Los días pasan y esa es una cosa cruel. Los miro despacio, intento capturarlos; observo su contorno en un vano esfuerzo por ralentizar su tránsito. Sin embargo, las cosas se escurren y cada noche que aterriza siento que estás más lejos de mí. Es inevitable: perteneces ya a un lugar oscuro de mi existencia, a un poblado infantil e imaginario de mi memoria. Así que hoy le voy a hablar a ese lugar que ya nadie habita, a esa casa que aún guarda mis sombras muertas. Y lo voy a hacer junto a Arthur Rimbaud, que me acompaña en este cabalgar de jinete desnudo a pleno sol. «Oh, armario de otro tiempo, tú sabes bien de historias, / y quisieras contar tus cuentos, y murmuras / cuando se abren despacio tus grandes puertas negras». Murmura, pues.
Insisto: temo al tiempo más que a nada en este mundo. Es un villano amargo, carente de piedad, implacable. Me distancia de ti como si fuésemos cochecitos que se cruzan en una carretera. Y te observo por las ventanillas, «a veces es tan dulce el aire / que cerramos los párpados»; y te vas, a lo lejos. Dice Rimbaud que es poeta y «un músico, inclusive, que ha encontrado algo como la clave del amor». ¡Cuéntamela, te lo suplico! Porque te aseguro que vago, y vago, y «el loco corazón Robinsonea a través de novelas y novelas«, y me canso, y me entrego. Y digo: «Que las estaciones me usen. / A ti, Natura, me rindo». Y entonces vuelve aquel momento a través de la ventanilla fugaz. «A las cuatro de la mañana, el verano, / el sueño de amor dura todavía».
Porque es la primera estación, o un comienzo con aroma de génesis: soy una espada forjándose en fuegos inconcebibles. Grito al aire estancado: «¡Yo he abrazado al alba de estío!»; me grita de vuelta: «Estás enamorado. Alquilado hasta agosto». «He recibido en el corazón el golpe de la gracia. ¡Ay!, ¡no lo había previsto!», es un estado permanente de excitación física, de alzamiento espiritual. Estoy naciendo con una fuerza capaz de perforar el mismísimo techo de los infiernos. Naciendo hacia lugares celestes, hacia todo el universo. «Sed de amor tiene el mundo: tú vendrás a saciarlo».
Soy joven aún; lo era más cuando rompiste con fuerza aquí. «Cuando se tienen diecisiete años no se es serio», dice Rimbaud: ¡serio! ¿Qué sé yo sobre seriedad? Me interesa saber más sobre la respiración, sobre cómo «los ajados nenúfares suspiran alrededor de ella», sobre ese movimiento quebrado de seducción y aquel momento en que ella «estaba casi desvestida / y los árboles indiscretos / pegaban su follaje a los cristales / perversamente, muy cerquita», y «yo, de color de cera, observaba / un rayo de luz vegetal / que mariposeaba en su sonrisa y / sobre sus pechos —mosca en el rosal». Qué ridiculez los sistemas solares.
Cuando era verano en este amor ya muerto, el tiempo se desplegaba como un abanico infinito. «Noche de junio. Diecisiete años. Se deja uno achispar: / es champaña la savia que sube a la cabeza, / se divaga y se siente en los labios un beso / que palpita como un pequeño insecto». Deslizar los dedos sobre la superficie de tu vientre era un acto de embriaguez, un mecanismo accionado por un magnetismo de orden superior. Y subía hasta tus orejas, las perfilaba, te decía sin decírtelo: «En silencio te conozco y te admiro»; «¡Oh! ¡Hermoso castillo! / ¡Qué limpia es tu vida!». Y la mía, que iba contigo. Vidas blancas y estivales.
Ah, Rimbaud. Arthur Rimbaud que me recorres, que escarbas en los rincones abandonados de mis recuerdos. Rimbaud que cantas, embelesado: «En la onda calma y negra donde duermen las estrellas, / la blanca Ofelia flota como un gran lirio, / acostada en sus velos larguísimos muy lentamente flota…» ¡Ofelia! ¡Rompiste todos los veranos, Ofelia mía! Y yo jurándote, enajenadísimo: «Cuando llegue el invierno nos iremos los dos en un vagón color de rosa / con cojines azules. / ¡Ya verás qué bien! Reposa un nido / de besos locos en cada rincón blando». Pero no, qué iluso, qué niño solitario e ingenuo, Ofelia. Qué niño triste. Qué niño que te amaba, «pero saboreaba sobre todo lo sombrío». Lo sé, pese a todo, lo sigo sabiendo: «Tu pecho sobre mi pecho, / voces mezcladas, / ¡torrentes y grandes bosques, / alcanzaríamos lentos!…»
Está roto todo, aún así, como una cortina arañada por un gato de uñas afiladísimas, «y hay un extraño sobresalto / en nuestros seres, cuando a veces, / se os quiere blanquear, Manos de ángel, / ¡haciendo sangrar vuestros dedos!» Qué blancura más violenta, la de nuestros cuerpos sangrantes, moribundos, angelicales. Abrazados. «Nuestro abrazo no es más que una pregunta». La pregunta que tú me haces en mi imaginación: «¿No sabes que yo te he hecho morir? He tomado tu boca, / tu corazón y todo, […], todo lo que tú tienes». Soy hombre resignado, hombre que piensa: «blanco rodó el infinito de tu nuca a tu cintura / […] / y negro ha sangrado el hombre en tu flanco soberano». Ya no quiero luchar más. Ya está. «Si un rayo me hiere / sucumbiré sobre el musgo». El rayo me ha herido. Sucumbo. Invierno.
«Decididamente, estamos fuera del mundo. Ya, ningún sonido. Mi tacto ha desaparecido». Ha sido un suave proceso de extinción. He visto desaparecer a mi cuerpo, lentamente, desde los pies hasta mi barbilla, subiendo por las mismas mejillas que guardaban huellas tuyas. Desaparecían las lágrimas, desde el perfil de la gota que resbala, subiendo por todo el rastro acuático que surcaba mi rostro. «Realmente, yo he llorado demasiado. Las albas / son desconsoladoras, toda luna es atroz, y todo sol amargo: / el amor me ha llenado de embriagador torpor. / ¡Que reviente mi quilla! ¡Que me hunda en el mar!» Invierno, insisto: «¡Oh, esta cálida mañana de febrero! El Sur inoportuno vino a reanimar nuestros recuerdos de absurdos indigentes, nuestra joven miseria». Qué terrible es recordar en momentos inoportunos para el recuerdo. ¡No necesito que vuelvas a mi mente extinta, Ofelia! «Soñar es indigno / ¡pues es una pura pérdida! / y si vuelvo a ser / el viajero antiguo / que ya nunca se me abra / la verde posada«.
Porque yo ha he hecho ese viaje. «Yo conozco los cielos rompiéndose en destellos, / las trombas y las resacas y corrientes: y la noche conozco, / y el albor exaltado como una muchedumbre de palomas, / y he visto varias veces lo que el hombre creía que veía», y «una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga. —Y la injurié«. Y, ¡la belleza se marchó!, como un otoño de leve discurrir, como el balancearse de las hojas secas en el aire, en su pausado e inexorable camino hacia el suelo frío. «Y ese veneno, ¡ese beso mil veces maldito! ¡Mi debilidad!, ¡la crueldad del mundo! Dios mío, piedad, escóndeme, no puedo sostenerme. —Estoy escondido y no lo estoy. / Es el fuego que vuelve a alzarse con su condenado».
Arthur Rimbaud nos observa en la distancia, se gira hacia la audiencia, cuenta: «En efecto, fueron reyes toda una mañana, en que las colgaduras carmesíes se levantaron otra vez sobre las casas, y toda la tarde, en la que avanzaron junto a los jardines de palmas». Estaba yo, por un lado, decía: «¡Oh!, la vida de aventuras que existe en los libros de los niños […] ¿me la darás tú?»; decía, ¡gritaba!: «Y existiremos divirtiéndonos, soñando amores monstruosos y universos fantásticos, lamentándonos y querellando las apariencias del mundo». Estabas tú, sin embargo, y también decías: «¡Qué raro te parecerá, cuando yo no esté ya, todo esto por lo que has pasado! Cuando no tengas mis brazos bajo tu cuello, ni mi corazón para descansar en él, ni esta boca sobre tus ojos. Porque, un día, será necesario que yo me marche, muy lejos«. Y te marchaste, te marchaste, Ofelia. Supe que te irías, te sostuve como fijándote en el tiempo, te miré a los círculos verdes, te dije ya por última vez: tú, «llegada de siempre, te irás por todas partes».
Pero no te preocupes, querida. Rimbaud era joven, jovencísimo como yo entonces, y comprende las cosas, sabe que «cuando el mundo quede reducido a un solo bosque negro para nuestros ojos asombrados, […] te encontraré». En los infiernos o los campos estelares, te buscaré; porque «puedo morir del amor terrestre, morir de abnegación», pero no del tuyo, no de tu amor etéreo, de pureza inquebrantable. «Sólo el amor divino otorga las llaves de la ciencia», y «entonces, —¡oh!, querida pobre alma—, ¡la eternidad no estaría perdida para nosotros!».
He cambiado mi dirección hoy, en pleno invierno. He decidido que pase el tiempo, ¡que pase! Que corra este mundo que no admite espacio a las cosas sobrenaturales, al amor que canta Arthur Rimbaud: «medida perfecta y reinventada, razón maravillosa e imprevista». Que corran estos días tristes, estos días grises sin ti. «Hay que esperar y aburrirse», porque «la vida es la farsa que hemos de representar entre todos». Que llegue la muerte, la de los dos, y «luego tú sentirás tu mejilla arañada… / un beso diminuto correrá por tu cuello / como una araña loca…» Sostendré tu mano en un espacio sin tiempo, te miraré de cerca con un rostro ya sin lágrimas. Te diré: «Todo esto pasó. Hoy sé saludar a la belleza». Será dulce, estar muerto a tu lado. Te daré un beso invisible. Te besaré con los huesos. Te besaré para toda la eternidad.
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