Me pregunto si soy el único al que le parece que vivimos en un mundo donde demasiados se han autoproclamado jueces. Y no solo personas. Vaya, ojalá fueran individuos los que hubieran encontrado lo que creen el mandato divino y moral de vigilar lo que los demás pensamos o dejamos de rumiar. Al menos así tendríamos un villano al que identificar fácilmente. Un villano que, por mucho poder que amasara, no podría ser más grande que el tamaño de una vida humana. Desearía que fueran gobiernos. Oponerse a ellos siempre es fácil, porque el poder ejecutivo de los estados es el enemigo público número uno, ostentamos el derecho de repudiarlo y cambiarlo. No importa cuál sea su signo político.
En este período en el que destruimos más que nunca, y la inmediatez de los medios de comunicación nos maldice con el conocimiento de cuantas barbaridades comete esta especie, la élite —nor— occidental ha decidido que es hora de regular las producciones artísticas. ¿Por qué no? No hay ninguna otra cosa de la que preocuparse.
Vamos con un recorrido breve y subjetivo.
Los pezones femeninos son satánicos, estar triste va camino de proyecto de ley para ser ilegal, ¿y esos asociales? ¡Que los ahorquen con lazos de serpentinas! Thor debe ser mujer, Star Lord es negro, no queremos personajes nuevos, solo modificar lo que nos incomoda. Las escenas de violencia, los discursos complejos, puros, sin una falsa profundidad intelectual ya no están permitidos. Y por dios Zuckerberg —guiño, guiño— que no vea a nadie atreverse a insinuar que no pertenecemos a la época más humanista y tolerante. Y si la destrucción de la biodiversidad nos trae plagas, si el consumismo masivo que producimos esquilma el planeta y deja a millones de personas por debajo del umbral de pobreza, estamos seguros de que podremos hacerles un corto emotivo, unos cuantos poemas, o mandarles a algún actor a que les dé cuatro chuscos de pan. Mientras tanto, creo que va siendo hora de derribar alguna otra escultura, efigie, talla, relieve o monumento. Que me hace una pupita que los ansiolíticos no me ayudan a aliviar.
Pero no quiero que ustedes piensen que vengo aquí a hablar de ningún tipo de censura dura. Hemos evolucionado en esto. Ahora lo hacemos con educación, sonrisas y largas listas de condiciones que ustedes aceptarán sin leer siquiera. Leer es tan naíf… Y aunque lo de limitar lo que puedan consumir y decir suene un poco feíto, esta censura no tiene nada que ver con aquella que es característica de otro tipo de dictaduras. El origen de la palabra censura, la nuestra, digo, la de GAFA, proviene de “zen”, escuela de budismo japonesa que llegó a Occidente de la mano de Catalina de Aragón. Reina y republicana, para que ustedes vean. Y catalana, con lazo y todo. Con esta palabra describían los combatientes de la inclusión en el oscuro medievo el acto de sentarse a meditar sobre los problemas de la plebe. Mientras, eran atendidos por un escuadrón de personas racialmente diversas extraídas-de-su-tierra. Otros grandes humanistas, como Enrique VIII de Inglaterra, Vlad Țepeș, el Che Guevara y Maradona, popularizaron la palabra. De ahí que la acción pasara a conocerse como Zensura.
Nada que ver con el nacimiento de la otra censura en Roma, donde era ejercida por dos hombres blancos —que sí—, heterosexuales y capitalistas.
