Yo ya había estado en Barcelona sin necesidad de visitarla. Antes de que mis ojos tuvieran ocasión de contemplar la claridad diáfana de sus grandes avenidas, el abigarramiento laberíntico de su parte antigua, los vestigios portuarios que permanecían como memoria y huella de un pasado reciente y remoto al tiempo, me había asomado a sus entresijos urbanos desde las palabras que escribieron Manuel Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza, Juan Marsé. En mi primer viaje a la ciudad, en un calurosísimo agosto, el azar me regaló unas horas de soledad y tuve a bien subirme a un metro que me depositó en esa zona alta que rara vez aparece en las guías para turistas. Recorrí entera la Ronda del Guinardó hasta la plaza Lesseps porque iba en busca de la huella del viejo cine Roxy, aquél con cuyos fantasmas había escrito Juan Marsé un cuento magnífico con el que Joan Manuel Serrat compuso, tiempo después, una canción memorable. No encontré por allí mención alguna al viejo edificio que, según supe más tarde, había cerrado sus puertas el 2 de noviembre de 1962, pero sí di con un peculiar personaje que supuse paradigmático del barrio: era peluquero, dijo llamarse Josep Maria Flotats, «como el actor», y tras señalarme el rincón exacto en el que se había levantado el coliseo donde una vez Humphrey Bogart y Lauren Bacall se declararon amor eterno, me invitó a adentrarme en su negocio, una barbería cuyo mobiliario apenas se había renovado en las últimas décadas y que aquella mañana de temperaturas infernales no parecía aguardar la llegada de cliente alguno. Me obsequió con una somera historia del lugar en el que nos encontrábamos y lamentó que los derroteros del supuesto progreso emanado del fastuoso 1992 hubiesen acabado por expulsar a los barceloneses de su propio hábitat. «Si quieres conocer Barcelona», me advirtió, «no te vayas al Gótico ni al Raval ni al Born; hace mucho que la ciudad no está en el centro, sino en sus periferias». Me cayó tan bien aquel hombre que, unas semanas después de conocerlo, escribí un artículo en el periódico donde colaboraba en aquellos años relatando nuestro encuentro. Cuando al verano siguiente la casualidad volvió a situarme a los pies de la plaza Lesseps, quise pasar a saludarlo. No esperaba que me recordase, pero para mi sorpresa él tenía muy fresca nuestra conversación: unos conocidos habían dado con mi artículo y le habían hecho llegar una copia, que él conservaba orgulloso en un viejo álbum donde iba guardando recortes y fotografías antiguas del barrio. Nos hicimos una foto, que aún conservo, en el interior de su peluquería. Luego nos dimos un abrazo y le prometí repetir visita cuando regresara por allí.
Una antigua fotografía de la plaza Lesseps, con el desaparecido cine Roxy en primer término.
Me acordé de Josep Maria Flotats, el peluquero de Lesseps, cuando hace unos días supe que se había muerto Juan Marsé en los mismos predios que ambos compartían, y pensé que quizá uno y otro coincidieron en la añoranza de la ciudad que habían conocido y que ya no existía, aquélla que yo había vislumbrado en las páginas memorables con las que Barcelona se fue trazando en mi imaginación mucho antes de que aterrizara por vez primera en sus calles. Era esa Barcelona fabulada la que yo iba buscando y la que aún rastreo cada vez que mis circunstancias me devuelven a sus latitudes, que en mi cabeza conforman un laberinto donde se anuda lo real con lo soñado y en cuyos entresijos habitan fantasmas amistosos que ganan corporeidad en cualquier esquina insospechada. Es una Barcelona que puede empezar en los andenes de la Estación de Francia —en donde se apeaba la Andrea que inventó Carmen Laforet antes de trasladarse al portal encajonado entre Aribau y Consell de Cent que descubrí cuando Sergio Gaspar me llevó hasta él en un atardecer de primavera— y que sale luego en busca de las Ramblas para descender hacia la estatua de Pitarra y buscar entre las ventanas que la rodean aquélla tras la que aún debe de mantener abierto su despacho el detective Pepe Carvalho. Puede entretenerse después por las callejas y callejones del antiguo barrio chino, indagando el paradero de los ladrones y los chaperos de Genet y, si acaso, rebuscando entre los inmuebles de Joaquín Costa aquél en el que vivió Enriqueta Martí, la célebre vampiresa del Raval. Entre los jardines de la Ciudadela y las arquitecturas clasicistas del Montjuïc caben las andanzas meteóricas de Onofre Bouvila y aún pululan por las torrenciales avenidas del Ensanche los aristócratas desencantados de Sagarra, del mismo modo que por Pedralbes