Estábamos sucios y hambrientos, pero seguíamos vivos. Una suave luz azul iluminaba el cielo, aunque todavía era noche cerrada. Levanté la muñeca para mirar la hora en un acto mecánico, pero no vi las manecillas, sólo aquel reloj de acero comprado con mi primer sueldo de reportero, hacía poco menos de tres años. Le sonreí como quien sonríe a un viejo compañero. Leal como solo una máquina perfecta puede serlo, este reloj había marcado el ritmo de una vida ajetreada, donde llegar a tiempo era el secreto del scoop y de la firma en primera plana. “Reputación o muerte”. Esa era la cuestión. En más de una ocasión, estas manecillas me habían ayudado a marcar la línea entre una opción y la otra. En aquel tiempo había conseguido alguna primera plana, y aún no estaba muerto. Eso me hacía creer que mi Omega Speedmaster y yo hacíamos un buen equipo, y por eso después de la noche de duros combates, cuando ya íbamos de retirada y noté que me faltaba el reloj, me volví a buscarlo. Ni siquiera lo pensé; no caí hasta mucho después que ponía en peligro a mis compañeros. Arrastrándome bajo una telaraña de fuego cruzado que iluminaba la noche, llegué al lugar donde creía haberlo perdido y lo encontré. El problema de verdad venía ahora. La garganta de negrura azul y el entorno boscoso del parque me habían hecho perder la orientación. Respiré despacio intentando distinguir las estrellas para orientarme, pero la vegetación lo impedía. A un lado las tropas palestinas, al otro, las cristianas libanesas, los cinco soldados del grupo Kataeb a los que había visto luchar por sus vidas en el frente de Hadath hacía unas pocas horas. Mis amigos. Y yo tumbado bocarriba en la yerba fría, en mitad de mi propia, maldita Línea Verde.
Entonces presté atención a los sonidos. No conseguía distinguir los bandos, pues unos y otros respondían con el mismo “tatatata” de sus AK-47. Entonces oí el sonido inconfundible de la ametralladora del 12.7 con balas trazadoras que iluminaron la noche, despejando, por un brevísimo instante, las posiciones de los nuestros. Me dirigí hacia ese último sonido a ciegas, corriendo agachado con todo el cuerpo en tensión, esperando el tiro que me mataría y que parecía no llegar nunca. A menos de cincuenta metros distinguí dos sombras, levanté las manos y dije, todo lo alto y claro que pude: Sahafi aspani. Periodista español. Las sombras se acercaron un poco más:
—Antoine, c’est toi?
—Oui, oui!!
Dos jóvenes soldados, Elie y Hakim, los rostros crispados de cansancio y de miedo, me esperaban en la línea del parque. Habían vuelto a buscarme. Nos abrazamos, hablando en susurros.
No debes volver al hotel Alexandre, no es seguro ahora para los periodistas. Te quedarás en mi casa, insistió Elie. No estaba lejos de allí. Situada en una esquina cerca de la plaza Sassine, en otro tiempo fue una de esas casas burguesas elegantes del barrio cristiano de Beirut, cuando la ciudad era conocida como el París de Oriente Próximo y los jóvenes, elegantes y desenfadados, paseaban en sus descapotables presumiendo de novias guapas por la Corniche, ignorando que su mundo estaba a punto de desaparecer bajo las ruinas y que ellos se convertirían, sin remedio, en la generación del Kalashnikov.
La casa estaba en completo silencio. Eli encendió una vela medio gastada y me mostró el baño. Cerré la puerta y comencé a desvestirme lentamente. Me dolían los músculos como si cincuenta hombres me hubiesen dado patadas durante horas. Tenía rasguños en la cara, los brazos y las piernas y una herida en la muñeca que sangraba un poco. Era muy joven, pero tenía experiencia. La piel curtida en tres años de guerras y bronceada por el sol de los países árabes, la musculatura entrenada y la mirada hecha a heridas propias y ajenas era todo cuanto necesitaba para intentar sobrevivir y hacer lo mejor posible mi trabajo. Un baño y unas horas de sueño, y volvería a estar en forma. Desnudo, iba a entrar en la bañera cuando se abrió la puerta y una bella mujer entró con un cubo de agua. Azorada, se quedó allí de pie, sin saber muy bien qué hacer.
—Soy Sama, la hermana de Eli. Te traigo el agua caliente del baño.
—No te preocupes. No; no te vayas, le dije, atándome una toalla a la cintura. Aún le insistí una vez más, sonriéndole con cansancio. No te vayas, Sama.
Ella miraba sin timidez ni descaro, con una naturalidad tan feroz que removió cosas largo tiempo aletargadas, despertando al joven cazador. Recorrer los pasos que me separaban de esa mujer me resultaba casi tan difícil como atravesar Sodecco Crossroad, pero lo hice muy despacio, dándole tiempo a reaccionar y dar media vuelta e irse. Para mi sorpresa, se movió hacia mí, echándose atrás el pañuelo con el que se sujetaba el pelo. La miré a los ojos y ella, con toda la sabiduría de siglos de hembra que además se sabe hermosa, sonrió, y un destello de miel iluminó su rostro en sombras. La abracé casi con dulzura, notando en las palmas de las manos el ligero kaftán blanco que suavizaba las líneas esbeltas de su cuerpo. Ella apretaba, rítmica, las caderas contra mi pelvis, con los pezones hinchados que levantaban, puntiagudos, la tela de algodón.
Nos besamos como si nos persiguiéramos, sin darnos tregua. Me quitó la toalla, y poniéndose en cuclillas me acarició con la lengua, humedeciendo el miembro excitado que clavé en lo más profundo de su garganta una, dos, tres, muchas veces agarrándole con furia el pelo, la cabeza, haciendo rebosar por las comisuras su saliva que caía, espesa, a borbotones, por el cuello. Ella se levantó y me llevó de la mano a su habitación. De rodillas en el filo de la cama, de espaldas a mí, me ofrecía un placer que me subía en oleadas de deseo desbocado. Penetré en su sexo húmedo, de vello ensortijado y oscuro dulcemente, pero fueron solo unos segundos de ternura. Luego peleé durante horas por entre la furia contenida a duras penas para no hacerle daño y el instinto salvaje de correrme en aquel paraíso. Sin dejar de cabalgarla, sujetándola por las caderas, atrayéndola profundamente hacia mí en cada embestida, finalmente me dejé llevar por sus gemidos de placer, derramándome en aquella humedad espesa que lo envolvía todo como un paraíso de miel caliente. A través de la ventana se oía el “bum bum” incesante de las bombas que caían en los barrios cercanos. Me levanté despacio, para no despertarla, y salí a la terraza, a contemplar el espectáculo. Fantasmagóricos resplandores brotaban entre los edificios, rasgando las sombras sucias del amanecer. “Se combate de nuevo”, pensé con una extraña excitación. “Hay todavía mucho trabajo por hacer”.
—Quédate conmigo, sahafi. Ella sonreía, desnuda y bellísima, desde la cama. Conseguirás que te maten. Quédate en mi cuerpo.
Miré el último resplandor y luego a la mujer. La besé con dulzura observando de reojo el reloj, calculando distancias, tiempos, desplazamientos, posibilidades. Mientras me aseaba con el agua fría del cubo pensaba que, a mis 25 años curtidos ya en algunas guerras y algunas mujeres, todavía no había vivido nada tan hermoso como el momento en el que te preparas para asistir, profesional, concentrado y lúcido, al comienzo de una batalla. Nada en absoluto.
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