Tenía diecinueve años, los ojos azules y un cuerpo entrenado en el mar. Había nacido en Palermo, en una casona de Via Butera, con fachada de piedra, un vetusto escudo nobiliario sobre la puerta y ajadas contraventanas de madera. En algún rincón de la oscura biblioteca familiar quedaba registrado, en un viejo volumen encuadernado en piel, el origen aristocrático de sus antepasados, que, como casi todas las familias palermitanas, entroncaban con alguna rama de la nobleza continental. Conservaba, por tanto, el aire del apellido, aunque el patrimonio, aparte de la casona, se limitaba al sueldo que el padre de familia aportaba en su cargo de consignatario de buques del puerto.
Era el mayor de tres hermanos y amaba aquel lugar, donde pasaba la mayor parte del día. El puerto era un mundo independiente, con tipos singulares, códigos, miradas, lenguajes, silencios, que envolvían un misterio muy parecido a su concepto de la libertad. Además, había aprendido a moverse en aquel caos ganándose la confianza de esos hombres duros porque era un joven silencioso y observador, intuitivo, obstinado y valiente. Los viejos marinos lo conocían desde pequeño y uno de ellos, Beppo, lo había adoptado como grumetillo del barco en el que se ganaba la vida con el tabaco de contrabando o con lo que hiciera falta. Desde que el chico, a los 16, consiguiera por fin su primer equipo de buceo, lo acompañaba muchas mañanas en las inmersiones clandestinas, mientras los demás muchachos de su edad hacían lo que debían hacer: asistir, como alumnos aplicados, a las clases de geografía, historia y latín en la Escuela de la Compañía. El chico aprendió otras cosas con aquel zorro tramposo: a manejar el timón y los cabos, a identificar los traicioneros temporales mediterráneos cuando se aproximan, disfrazados de cambios de viento, a liar cigarrillos y a comprender que los barcos se pudren en tierra. Cuando las chicas empezaron a ser la parte central del mundo del muchacho, Beppo le sirvió de coartada para las numerosas escapadas nocturnas. También el viejo marino hizo algo que cambiaría definitivamente la vida y la mirada del joven bronceado, aventurero, de burlones ojos azules y cuerpo de nadador. Lo acercó a un lugar fundamental para un muchacho singular como aquel: playa Mondello.
Dai, Angelo. Qui è l’unico posto della Sicilia per sapere tutto quello tu bisogna di sapere na vita.
El sexo para los muchachos palermitanos de finales de los 60 pasaba por la música en la radio con la voz de Mike Bongiorno presentando los últimos éxitos de San Remo, los guateques, el twist, los besos en la playa y, con suerte, algún sujetador suelto en un rincón oscuro de la fiesta. Angelo era de esos que habían aprendido a desabrocharlo con pericia (un dedo en la espalda, sobre la camiseta estrecha), mientras esos ojos azules, sonrientes y tramposos cazaban sin posibilidad de escapatoria. Una vez ahí, cruzar la línea no era difícil, con la lengua incansable y húmeda abriéndose paso en la boca o, con las más atrevidas o las más entregadas, en el coño, bajo el bikini mojado o las braguitas húmedas. Eso era todo.
Su quella spiaggia, caro mio, non troverai ragazze, ma donne, le decía, ayudándolo a subir a bordo. El cuerpo de Angelo brillaba, oscuro, tenso por el ejercicio. En pie, guardando el equilibrio, se quitó la parte de arriba del traje de goma de bucear. Miró a la playa haciendo visera con la mano. Il Circulo della Vela Siciliana estaba lleno a esa hora. Las casetas de rayas azules, alineadas sobre la arena, formaban un parapeto que delimitaba la privacidad de la spiaggia di Punta Celesi donde las esposas adineradas de la alta burguesía palermitana lucían bronceado, collares de perlas y un enorme aburrimiento. Dijo adiós a Beppo y lanzándose al agua, nadó hasta la plataforma de madera en la que ondeaba suavemente la Grímpola azul y amarilla del Círculo. Se tumbó a recuperar el aliento, los ojos cerrados bajo el intenso sol del mezzogiorno. ¿Eres tú el hijo de los Buteri? Unas gotas frías le caían en el pecho; abrió los ojos con dificultad. Ciao, Angelo, tu mi ricordi? Medio incorporado, miraba a aquella mujer de pelo corto y castaño que goteaba sobre él, un hermoso cuerpo apenas cubierto por un bikini blanco y aquellas diminutas pecas alrededor de la nariz que le daban, a sus treinta y ocho, un aire de veintinueve.