y la Bonanova —muy cerca de la torre donde pasó Antonio Machado sus últimos días en España— es posible escuchar aún los ecos de las fiestas con que la familia Savolta y sus afines entretenían sus tedios burgueses mientras las zonas industriales entraban en ebullición. Aún anda intentando pescar algo Fernando Atienza en alguna zona indeterminada del puerto, no lejos del rompeolas, y en la Plaza Real siempre aparece alguna chica muy mona dispuesta a abordar al transeúnte despistado, como le ocurrió a Pi de la Serra aquel dimecres cap al tard, en un sortilegio idéntico al que hace que los Cadillac se queden varados en la carretera que conduce a Vallvidrera. No siempre es sencillo alcanzar la abstracción necesaria para entregarse al ejercicio: el centro de Barcelona se ha lanzado, como el de muchas otras urbes, a la explotación desacomplejada de unos atractivos que dejan de serlo en cuanto transforman su peculiaridad en materia de consumo masivo. De ahí que se me haga más necesario, en cada nuevo viaje, el esfuerzo de mirar más allá del trampantojo. De la misma manera que no se explican las mareas sin atender a los ciclos lunares, tampoco pueden interpretarse las ciudades obviando a quienes levantaron sobre ellas un imaginario que expone sus aristas menos visibles y nos interpela para que rebusquemos, bajo el filtro falaz de lo aparente, la insólita revelación de lo fundamental. En ocasiones resulta más sencillo. La plaza del Diamante, en el corazón del barrio de Gràcia, conserva una escultura que recuerda a Colometa y en los altos del Carmel sigue o seguía abierto hace no mucho el bar Delicias, en cuya barra gustaba de acodarse el Pijoaparte para evocar la sonrisa adinerada de Teresa. A unas cuantas calles de allí, pero no a tantas como para que la distancia no se pueda sortear con un paseo, un bloque de viviendas se alza sobre el solar que hasta la segunda mitad del siglo pasado ocupó el venerable Roxy, en donde habían visto los personajes de Marsé el mejor cine malo del mundo antes de quedarse congelados en la foto fija de unas palabras que, como ocurre siempre que se unen con solvencia, terminan valiendo más que mil imágenes.
La plaza del Diamante, en el barrio de Gràcia.
Tardé en cumplir mi promesa, pero al cabo de unos pocos años regresé a saludar al peluquero. En un atardecer sombrío de febrero, el metro me escupió en una Lesseps aterida bajo unas temperaturas que condensaban los peores desabrigos del invierno. Durante unos minutos vagué de un lado a otro, por el frente de la plaza que discurre entre el Carrer Gran de Gràcia y Torrent de l’Olla, sin acabar de dar con la barbería. Me pregunté y repregunté si no me estaría traicionando la memoria, si no habría pasado una y otra vez de largo ante el negocio —ocupaba un local discreto, apenas se discernía si uno caminaba rápido, no llamaba la atención ni contaba con un cartel que lo anunciase— sin llegar a percatarme. Tantas vueltas di que terminé sacando el teléfono móvil para teclear en Google el nombre de Josep Maria Flotats. De esa manera me enteré —por un breve texto que alguien había escrito en la página de la asociación de vecinos del barrio y que encontré después de desechar la multitud de referencias que el buscador me devolvía acerca del actor homónimo— de que mi peluquero de Lesseps había muerto unos meses antes y su establecimiento había pasado a convertirse, él también, en uno de esos recuerdos que configuran la identidad secreta de las ciudades, un fragmento más de ese pasado que creemos abolido pero que sigue formando parte del presente, en tanto que lo propicia y configura. No pudo saber que cumplí con la palabra dada, como tampoco supe yo qué habría pasado con su álbum de recortes —aquel archivo prodigioso donde convivían fotos antiguas y amarillentas hojas de periódico que procuraban evitar que el olvido se adueñara de las cosas que una vez habían sido— ni llegué a averiguar quién habría el tomado el relevo de su peluquería. No he vuelto por Lesseps desde aquella tarde fría en que la luna se iba alzando sobre los tejados para anunciar la inminencia de la noche. Sé que, cuando regrese, su ausencia tomará cuerpo, igual que ocurre con la de ese cine Roxy que no llegué a conocer, o con la del Vázquez Montalbán a quien tanto leí, e igual que ocurrirá a partir de ahora con la de Juan Marsé, que una vez dijo que era imposible la literatura sin memoria, pero se olvidó de añadir que también la memoria es imprescindible en el amor, o en los paisajes, o en las ciudades, o en la vida.
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