Desde que la DANA anegó, de agua primero y lodo después, Paiporta, Catarroja, Massanassa, Chiva, Alfafar, Aldaia, Benetússer, Torrent… tras más de diez días, no hay nada nuevo bajo el sol. Es una constante. Un rumor similar al Viento del pueblo, de Miguel Hernández, que no cesa, y que apela a la conciencia no sólo del ser humano en general sino más concretamente a la del vecino, la del familiar, la del amigo o del colega, la del conocido y, con mayor sorpresa, la del desconocido. De esa persona que se pone a tu lado y echa una mano para depurar un garaje de dos o tres pisos; para quitar el fango y la descomposición que asola un túnel de muerte y destrucción. Una boca del infierno, del inframundo, al que no siempre accede gente preparada como las FCSE, sino el vecino, el de enfrente o alguien llegado de Elche, de Málaga, de Lleida, de Zaragoza, de Bilbao o de Madrid, y se adentra contigo en ese abismo insalubre. Ese es el espíritu del voluntario y del vecino en respuesta a la llamada de los vientos del pueblo que nos impelen, que nos llevan, «vientos del pueblo me arrastran / me esparcen el corazón / y me aventan la garganta»; a la fuerza de voluntad que invade nuestra alma y nuestro cuerpo para arrimar el hombro, remangarnos y, una vez más, enfangarnos en labores que no se pagan, porque lo que menos importa ahí es Don Dinero, el “poderoso caballero”, que diría Quevedo. Lo verdaderamente esencial —faena de primera necesidad— es limpiar. Despejar. Arreglar. Vaciar. Hablar. Abrazar. Escuchar. Llorar y enrabietarse si hace falta junto al que ha perdido su casa, su negocio, sus recuerdos, sus sueños… y un futuro que se imaginaba prometedor o, en todo caso, esperanzador. Pero de la noche a la mañana todo eso se vino abajo, se esfumó. Y cuando la Naturaleza te arrebata aquello que más te importa y más quieres ¿qué queda entonces? ¿Qué es lo que queda a excepción de acostarse y levantarse, después de dos semanas, con porquería acumulada y restos humanos que llegan hasta la rodilla? Queda tener un motivo de peso para abrir los ojos cada mañana, hacer un esfuerzo, aun encontrándote a diario a los pies de tu casa con la pesadilla, la desesperanza y el desánimo que flaquean y apremian a su vez para que no te cruces de brazos porque son demasiadas las calles, los hogares, los locales o garajes que quedan por purgar. Y esta tarea no depende de uno sino de varios, pues mires donde mires, vamos todos a una, hombres y mujeres, cargados de escobas, palas, rastrillos o cubos; disfrazados de cirujanos, bomberos, policías… de falsos especialistas, porque en realidad no somos más que miembros de una unidad sin oficio ni beneficio —salvo aquel que apela a la fraternidad del espíritu— encaminados a exonerar el vientre de las casas (las propias y las ajenas), de los pisos, de los talleres o los pequeños negocios. Aquí la desazón y el desconsuelo es lo que impera, así como una sensación de orfandad, pues no es cuestión de un par de semanas, sino de meses o años, que se afrontan día a día con el temor de que cualquier otro mañana suceda algo parecido sin que nada ni nadie haga algo por evitarlo. Y en semejante escenario de guerra lo que queda entonces, además de lo mencionado unas líneas más arriba, es echarle coraje ahí donde unos han tirado de soberbia e indiferencia y otros han escondido la cabeza. Es ayudar, prestarse, y estar donde más se necesita sin importar tu identidad, tu sexo, tu edad, tu procedencia o tus creencias, porque todo eso queda atrás cuando el mono que te has puesto limpio a primera hora de la mañana acaba a última hora de la noche —si no de la madrugada— tan mancillado como el alma putrefacta de quienes miran hacia otro lado o señalan y apuntan y culpan a la nada. Los cobardes les llamó Hernández:
«(…) No sentís el llamamiento
de las vidas derramadas.
Para salvar vuestra piel
las madrigueras no os bastan,
nos os bastan los agujeros,
ni los retretes, ni nada.
Huís y huís, dando al pueblo,
mientras bebéis la distancia,
motivos para mataros
por las corridas espaldas.
Solos se quedan los hombres
al calor de las batallas,
y vosotros, lejos de ellas,
queréis ocultar la infamia,
pero el color de cobardes
no se os irá de la cara».
