Mi vida transcurre siempre en dos momentos: el pasado y el presente. Lo hace simultáneamente, en forma de hélice que gira a toda velocidad alrededor de sí misma. Solo existe un pasado y solo un presente, claro. La brecha la marcas tú. Antes estabas, ahora ya no estás. Pero sigues ahí, escondida entre la maleza de alguna forma, con esa extraña certeza de que, aun en lo invisible, perteneces todavía a este mundo, el de los vivos, el que nos encarcela en lugares y espacios distintos. Ese es el problema, pienso: los dos tiempos de mi vida se suceden siempre, pero esos dos espacios nunca parecen encontrarse. Hoy mi bardo es Jaime Sabines, que sabía de amores físicos como el nuestro, amores empapados. Empieza cantando, mirándome a los ojos con esas pupilas felinas, pupilas centroamericanas, selváticas, pupilas ardientes. Canta: «Amaneció sin ella. / Apenas si se mueve. / Recuerda». Y yo, claro, recuerdo.
Recuerdo las cosas ahora, en estas noches lúgubres, las primeras noches lluviosas del otoño. «Me gusta pensar en ti desde que pienso«. Veo esconderse al sol, con tímidos destellos que sobresalen entre los perfiles de las nubes, y «así, como este anochecer, me siento». «¡Qué fácil es la ausencia!», apenas un suave balanceo de memorias que fluctúan y vienen, y se van, como yo, ¡ya sin casa, ya sin abrigo! Me siento en un portal al caer la noche, noto el tacto frío del metal sobre mi cuello y me recorre un escalofrío de rictus, un recordatorio tenue de la mortalidad que abrazo desde que ella no está. Ella no está «y yo entretanto, ausente / de mi martirio, / entro en la noche, busco / su cuerpo frío».
Me pasa con frecuencia en los delirios oníricos de las noches más frías: allí entrelazo mis voces fantasmales con el otro tiempo en el que vivo. Allí vuelvo al pasado. Al momento en que «esa mujer y yo estuvimos pegados con agua», ¡cántame ese momento, Jaime Sabines!. Pero insisto: solo soy capaz de entrar en contacto con ese tiempo; no con ese espacio concreto. Así que admiro a otro yo, un yo lejano, enroscarse en ella como una serpiente. Veo a dos cuerpos que «se ven desnudos y lo saben todo», y «eso que nunca he dicho / empiezo a callar». «Te desnudas igual que si estuvieras sola / y de pronto descubres que estás conmigo. / ¡Cómo te quiero entonces / entre las sábanas y el frío!» Mi fantasma presente nos observa desde un rincón apartado de la habitación, agazapado entre dos muebles. Y me dice, hacia el pasado, ¡me digo!: «Usted no la amará, señor, no sabe. / Yo la veré mañana». ¡No sé amarte, qué razón tan dolorosa! Como un relámpago frío de puro invierno. Un cristal que nos corta, nos separa, nos distancia para siempre.
Pero mi yo presente no sabe aún de las distancias, «y aquí estoy, sí estoy / a pesar de mí mismo«; «y te estrecho, poco a poco, hasta mi sangre». Que es ahí donde anidas; ya eres pura hemoglobina. Nos observo dormir, tan cerca el uno del otro que me cuesta distinguir dos cuerpos tendidos, y pienso que «duele bastante, es cierto, / todo lo que se alcanza». «¡Qué nostalgia de ti cuando no estás ausente!«, son las peores horas, las que más sufro. Cuando te veo, en sueños, y no puedo tocarte aunque sí sea yo, mi yo pasado, quien te toca. Siempre me fascina lo que observo: «Me tienes en tus manos / y me lees lo mismo que un libro. / Sabes lo que yo ignoro / y me dices las cosas que no me digo. / Me aprendo en ti más que en mí mismo. / Eres como un milagro de todas horas, / como un dolor sin sitio». «Tú eres como mi casa, / eres como mi muerte, amor mío». Estoy gritando en sueños, gritando en un silencio aterrador, gritándote a gritos que no se escuchan: «Vamos a guardar este día / entre las horas, para siempre». Me pido, me exijo a mí mismo: «Le prestaré mis ojos / cuando quiera llorar«. ¡Ah, Jaime Sabines, qué lanza me atraviesa!
