El de Fernando Villalón (Sevilla, 1881 – Madrid, 1930) es uno de esos nombres que siempre pululan por los alrededores de la Generación del 27 y a los que no se presta demasiada atención, porque las virtudes de la obra que dejaron a su espalda quedó irremediablemente eclipsada por el brillo de la que pergeñaron sus contemporáneos. Por edad, podría considerársele un antecedente del grupo que, entre otros, conformaron Luis Cernuda, Pedro Salinas, Jorge Guillén o Dámaso Alonso, pero ciertamente su obra se desarrolló a la par que la de aquéllos y probablemente no habría salido del ámbito privado de no ser por una reseña bien elogiosa que Gerardo Diego publicó en las páginas de La Gaceta Literaria allá por 1927, después de que llegara a sus manos un ejemplar de Andalucía la Baja. «Sorprende encontrar en el mapa poético actual —tan rico— de la Andalucía de hoy», escribió Diego, «un libro tan distinto de todos». Fue un artículo crucial para que aquel hombretón del sur por cuyas venas corría sangre azul no dejase de lado su vena poética y continuase dando a imprenta los poemas que salían de su pluma, que por otra parte no fueron muy numerosos. Con todo, la posteridad no ha sido muy generosa con él. Pocos recuerdan hoy a Fernando Villalón lejos de los predios andaluces, y de ahí la pertinencia de Islas del Guadalquivir (Renacimiento), un cuidado volumen que, con edición de Jacques Issorel, pone hoy ante los lectores una antología que permite hacerse una idea general de quien, en palabras del antólogo, supo dar a todo lo que escribió «un aire de eterna frescura».
Nacido en la sevillana calle de los Alcázares, en la casa de sus abuelos maternos, a la sazón marqueses de San Gil, e hijo de una descendiente de éstos y de un conde de Miraflores de los Ángeles, no había en los antecedentes familiares de Villalón nada que, en principio, pudiera conducirle por los terrenos de la literatura. Estudió en el Puerto de Santa María, donde compartió aulas con Juan Ramón Jiménez, y su madre quiso conducirlo hacia la carrera diplomática. Hay que decir que su hijo nunca estuvo de acuerdo porque, consciente de la rudeza de la que adolecía su manera de conducirse por el mundo, no creía que las moquetas y los grandes salones pudieran ser nunca su hábitat. No obstante, y por complacerla, inició los estudios de jurista y fue sacándola adelante hasta que, poco antes de licenciarse, se rindió ante la evidencia de que aquello no era lo suyo. Comenzó a ocuparse de aquello a lo que dedicó la mayor parte de su vida, la agricultura y la ganadería de reses bravas, y cuando su padre falleció quiso regresar a la Sevilla donde había visto la primera luz del mundo y de la que lo había expulsado la mudanza familiar a Morón de la Frontera. No le fue demasiado bien. Según cuenta Issorel, mostró siempre un escaso talento para los negocios y tuvo que lidiar (nunca mejor empleado el verbo) con cierta evolución en la concepción del toreo que tuvo como abanderado a Juan Belmonte y que entendía la tauromaquia no como un combate a muerte entre el hombre y el toro, sino como una búsqueda de la estética de la confrontación entre lo humano y lo animal. Los toros de Villalón, criados para lo primero, no servían para lo segundo, a decir de los entendidos, y eso motivó que su negocio ganadero se terminara viniendo abajo y nuestro hombre tuviese que buscar refugio en Madrid, gracias al auxilio de su hermano Jerónimo.
Por aquella época ya tenía casi finiquitada su breve obra poética, alimentada por igual de una serie de lecturas contumaces, aunque desordenadas, y sus merodeos por las marismas del Guadalquivir. Consigna Issorel que su primer texto fechado, «El Tango», data de enero de 1918, y añade que por los alrededores de ese año compuso los dieciséis epigramas que conforman sus Semblanzas de matadores y los 63 poemas que incluyó en el que fue su primer libro, Andalucía la Baja, que vio la luz en 1926 y motivó la elogiosa reseña de Gerardo Diego que mencionábamos anteriormente. Hacia esas mismas fechas se hizo cargo de la dirección de la revista Papel de Aleluyas, que se imprimió en Huelva y Sevilla entre 1927 y 1928. Sólo apareció su nombre en dos libros más: el titulado La Toriada (1928) y Romances del Ochocientos, que salió en 1929, el mismo año en que trasladó su residencia a la capital de España. Lo hizo en la ruina —su hermano tuvo que hacerse cargo de las muchas deudas contraídas— y aquejado de una litiasis renal que lo terminaría llevando a la tumba antes de tiempo. No pudo resistir una intervención quirúrgica y falleció a los cuarenta y nueve años, el 8 de mayo de 1930. Dejó en herencia a su pareja la propiedad intelectual de sus obras, su biblioteca —que había trasladado desde Sevilla a Madrid— y un buen número de documentos, entre ellos muchos inéditos, que se conservan hoy en el museo que en Fuente Vaqueros homenajea a Federico García Lorca, uno de sus amigos.
Issorel advierte en la poesía de Villalón «un doble movimiento ascendente, de lo concreto a lo abstracto, de la materia al espíritu, junto a una continua aspiración a una total libertad». La misma libertad que lo llevó a desentenderse de las pretensiones familiares para manejar el timón de su propia vida, por más que el rumbo se le torciese, y cuyo impulso orienta los afanes de muchos personajes que van apareciendo por sus versos. Y aprecia el antólogo en su obra póstuma, además, «el deseo de acceder a un más allá sin relación con la fe cristiana». Es este último un Villalón más críptico que exige un lector más exigente y que rehúye los juegos con los tópicos que se advierten en sus primeras creaciones para salir en busca de un universo estrictamente personal. Su muerte truncó una evolución que quizá hubiese conducido a su autor hasta territorios muy distintos de aquellos que rodeaban el curso de su Guadalquivir. Nunca podremos saberlo, y su recuerdo quedará inevitablemente vinculado a ese río al que tanto cantó y del que ahora emerge gracias a esta antología que ofrece una nueva vida a sus versos.
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