Desde que la vida comenzó su singladura en la Tierra, progresivamente fue adoptando innumerables formas, especialmente a escala microscópica, formas que más tarde, al ir asociándose en colectivos multicelulares, generaron especies más complejas. Tal singladura se inició, al parecer, unos escasamente 200 millones de años después de que el agua líquida se instalase en nuestro planeta, lo que sucedió hace unos 4.200 millones de años, tiempo suficiente para que se produjera la aludida explosión de formas de vida. Hoy estamos más o menos familiarizados con aquellas manifestaciones de vida (especies), fundamentalmente las animales y vegetales, con las que compartimos algunos rasgos, aunque estos puedan parecer lejanos.
Todavía hoy se discute el origen zoonótico de este virus; esto es, qué especie lo albergaba y desde cual se trasladó a los humanos: ¿murciélagos? ¿pangolines (un tipo de mamífero placentario)?… Identificar el origen es importante por las claves que puede ofrecer para comprender mejor la dinámica de este coronavirus, pero no menos importante, al menos para el futuro, es avanzar en el conocimiento de los vastos océanos de patógenos con potencial pandémico que permanecen ocultos en “depósitos animales”. En 2009, teniendo muy en mente la experiencia de la gripe aviar producida por el virus H5N1, que tanta alarma mundial despertó en 2005, la agencia estadounidense USAID fundó un proyecto, PREDICT, que tenía como fin reforzar la capacidad mundial para detectar virus zoonóticos capaces de originar pandemias.
Para ello se estableció una “red de seguimiento” que llegó a contar con equipos de colaboradores en 31 países, principalmente en África y Asia, lugares donde son más intensas y frecuentes las interacciones entre animales y humanos. Gracias a PREDICT se formaron más de 2.500 personas en técnicas de bioseguridad, epidemiología de campo, diagnósticos en laboratorio o modelización de propagación de infecciones, y se identificaron cerca de dos mil nuevos virus pertenecientes a familias virales que en el pasado representaron amenazas para los humanos. Desgraciadamente, en 2019 la administración Trump decidió suprimir el proyecto, otro de los “regalos” que este infausto presidente dejó como legado. Pocos meses después se descubría en Wuhan (China) una nueva cepa de estos virus, el causante del Covid-19.
No se sabe cuál es el número de virus zoonóticos que están “ahí afuera” y que pueden ser muy perjudiciales para los humanos; algunas estimaciones sugieren que entre medio millón y millón y medio. Pero sea cual sea esa cifra, constituyen un peligro. Sabemos que la NASA tiene un programa, NEA (“Near-Earth Asteroids”), para detectar asteroides de tamaño significativo cuyas trayectorias puedan llevarlos a chocar contra la Tierra, algo que, me temo, algún día, esperemos lejano, sucederá. Es de agradecer que exista tal proyecto, pero no menos importante, probablemente bastante más a corto y medio plazo, es el de detectar virus que puedan acarrear consecuencias como las que está produciendo el Covid-19.
La humanidad siempre ha vivido en “eras de incertidumbre”, utilizando una frase muy querida del historiador inglés Eric Hobsbawm, pero ahora probablemente somos más conscientes de que así es. La ciencia puede ayudar a disminuir esas incertidumbres, pero tiene límites en sus capacidades predictivas. Pensemos, por ejemplo, en la situación actual. Es cierto que la ciencia ha conseguido producir en tiempo récord vacunas para protegernos ante el Covid-19, pero existen “incertidumbres” en el horizonte. Una de ellas, señalada recientemente, tiene que ver con el tiempo que transcurre entre inocular la primera y la segunda dosis. En algunos países, el Reino Unido en particular, se ha hablado de extender ese tiempo hasta doce semanas en lugar de las tres o cuatro recomendadas.
Probablemente, de lo que se trata es de disponer de más dosis para vacunar a más personas, y no emplear parte de las ya disponibles en la segunda inoculación. Ahora bien, hay que tener en cuenta dos elementos. El primero, que lo que hace la dosis inicial es generar un cierto número de anticuerpos que puedan combatir el virus. Y el segundo, que el Covid-19, al igual que todos los seres vivos, sufre mutaciones. Sin la existencia y efecto de las mutaciones, la vida terrestre no se habría diversificado como lo ha hecho a lo largo de los, aproximadamente, 4.500 millones de años de la existencia de la Tierra, y desde luego no se habrían producido especies como el Homo sapiens.
Pero si consideramos la ingente cantidad de coronavirus que circulan a nuestro alrededor —muchos hospedados ya en millones de personas—, y que en ese conjunto se producen todo tipo de mutaciones, cuanto más tiempo estemos sin derrotarlos completamente, solo debilitándolos, es posible que se produzcan mutaciones que den lugar a variedades que resistan mejor a las vacunas actuales (la nueva cepa británica constituye un ejemplo de nueva variedad, aunque no está claro si es más perjudicial que la inicial). Se trata de un efecto bien identificado en el uso de antibióticos, cuya efectividad está disminuyendo al no completar muchas personas los tratamientos correspondientes. Ante semejante eventualidad algunos científicos han manifestado que no se tardaría demasiado en adecuar las vacunas a nuevas cepas. Pero ¿es esto seguro? Y ¿cuánto tiempo tardarían?
Vivimos, en definitiva, en un mundo incierto. Acostumbrémonos.
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Artículo publicado en El Cultural.
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