Pero es mi yo soñador quien se quiebra, y «en esta hora en que los dos, sin ambos, / […] / estoy, no sé si estoy —¡si yo estuviera!— / queriéndote, llorándome, perdido«. Y no lo hago, ¡sé que no lo haré! Y fracasaremos, fracasaremos siempre. «¡Si uno pudiera encontrar lo que hay que decir, cuando todas las palabras se han levantado del campo como palomas asustadas!»; pero «ya ves: ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?» ¡O quererte peor! ¡Nadie, nadie peor que yo! Y se extingue la luna, se extingue «un hermoso sueño, una distante luz que nos penetra, un suave amor profundo y quieto en nuestro corazón. La luna será siempre el resplandor que sale de nosotros en la noche y en la soledad». Y «mi corazón emprende de mi cuerpo a tu cuerpo / un último viaje». Vuelve el sol y ya no queda nada, sólo la lluvia. «Al duro amanecer estás desvaneciéndote / y entre tus brazos sólo queda tu sombra».
Y estoy de vuelta en el portal, dolorido, aquejado por la presencia de un día nuevo de ausencia. «He aquí tu mar de ausencia, / he aquí tu mar de siglos«. Y pienso, como en una ráfaga de valentía inesperada, en que hoy quizá sea el día que pueda romper la distancia entre los espacios que nos mantienen lejos. Me subo al viejo coche y miro el asiento del copiloto, uno de «esos sitios que tú y yo conocemos«, que «nos esperan todas las noches como una vieja cama». Y arranco, y olvido los frenos, porque para qué sirven, aunque «con los frenos mojados es inminente el choque, el atropello, la propia muerte»; a mí no me importa ya morir, ¡estoy más que muerto! Vivir está en «una mujer que busco, que no existe, / que existe a todas horas»; y sin ella, «por este no morirme me estoy muriendo a diario«.
Las ruedas se deslizan sobre el asfalto empapado, dejando tras de sí una estela ágil, un rastro de amor imposible. «Escribiste en la tabla de mi corazón: / desea. / Y yo anduve días y días / loco y aromado y triste». Y se acorta poco a poco esta distancia, este vivir sin ti, este morir sin ti que siempre ha sido inconcebible. Me grito enloquecido, y salen por fin las palabras: «Hermano, tu desaliento no tiene sentido, / óyeme hablar de la primavera»; y «hablo de este dolor y de esta ausencia, / de tu dolor y de tu ausencia es que hablo»; y «hablo de todo lo que tiene origen / en este estar aquí desesperado». Estoy ya harto del tránsito vago, de habitar la realidad inmunda en la que «nos ocurren las cosas como a extraños / y nos tenemos lejos», el mundo estático en que «yo quiero llorar a veces, furiosamente, / por no sé qué, por algo, / porque no es posible poseerte, poseer nada, / dejar de estar solo. / Con la alegría que da hacer un poema, / o con la ternura que en las manos de los abuelos tiembla, / te aproximas a mí y me construyes / en la balanza de tus ojos, / en la fórmula mágica de tus manos». ¡Sabines, por qué ese canto tan terrible! ¡Sólo sus manos, Jaime Sabines!
Entro en la habitación antigua. He roto la separación física entre el presente y el pasado. Estoy en el cuarto que puebla mis sueños. Está oscuro. «Trato de escribir en la oscuridad tu nombre. Trato de escribir que te amo. Trato de decir a oscuras todo esto. No quiero que nadie se entere, que nadie me mire a las tres de la mañana paseando de un lado a otro de la estancia, loco, lleno de ti, enamorado. Iluminado, ciego, lleno de ti, derramándote. Digo tu nombre con todo el silencio de la noche, lo grita mi corazón amordazado. Repito tu nombre, vuelvo a decirlo, lo digo incansablemente, y estoy seguro de que habrá de amanecer». Pero no amanece. «Con los ojos cerrados miro lo que quiero / y lo que quiero no existe». Allí ya solo quedan los restos, «es sólo este lugar donde estuviste, / estos mis brazos tercos«. Es el tiempo, siempre el diabólico tiempo, «la estúpida gota del tiempo cayendo sobre el corazón aturdido».