La nuestra es una zensura optimista, amigable, elegante. Como de cuento de hadas. No se crean. Reforzamos positivamente aquellas características que nos agradan, con el criterio de un cocainómano, y asfixiamos lascivamente las que no. Así, Netflix les advierte de las películas en las que hay violencia ocasional, lenguaje ofensivo, o ligeramente ofensivo, desnudez ligera e inexactitud histórica. Amazon marca los productos que tienen menor huella de carbono, un esfuerzo que les ha costado miles de árboles. Google es el paradigma de la diversidad y los espacios divertidos de trabajo —sic—, también es la agencia de espionaje más efectiva de la historia. Apple… bueno, estos solo sonríen mientras nos sacan un montón de dinero, no dan para más; les gusta el coltán. Las editoriales, por su parte, están como un cerdo en un matadero, perdidas —ay, los veganos—. Andan sin cabeza, no saben cómo adaptarse ni de qué modo mantenerse con vida en este nuevo mundo. De esta guisa, no debemos culparles por conceder premios de poesía a personas que compran seguidores, ni por imitar con torpeza enternecedora la zensura de Netflix. En apenas unas décadas la historia se encontrará contenida en internet, los diccionarios, las artes y la voluntad del pueblo. ¿Y quiénes son ustedes para decir que no? Todo gracias a una amigable horda de ricachones que, queriendo vender más, se metieron en una cruzada que solo podía terminar con la humanidad domesticada y adaptada a vivir en la impoluta blancura de las pantallas 4K.
Y hablando de niños grandes con problemas de bullying, dediquemos un momento a esta élite. Se habrán dado cuenta de que no los he agrupado bajo términos del estilo de “heteropatriarcado capitalista” y qué sé yo qué otras chorradas. Porque quienes están decidiendo el contenido al que puedo acceder no son tipos blancos, ricos, heterosexuales y cuéntaseloaotro. No, son personas de diversas razas, etnias y condición sexual. Si acaso algo les une es la posición económica. Eso y su tremendo complejo de mesías. Consideran que su formación en caras universidades, sus vidas privilegiadas, desinfectadas y envueltas en plástico de burbujas les capacita para remodelar el mundo. Nadie da un duro porque empobrezcan la oferta cultural y limiten la capacidad de expresión. Pocos van a alzar la voz, a dejar de consumir sus productos o a dar una respuesta que refleje el rechazo que debemos mostrar al que ose regular lo que es creado y lo que es consumido. Porque a priori parece una gesta noble, esa de asegurarse una representación igualitaria, una reducción de palabras malsonantes, escenas desagradables o textos ofensivos. Piense como nosotros o no piense. Es la versión adulta de un castigo para niños. Síganlos a ellos o véanse castigados contra la pared y en supuesta soledad.
Si estos individuos, si el Big Tech deseara mejorar el mundo haría las cosas distintas. No atentaría contra la libertad de expresión, en primer lugar, por mucho que haya quien se pueda sentir ofendido. Porque de esto va la libertad de expresión, así como la madurez, de aceptar que hay quienes no solo no piensan como usted, sino que van a seguir ahí por mucho que se enfurruñe. Una persona adulta y competente emocionalmente debe ser capaz de manejar estas contrariedades: la sensación de rechazo, de frustración o de sentirse diferente —si es que de verdad a alguien se le hacen tan amargas—. Somos muchos millones de personas, qué bonito sería que también fuéramos millones de personalidades. A este ritmo, los descubre-vikingos queer, los creadores de reinos ficticios y los Ned Flanders posmodernitos nos habrán puestos rodilleras emocionales e intelectuales antes de que la década llegue a la mitad.
Sé que muchos estarán en desacuerdo conmigo. Quizás haya quien se sienta insultado. Otros se harán una imagen de mí que no será adecuada —el mundo cuántico es incognoscible—. No me van a pintar más dientes o garras de los que ya tengo. Y quiero que sepan que me da igual. En mi libre albedrío decido expresarme, y en el mismo escojo entender que mi opinión pueda ofender, igual que debo aceptar que mi paso por un prado aplaste ramas u hormigas. Créanme, esto último me duele infinitamente más.
Vaya por dios, hace cuatro días leía Zipi y Zape, y en apenas un suspiro he acabado convertido en un viejo loco.
Disclaimer (descargo en castellano, leches): Me he inventado algunas cosas.
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