. No van a intubarla ni ensañarse terapéuticamente con ella. No sobreviviría igualmente. La tienen confinada en una habitación con respiración asistida y sedación. Está lo mejor atendida que puede estar en una situación dantesca como contra la que han de luchar. Saben de quién es esposa. No le faltará de nada.
El nonagenario cuelga. No quiere seguir escuchando la verborrea del otro. Sabe lo que hay: para la élite gobernante en lo político, moral y económico en este desalmado régimen del capitalismo neoliberal las vidas de los ancianos son prescindibles. No se dan cuenta del peligro que lleva anteponer la economía, la riqueza de unos pocos, a la vida humana. No lo siente por él, que ha tenido una vida fructífera en los 93 años que lleva en este mundo, ni siquiera por su Golondrina, que en sus 89 recién cumplidos ha honrado a los dioses vitales como éstos exigen, sino, sobre todo, por sus nietos y su bisnieta, gente de bien, a Dios gracias. Merecen un mundo digno, solidario, empático, humano a la fin y a la postre, no la patraña egoísta, superficial, cainita e inhumana que les han dejado en herencia.
Ha de llamar a sus hijos. Repasa. Mejor no telefonear a la menor: estuvo en Madrid con su nueva novia para ir a ARCO y a una zarzuela (heredó su gusto por este género musical). Vino a verles y a contarles todo. Al poco cayó en las garras del coronavirus. Trabaja de enfermera en la puerta de urgencias de su hospital. Está en cuarentena junto a su chica. Cada vez que los llamaba, varias veces al día, se echaba a llorar aterrorizada por haberlos contagiado. No se lo perdonaría nunca. Mejor no echar vinagre sobre sus heridas.
Descarta avisar al mediano. Era profesor de Latín, como su madre. Buena persona, honrada a carta cabal, lo cual lo llena de orgullo, pero demasiado visceral. No sabe mantener las emociones en su redil. Muy madrero: se pondría histérico al saber que su mamma se apaga.
Mejor hablar con la mayor: como él, es médico y, aun pudiendo haberse jubilado ya, sigue en la brecha. Es pragmática y resolutiva como su padre. Sabrá cómo informar a sus hermanos, sin dramatismos.
Puesto en orden ese asunto (su hija se ha hecho cargo de la situación sin estridencias), el anciano, agotadas por el momento las lágrimas, se levanta y se dirige a la biblioteca. Necesita refugiarse en sus libros, en su música. Se le caen de las manos. Nada aparta su mente de imaginar a su Anduriña abandonada a su suerte.
Se levanta para dejar el libro que estaba leyendo en la librería. Repara en una foto que les tomaron en su viaje de novios. Fueron a Viveiro, un pueblo de la costa lucense donde una tía suya regentaba una fonda. Allí descubrió que su amada tenía el Cantábrico en sus ojos. Su mirada era del mismo color que aquellas aguas. También se ganó el sobrenombre cariñoso con el que la llamaba, aparte de Pequeñaja o Chiquitina: Anduriña. En sus paseos por las hermosas callejas medievales de la población encontraron a una cría de golondrina incapaz de remontar el vuelo. Su niña la cogió e intentó darle calor con sus manos y ayudarla a volar. Unos rapaces que había por allí le dijeron que no se esforzara: era imposible que volviera a volar. Estaba condenada a ser devorada por un gato. Ella, obstinada, se negó a dejar morir a la avecilla. Se dirigieron, seguidos por la chiquillería, a la iglesia de San Francisco y convenció al sacristán de que la dejara subir al campanario. Desde allí lanzó a la golondrina y milagrosamente ésta voló, para pasmo de todos. Los niños comenzaron a llamarla Anduriña, que era como decían en gallego a estas aves. Y con Anduriña se quedó.