Se acerca a mí Jaime Sabines, me observa con presteza. Me dice lo que yo te dije a ti, yo que profetizaba: «No pongas el amor en mis manos como un pájaro muerto«. ¡Ah, el amor, Sabines! «Yo no lo sé de cierto, pero supongo / que una mujer y un hombre / algún día se quieren, / se van quedando solos poco a poco, / algo en su corazón les dice que están solos, / solos sobre la tierra se penetran, / se van matando el uno al otro». Y así nos matamos ella y yo, lentamente, con las dagas afiladísimas y siempre sin quererlo. Porque «el amor es el silencio más fino, / el más tembloroso, el más insoportable. / Los amorosos buscan, los amorosos son los que abandonan, / son los que cambian, los que olvidan. / Su corazón les dice que nunca han de encontrar, no encuentran, buscan». Y «algo he de andar buscando en ti, algo mío que tú eres y que no has de darme nunca«.
«Mi corazón recuerda que he de llorar / por el tiempo que se ha ido, por el que se va», y me rompe, y no lo entiendo, no entiendo por qué «los amorosos andan como locos / […] / entregándose, dándose a cada rato, / llorando porque no salvan al amor. / […] / Siempre se están yendo, siempre, hacia alguna parte», y se ponen «a cantar entre labios / una canción no aprendida. / Y se van llorando, llorando / la hermosa vida». Y vuelve Jaime Sabines, cruel hasta el espinazo: «El amor es la prórroga perpetua, / siempre el paso siguiente, el otro, el otro», dice; «el amor es un lugar al que no llegas nunca«, remata. Y me acuesto sobre la cama antigua, la cama desnuda en la que tiempo atrás fue difícil distinguir la silueta de nuestros cuerpos. La cama en la que me atreví a pensar por primera vez: «Ésta es la última vez que yo te quiero. / En serio te lo digo«.
«Alguien ha de explicarme / por qué no suceden tantas cosas», ¡y tú no estás dispuesto, Sabines! Por qué yo dejé que te extinguieras, por qué «me doy cuenta de que me faltas / y de que te busco entre las gentes, en el ruido, / pero todo es inútil». Quizá sea «porque he querido quererte a través de los días, y ha pasado el tiempo de nuestro amor». Pienso, siempre pienso, que yo para ti seré «una cicatriz que ya no existe, / un beso ya lavado por el tiempo, / un amor y otro amor que ya enterraste«. Y «morimos en mi cuarto en que estoy solo, / en mi cama en que faltas, / en la calle donde mi brazo va vacío, / en el cine y los parques, los tranvías, / los lugares donde mi hombro acostumbra tu cabeza / y mi mano tu mano / y todo yo te sé como yo mismo». Pero «no es que muera de amor, muero de ti«.
«De repente, qué pocas palabras quedan: amor y muerte. / […] / El amor es el aprendizaje de la muerte«. Por el momento, yo me pliego sobre mí mismo sobre el viejo colchón. En tu extinción, «en el declive de tu espalda, voy a quedarme muerto un rato». Y «cuando me quedo solo / me quedo más solo / solo por todas partes y por ti y por mí. / No hago sino esperar. / Esperar todo el día hasta que no llegas». Porque nunca lo haces. Y quiero que sepas que «en el camino de las tentaciones siempre estará presente tu imagen, desamada mía». Aunque hayamos muerto, aunque sea solo un último suspiro lo que quede a mi muerte eterna, te entrego la certeza de que nunca diré que «yo ya he olvidado / quién eres, dónde estás, cómo te llamas«.
Amanece, ahora sí, y los primeros rayos del sol comienzan a filtrarse a través de las nubes y de la persiana estropeada. La lluvia sigue cubriendo el país. Es otoño, no sé el número. Cierro los ojos, prefiero la noche. Prefiero los sueños. «Ahora quiero dormir un año, nada más dormir». Allí, aunque en espacios físicos distintos, llego a contemplarte. Allí asesinamos al tiempo. «Puedes empezar a leer esto / y cuando llegues aquí empezar de nuevo. / Cierra estas palabras como un círculo, / como un aro, échalo a rodar, enciéndelo». Así tendrás mis días sin ti.
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