Certo che mi ricordo di lei, signora Casatti.
La mujer sonrió, disfrutando sin prisas de aquel espectáculo: el cuerpo atlético, joven, bronceado, y húmedo, perfecto, como el de uno de los dioses de Agrigento. Se tumbó a su lado, echada sobre un codo, casi divertida con la situación. Él parecía tranquilo, pero no lo estaba en absoluto. La miraba con ojos sonrientes, sin atreverse a hacer nada que pudiese ser malinterpretado; al fin y al cabo, los Casatti eran amigos de sus padres desde siempre. Has crecido mucho, Angelo, eres casi un hombre. Se miraban a los ojos bajo el sol radiante, sobre las tablas calientes de la plataforma. Precisamente el otro día le comentaba a tu madre lo guapo que estás. Tu devi avere molte fidanzate.
Él le retiró un mechón húmedo, casi rubio, de la cara. Ella observaba los brazos fuertes, el estómago recto, las piernas duras, masculinas, el bulto bajo el bañador. Lo miró de nuevo con la boca húmeda entreabierta. Él tenía una perfecta, enorme, inequívoca erección. La mujer puso la mano de uñas lacadas de rojo en aquel lugar y lo miró aún más cerca. Asomarse a aquellos ojos azules era como zambullirse en una piscina limpia y caliente. Miró alrededor. La playa estaba a pocos metros, llena de gente, y algunos bañistas se acercaban, nadando, a la plataforma.
—No deberías pasar tanto tiempo mojado, puedes enfriarte. Deberías secarte, muchacho.
—Sécame tú —le dijo él sin moverse, disfrutando de aquello.
—Tengo un par de toallas en la caseta 21 —respondió la mujer en un susurro, al oído. Luego se lanzó al agua.
La caseta medía diez pies de largo por siete de ancho y tenía un banco corrido en un lateral. En el suelo, una cesta de playa con toallas limpias, un sombrero y unas gafas de sol. Cerró con pestillo mientras se devoraban la boca, el cuello, la cara, la lengua, disfrutándose con placer ella, con cierta urgencia juvenil él. Se quitaron la poca ropa que tenían, rozándose por todo el cuerpo con la piel del otro, como un interminable beso vertical. Sabían a sal y a calor y a ganas de follar.
Ella estaba tan excitada que la polla dura del chico se deslizó en el interior de su coño como si entrara en un tarro de miel caliente; gemían de placer, follando torpemente de pie, apoyados en las paredes, envueltos en una especie de nube espesa de calor húmedo. Entonces, el muchacho, sin poder controlar mucho más aquella situación absolutamente nueva para él, se dejó llevar con un gemido casi doloroso. Ella lo miró sorprendida, primero, pero enseguida comprendió. Se sentaron en el banco, él sonriendo, casi tímido, con una mirada entre el azoramiento y la disculpa. Iba a decir algo, pero la mujer le puso la mano sobre los labios húmedos y se agachó. De rodillas, comenzó a besarle dulcemente los muslos, a chuparle los testículos, con un placer casi inocente, como si fuesen una golosina dulcísima. Mordió suavemente, chupó, lamió, besó aquel pene poderoso, dulce, que sabía a sal y a semen y a flujo de su coño y entonces notó que crecía de nuevo dentro de su boca. Él la miró, divertido, acariciándole el pelo, hundiéndose con placer en su garganta, y entonces la mujer, cuando se la hubo puesto bien dura, se sentó a horcajadas sobre él.
Vieni qua, ragazzo mio, le dijo, moviéndose suavemente clavada en aquella carne deliciosa. Te voy a enseñar a hacerlo despacio, a dar placer a la hembra, a que no te corras durante horas hasta que ellas te lo supliquen. Ven aquí, giovanotto. Te voy a enseñar a follar.
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