Los últimos años de su vida mi madre se enganchó a las sesiones de películas del Oeste que por entonces programaba a media tarde Canal Nou, la mayoría títulos infumables. «¿Por qué te tragas esos bodrios?», le preguntaba. «Porque me gusta ver correr a los caballos», respondía ella, que como buena Sagitario era algo centaura. En febrero se cumplieron quince años de su muerte y, aunque no soy adicta al western, en una especie de memorial privado elegí una novedad de Netflix de la que había oído hablar favorablemente, American Primeval, traducida con poco acierto como Érase una vez el Oeste. No me decepcionó.
Otro factor común es que los dos proyectos se basan en hechos reales, lo que les otorga una elevada dosis de verismo. El renacido cuenta la prodigiosa capacidad de supervivencia del trampero Hugh Glass, que asombró a sus coetáneos, que lo creían muerto tras sufrir el ataque de un oso. Érase una vez el Oeste recrea los conflictos territoriales que se dieron en Utah a mediados del siglo XIX entre mormones, colonos, el ejército y los indios. Arranca con la masacre de Mountain Meadows, ocurrida en 1857, en la que las milicias mormonas aliadas con los indios paiute masacraron a unos 120 colonos de Arkansas que se dirigían a California.
El argumento de ficción sigue las peripecias de tres supervivientes del ataque: Sara Rowell, una mujer de aspecto enérgico y mediana edad, acompañada de su hijo, Devin, que pretende desplazarse más allá de las Montañas Rocosas para encontrarse con el padre del niño, aunque en realidad huye de un pasado oscuro. Junto a una chica india muda, y escoltados por Isaac Reed, un misántropo amargado por la pérdida de su familia, emprenden una peligrosa travesía que les enfrenta a la inclemencia de los elementos y a un sinfín de obstáculos que gracias a su formidable resistencia y las dotes guerreras de Reed logran superar.
Una pareja superviviente de la masacre da origen a una trama paralela que conecta a las milicias de los miembros de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días con la tribu india que ha acogido a la joven y hermosa mujer, a cuyo enamorado marido intenta localizar desesperadamente, y un puñado de soldados capitaneados por un oficial que intenta poner paz sin éxito y se desahoga con sus arrebatos literarios.
En el relato cobran vida personajes históricos como Jim Bridger (Shea Whigham), prototipo de pionero, espécimen de frontera que exhibe una actitud entre sarcástica y burlesca ante las calamidades que se avecinan. Sus duelos verbales con el intimidante líder de la iglesia mormona, Brigham Young (Kim Coates), ansioso de conquistar su prometida Sión al mando de su propio ejército, la Legión Nauvoo, son una delicia. Un sutil enfrentamiento entre dos tipos de maldad: el fanatismo y la hipocresía en pugna con el cínico egoísmo de quien ante el sálvese quien pueda se sitúa en primer término.
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A lo largo de décadas el western se ha cocinado con ingredientes casi inmutables: indios versus vaqueros, agricultores versus ganaderos o mineros y fuerzas del orden contra bandidos. Todo ello arropado por paisajes imponentes o desérticos, muchas veces filmados en lugares muy lejanos de Estados Unidos. Lo que sí ha evolucionado de forma evidente es el tratamiento que reciben los nativos americanos. En las primeras producciones de Hollywood eran salvajes pintarrajeados y emplumados ansiosos de cortar cabelleras y violar a sus esposas, pero con el tiempo se fueron humanizando en dos estereotipos: indio bueno e indio malo, según su actitud de sumisión o rebeldía ante el hombre blanco.
La película de Elliot Silverstein basada en un relato de Dorothy M. Johnson Un hombre llamado Caballo, estrenada en 1970, marcó un hito y causó conmoción por ser el primer largometraje que plasmaba la cultura india desde dentro: la de los indios sioux, que secuestran a un aristócrata británico, Richard Harris, quien, sometido a infinidad de pruebas, es aceptado por la tribu y acaba convirtiéndose en su líder. Bajo la apariencia de acercamiento, el guión refleja una mirada condescendiente denunciada por los activistas nativoamericanos, que la definieron como “la película más blanca de todas”. Uno de los méritos de American Primeval es la representación de los indios shoshones liderados por Pluma Roja, que a lomos de un magnífico semental blanco destila dignidad, al igual que su bella madre. Ni malos ni buenos: una comunidad que únicamente pretende defender la tierra de sus antepasados y prefiere negociar antes que guerrear. La intervención de Julie O’Keefe como consultora indígena de la serie dio buenos frutos.
Los papeles femeninos, naturalmente, también han evolucionado y las damiselas que antes debían ser rescatadas o vengadas, como las prostitutas de Sin perdón, son mujeres empoderadas, como la Sara de American Primeval, o las habitantes del pueblo minero vacío de hombres de Godless, una de las series más atractivas de Netflix, con un forajido desalmado, un sheriff con problemas de visión, una india sabia y la luminosa presencia de la actriz Michelle Dockery, la heredera de Downton Abbey, que incluso en las situaciones más vejatorias mantiene impecable su clase y elegancia.
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Como todas las conquistas, la del Oeste fue una celebración de la violencia, del poder de la fuerza que aniquila o somete al adversario. Un acto de usurpación y apropiación indebida, una matanza de hombres y animales. Gracias al poder del dólar, a la potencia de su industria cinematográfica y al talento de artistas y cineastas, los estadounidenses la convirtieron en una gesta memorable, una vasta epopeya que ha seducido al mundo. Una forma creativa de redención que si bien no absuelve de culpa resulta una penitencia entretenida. En cuestiones de conquista, ¿quién tiene derecho de arrojar la primera piedra? Además, nadie puede cuestionar que gracias al western nos queda el inmenso placer de ver correr a los caballos.
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