Todos quienes han ido a ayudar como vecino o como voluntario sin esperar nada a cambio lo han hecho, como digo, de manera anónima, porque no esperan vítores, laureles ni aplausos, pues su mayor regalo es el agradecimiento y el abrazo del necesitado, del desvalido, de quien no tiene a dónde ir y se halla abandonado, por no decir desolado o atrapado. Es la mirada amable que esconde una sonrisa tapada por una mascarilla. Un choque de puños enguantados. Un leve asentimiento a modo de agradecimiento, porque tocarse, como sucedió hace años, a veces puede resultar dañino, contagioso o incluso perjudicial. Y por ello, dadas las circunstancias, no es cuestión de empatía pues ésta da la impresión de quedarse corta, sino de aquello que alcanza, traspasa o sobrepasa el alma, es algo más básico o, si acaso, elemental: es la hermandad, es la camaradería, es nuestra humanidad en definitiva. Un acto de amor puro y desinteresado hacia el otro, hacia el desconocido, y que no nos exige ni demanda nada, sólo dar y actuar casi sin pensar. Entregar una parte de sí que no apela al sacrificio mas sí a la bondad para que otro se la quede y haga con ella lo que le venga en gana, pues aprovecharla o desterrarla es tarea de cada cual. E inmersos como estamos en este panorama, que no ha decidido todavía si seguir siendo pesadilla o anidar en una cercana distopía, es como volver a ser primitivo. Retornar a aquellos tiempos primigenios en los que todo estaba aún por hacer o empezar, puesto que las circunstancias exigen, ante todo, construir con tus manos, con tu sudor, con tu voluntad, con tu ya resignada y abnegada fuerza. Ampararse en la valentía que inevitablemente tiene sus fases, que a veces es inquebrantable pero otras muchas tan frágil y vulnerable que olvida cómo reponerse, y como sucede desde que el mundo es mundo, y el hombre es hombre, éste continúa tropezando incesantemente con la misma piedra, como si un dios salvaje y vengativo se empeñase en hacernos vivir bajo la maldición de Sísifo, que cuando alcanza la cima, cae para emprender de nuevo el ascenso, ésa es su condena y su pena, igual que la nuestra. No es justo, sin embargo, a estas alturas qué lo es, pues cuando no son los políticos y dirigentes con sus tropelías, entonces es la encolerizada naturaleza la que decide poner orden generando caos, o, directamente, tomarse la justicia por su mano, como si con ello pretendiera hacernos despertar, espabilarnos. Recordarnos que las injusticias no les atañen a unos pocos sino a todos; que el dolor no afecta a un pueblo concreto sino al pueblo entero; que esto es lo que somos, esto es lo que somos nosotros, nada más y nada menos, personas, de carne y hueso, que nos intercambiamos los teléfonos y nos decimos con lágrimas en los ojos “esto jamás lo olvidaremos”. Somos personas con demasiados nombres y demasiados rostros que entre vecinos y voluntarios acaban fundiéndose en uno solo. Somos los de abajo, los civiles anónimos, los que con tesón y vehemencia levantamos y (re)construimos nuestro hogar y nuestro barrio, nuestros pueblos, y por eso, pasen los días que pasen, no olvidamos ni nos olvidaremos aun cuando todo esto haya acabado y del recuerdo sólo quede la impresión de un mal sueño.
«Que mi voz suba a los montes
y baje a la tierra y truene,
eso pide mi garganta
desde ahora y desde siempre.
Acércate a mi clamor,
pueblo de mi misma leche,
árbol que con tus raíces
encarcelado me tienes,
que aquí estoy yo para amarte
y estoy para defenderte
con la sangre y con la boca
como dos fusiles fieles.
(…)
Canto con la voz de luto,
pueblo de mí, por tus héroes:
tus ansias como las mías,
tus desventuras que tienen
del mismo metal el llanto,
las penas del mismo temple,
y de la misma madera
tu pensamiento y mi frente,
tu corazón y mi sangre,
tu dolor y mis laureles».
Pues aun sin estar Sentado sobre los muertos, todavía flotan entre nuestras piernas restos en aguas turbias y embarradas. Razón de más para estar y para quedarse, como vecino o como voluntario, “en los veneros del pueblo / desde ahora y desde siempre” hasta que el viento cese y la tormenta pase.
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