Se detiene en otra fotografía: desde que su mujer leyó en inglés Mani, un libro de viajes por el extremo meridional de la península del Peloponeso redactado por Patrick Leigh Fermor, todos los años pasaban dos semanas por aquella zona. La foto se la hizo Yola, una amiga de Kalamata que siempre les traía una bolsa de lalaya, unas exquisitas rosquillas hechas con el aceite que dio justa fama a su ciudad, y un bote de esas suculentas y carnosas aceitunas de su ciudad que a él le hacían besar el Olimpo. Si no se equivoca, su Chiquitina tendría por entonces 80 años. El retrato está hecho en el cabo Matapan o Tenaro, donde el Egeo se distinguía del Jónico y los antiguos situaban una entrada al Hades, el reino de los muertos.
Se da cuenta de que ha recibido varias llamadas. La mayoría son de su hijo. Lo imagina desolado ante la inminente muerte de su mamma, a la vez que le ha salido el espíritu de gallina clueca para hacer que protege a su padre. Como si él necesitara protección a sus 93 años. No le devuelve las llamadas. Ha de empezar su duelo como él lo está haciendo. Nadie le puede apartar esta cruz, ni siquiera su padre.
Sin darse cuenta, se ha hecho de noche. No ha probado bocado en todo el día. Ni importa. Se dirige al armario de la antigua habitación de sus hijas. Busca una de sus batas y un “pijama” de médico. Se viste con ello. Se coloca guantes y mascarilla: no es cuestión de contaminar a nadie con sus miasmas. Baja al garaje y arranca el coche a la primera. Al sacarlo vuelve a rozar con la maldita columna de siempre. Ni caso. Conduce hasta el hospital. Lo conoce lo bastante bien como para llegar hasta la habitación de su esposa sin ser detectado.
Sin contratiempo arriba al embarcadero desde el que su Anduriña aguarda la llegada de Caronte. Lleva una mascarilla oronasal por la que le llega el oxígeno que, insuficientemente, intenta insuflar vida en sus pulmones. Respira como un perro con asma. Le viene a la memoria la horrible noche en la que se despertaron al escuchar la respiración de su hijo de un año: padecía un episodio de bronquitis asmática.
Se tumba junto a su amada, tras comprobar la medicación que le han suministrado. La coge de la mano y comienza acariciarle el rostro con delicadeza, derramando toda la ternura que ha recibido de ella en tantas décadas de convivencia. No han conseguido bajarle la fiebre.
Al sentir su contacto, contra todo pronóstico, su Pequeñaja sale por unos instantes del coma. Lo reconoce. Se gira y lo abraza con el brazo derecho. Él la acuna entre sus brazos y comienza a rascarla de arriba a abajo, en círculos y en aspas. Ella le clava sus ojos de mar en el alma. ¡Cuánta belleza, dioses inmortales! ¡Cuánta devoción puede caber en una mirada! Bucea en sus pupilas como lo hicieron cuando se sumergieron en la gruta del Matapan por donde se entraba al Hades. Su niña encuentra fuerzas para enjugarle las lágrimas con el embozo de la sábana: no es momento de llanto. Que se retire Aflicción donde reina Amor.
La Anduriña se quita la mascarilla e intenta hablar: “Te…”. Se asfixia. Él le pone, raudo, el oxígeno. Ella, agotando sus energías, se la vuelve a quitar. Como si fuera un alambique de vida y no de muerte, va destilando su testamento: “Te… quie… ro”. Aferrada a los ojos verdes de su esposo (esos ojos verdes que tanto cantaba en la voz de doña Concha Piquer), la Golondrina emprende el vuelo.
El anciano, aun sabiendo que su Chiquitina viaja ya a bordo del siniestro navío de Caronte, no deja de rascarla ni de susurrarle las ternezas con las que la dormía todas las noches de los últimos 68 años.
Así los encuentra una enfermera. Él no detiene su nana. La sanitaria comprueba las constantes de la paciente a la vez que le riñe por su imprudencia. Sólo ve a un viejo que ha perdido la cabeza ante la agonía de otra vieja, muerta, poniendo en riesgo su vida. ¿Viejos? Ya quisiera esa infeliz hallar en su vida sólo un tercio del amor que en el alma de esos viejos ha ardido, porque, como diría don Francisco de Quevedo:
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado
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