Llevo por norma nunca recompensar a un enemigo gratuito con la propina de mi atención. No es por desdén, y menos por revancha, sino que encuentro que la enemistad tiene sus protocolos, sus trámites y ojo: sus tarifas. Los acreedores no trabajan sin salario. Cierto es que hay cantidad de personajes con los que nunca he cruzado palabra y me son antipáticos, pero asimismo algunos entre mis amigos comenzaron por parecerme odiosos. Una vez que el personaje te ha dado la mano y te llama por tu nombre, se convierte en persona, así sea de manera fugaz, y a partir de ese instante ya le puedes juzgar con al menos un par de razones concretas. O en fin, no tan etéreas.
Ser enemigo firme y consecuente suele ser un trabajo duro, improductivo, ingrato y peligroso, entre otras desventajas descorazonadoras con las que sólo lidian los profesionales. Hace falta elegancia, desapego, equilibrio. El odio da poder, pero crea gusanos. Aun si eres discreto y nunca manifiestas tu ojeriza, una parte de ti se pudre mientras tanto, y eso ya es una forma de íntimo homenaje a quien te habías propuesto fastidiar. Pues si no hace uno caso a los desplantes del enemigo gratuito, tampoco es que el barato se merezca una cita, así pueda ser ésta al pie de página. ¿O es que además espera que le corresponda?
Twitter es un criadero de enemigos, la mayoría totalmente gratuitos. Quiero decir con esto que el vándalo que raya tu coche en la calle, y que nunca te ha visto ni quizá te verá, tiene motivos bastante más sólidos —como sería ese coche tan bonito— para aborrecerte que la loquilla que sigue tu cuenta con el solo interés de enfurecer. A veces, cuando estoy por bloquear a algún impertinente, reviso su perfil, encuentro un par de perros y enseguida suspendo la operación porque prefiero ser simpatizante fácil de la persona que enemigo gratuito del personaje. Me pregunto qué clase de conversación pueden tener legiones de extraños con megáfono en medio de una plaza tomada por inmensas multitudes de gritones afines y antagónicos. Perdón, pero si no acredito la enemistad del imbécil con el que me insulté de coche a coche, menos voy a tirarme dardos de fantasía con quien hasta el momento difícilmente pasa de fantasma informático.
Yo no sé en qué momento decidió todo el mundo conocer la opinión de todo el mundo sobre todos los temas, pero en primer lugar tendría que decir que mis particulares pareceres rara vez necesitan de un megáfono, y con cierta frecuencia me los guardo, si es que el asunto es mío y a nadie más incumbe. Por otra parte, no son siempre los mismos, ni firmé un documento que así lo prometiera. La enemistad exige ideas fijas, especialmente si es apasionada y monomaníaca, o acaso la alimentan complejos ancestrales, rencores astigmáticos, despechos envidiosos, la gasolina usual del odio ciego. Pero si el enemigo viene de Twitter, los amigos gratuitos se cosechan en Facebook. Y esos son aún peores, ya que en vez de insultarte acostumbran rociarte de elogios tan gratuitos y dudosos como su amistad misma. Por eso digo que gratis ni el agua: a saber si no viene agusanada.
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