Manolo Dato era mi amigo, antes de caer fulminado por el rayo. Cuando se le apagó el latido yo inauguraba la década de mis 20 y empezaba a comprender que la poesía era tan seria como vivir y, a la vez, que apenas importaba si uno acababa desplazando los libros en favor de la vida. Me dolió su muerte inesperada, con sabor a mar de primera vez al año. Le rocé los dedos en la tumba, aunque ahora sé que no pudo ser posible, pues nosotros enterramos a nuestros muertos con la vergüenza de esconderlos en una caja.
Manolo Dato era poeta. Un autor local sin pretensiones, que guardaba versos barrocos e intensos entre libros, y que apuntaba palabras como celada, álamos, silencio o llanto en el reverso de las papeletas electorales, que robaba cada vez que había comicios y hacía como si la democracia le importara más que la poesía.
Manolo Dato era un lector: “Lee, Daniel, lee, no pares nunca”, le decía de continuo a un joven de luto y barba inexistente. Y siempre estaba al tanto. Anciano (vital), pero moderno: no perdía el ojo a algunos premios que, cada año, elevan a la categoría de poetas a algunos jóvenes, jovencísimos escritores. Su cita con certámenes como el Adonáis era ineludible.
Manolo Dato está muerto, pero hoy sería ladrón. Me habría robado el libro que aguarda en mi regazo a que le copie unos versos para este texto; se lo habría llevado a casa, a su colección inmensa de poemarios inmensamente breves de autores de edad todavía más breve ganadores del premio. Y allí, en su sillón de la lectura —¿lo tenía?— habría leído esto:
UN dato mínimo me ha sacudido
en lo más hondo:
/ua/ fue la primera voz
pronunciada sobre la tierra.
Fue entonces cuando la nostalgia
me trajo, como un eco,
palabas que quizá atadas
a lenguajes ancestrales
me evocan a Colombia,
ancha y larga,
entre sus letras.
Su música, su alegría, sus festejos
guachafita,
guateque
guabina guasca
guarapo guaro
-y por tanto-
guayabo (que no el árbol)
su deporte-religión en unos
guayos
(y hasta los guaches
-que los hay-
con sus guachadas)
nuestro desierto caribeño
la península
guajira
sus aves multicolores
-los de la bandera-
¡gua-ca-ma-yas!
y el amarillo inigualable de los
guayacanes amarillos
y el delicado lila
del gualanday
sus frutas
guanábana
guama guayaba,
y sus plantas
nuestro bambú propio:
la guadua
y la tradición de finca
(el ruido gris de la guadañadora)
con sus historias fascinantes
-¿ficción, folclor?-
de brujas
y de guacas.
El pórtico de Bello es el riesgo, de Marcela Duque (72º premio Adonáis, Ediciones Rialp, 2019) es ese país extraño. Después, el poemario es una acción de gracias: a la existencia y a todo lo que vertebra el mundo, que va desde la “explosión / primaveral en el jardín de nuestra casa” hasta el íntimo abrazo de la sangre familiar, pasando por la figura de un Dios muy humano, origen tal vez de todo, como también de este poemario; al final, todo lo humano: la contemplación, el recuerdo, el pulso de los días…
Duque apela al sentimiento íntimo, a la virtud que se esconde en aquello capaz de emocionar, de erizar la piel, de iluminarse en la opaca tarde de un otoño antiguo. Lo resume en un verso: “Estás en el lugar preciso si agradeces”. Y allí se sitúa la joven colombiana, nacida en 1990 y licenciada en Filosofía por la Universidad de Navarra.
Durante su lectura, el libro se te cae de las manos. Es fácil interrumpir el ritual del ojo sobre la palabra tras cada poema. La exactitud de las imágenes actúa como una antigua máquina de cine. De pronto percibes el cerezo que hay que contemplar cuando se preñan de flores para asomarse al “árbol de la luz transfigurada” o te haces pequeño, todavía un poco más pequeño, y te abrazas al huesudo dedo de una yaya que juega contigo a los juegos que inventas, que susurra con su voz de vieja secretos que incendian las historias de una niña.
Bello es el riesgo es un balance, un pasar factura a la biografía y comprender que sale a devolver, que, con la antigua voz de la negra Sosa hay que cantar un “gracias a la vida”, o arrodillarse y elevar las manos al misterio:
SI no fuera porque proponerlo
hubiese sido artificial
anhelo vano
y hubiéramos atraído las miradas
y roto con la magia del momento
que se había apoderado de los turistas
-¡también ellos!- y sus ojos,
nos habríamos postrado de rodillas
al contemplar el sol que se ocultaba
después de un día intenso y sulfurante,
de habernos azotado las espaldas
y jugado con nosotros en las olas,
y a esa hora definía sus perfiles
haciéndose amable a las miradas,
vistiéndose de rojo
cual lámpara china incandescente
que se fuera a apagar en el ocaso,
exhalando arreboles en su muerte;
nos hubiéramos puesto de rodillas
y recitado un canto de alabanza
como alguna vez lo hicieran los ancestros
y aún probablemente lo hagan en la Sierra
o en las vastas llanuras del Vichada,
mas no fue necesario. A fin de cuentas,
la mirada ya se había prosternado
y el silencio adquirido tonos sacros.
Pasa siempre con una belleza gratuita:
Nos devuelve a la piedad de nuestra infancia.
Bello es el riesgo se lee rápido, pero se relee lento. Habita en los poemas el dulzor agradecido de la nata, tienen los versos la estructura del hogar de leña donde apetece quedarse cuando se hace tarde, cuando anochece, en esos días en que “el crepúsculo viene sin estrellas”.
Hay, Manolo, un poema en este libro que tú tendrías, que te habrías comprado o me habrías robado, cuyos versos me hubiese gustado decirte antes de aquel día: “Quédate, por favor, que es noche oscura. / Necesito la luz de tu mirada”. Y, juntos, asumir el riesgo de esta existencia bella.
—————————————
Autor: Marcela Duque. Título: Bello es el riesgo. Editorial: Rialp. Venta: Amazon
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: