Uno tiende a asociar el inicio de una guerra con imágenes espectaculares, como la voladura de un edificio gubernamental o el atentado sangriento contra algún gerifalte. Pero, muchas veces, el primer síntoma de una crisis humanitaria a gran escala se nos revela de manera mucho más prosaica, en alguno de los pasillos de nuestro supermercado habitual. Así, todos recordamos la conmoción ante el vacío en la sección de papel higiénico al inicio de la última pandemia o el encarecimiento del aceite de girasol, con el que descubrimos en qué lugar exacto de la alacena dependíamos de Ucrania.
Así, Andrea Nicastro nos va a narrar la angustia creciente del asedio a una ciudad al ritmo implacable de la artillería rusa, de la mano de una serie de personajes cuyos destinos se cruzan. Y logra hacerlo con tanto aplomo que puede prescindir de las imágenes más cruentas, de los cuerpos destrozados por el metal ardiente o las cabelleras que asoman, polvorientas, en las montañas de escombros. Le basta con hablarnos de personas incapaces de levantarse de sus camas, ateridos de frío, esperando la muerte en apartamentos con los cristales destrozados por las ondas expansivas, mientras en el piso superior, donde ha impactado una bomba, la ropa arranca a arder suspendida en las perchas, en el interior de los armarios.
Porque de eso hablamos. En primer lugar, del modo en que la mera balística de un ejército que vomita metralla y fuego sobre una ciudad es suficiente para retrotraer a la Edad Media a una sociedad que sólo unos días antes era moderna, estaba abonada a Netflix, conectada al 5G y vestida de Zara. De repente, uno comprende que el medievo se mantenía a raya en los objetos de la casa más ordinarios: los grifos dejan de traer agua, las estufas se enfrían tercamente, los enchufes no cargan, las cocinas de gas ya no silban más.
Y cuando internet deja de ser tan natural como el aire que respiramos y la civilización moderna, sorprendentemente, deja de ser un derecho indiscutible, lo siguiente que se pierde es la humanidad. Las comunidades de vecinos que han acudido a los sótanos a resistir primero, a lamentar su suerte después, van resquebrajándose cuando otras comunidades cuyo edificio ha ardido por completo vienen a robarle sus galletas. Cuando los rumores descartan que vayan a abrirse corredores humanitarios. Cuando alguno de sus integrantes intenta llegar a otro edificio para visitar a unos parientes, esquivando a los francotiradores y notando en su espalda la masa de un edificio temblando como gelatina al impacto de un misil, y vuelve para contar el paisaje desolador de cadáveres que ha visto. Es entonces cuando los vecinos abandonan la desesperanza que cunde en las comunidades subterráneas y suben a las camas de sus apartamentos polares, a esperar la muerte y escapar de las suspicacias de los demás (curiosamente, durante la guerra civil, muchos vecinos de Barcelona también dejaron de bajar a los búnkeres cuando sonaban las alarmas antiaéreas: muchos preferían probar la suerte macabra de los bombardeos a soportar la compañía histérica de los demás allí abajo; al final, y esto es lo terrible, va a resultar que lo peor no son las bombas, sino tus vecinos).
Enviado a Ucrania como corresponsal de El Corriere della Sera, Andrea Nicastro emplea eventos presenciados en primera persona y testimonios de personas conocidas sobre el terreno para montar esta novela coral con una prosa efectiva y bien timbrada, muy atenta a los detalles (“los sacos de cincuenta kilos de harina eran sólidos, costaba moverlos, pero también eran capaces de liberar un universo de partículas suaves y maleables.”). A la deriva de los asediados añadirá la suerte de otros personajes, como un panadero de Donetsk obligado a enrolarse en las tropas rusas y a alquilar su horno a un veterano de la Guerra de Afganistán, con el que acabará forjando una inopinada amistad, gracias a la eficiencia militar con que limpia la maquinaria para hacer pan y a sus consejos bélicos (“muévete cerca de las fuerzas especiales o, si no puedes, cerca de armas costosas. La infantería es sacrificable, para los generales valen mucho más las armas”). La fragilidad de una familia de tres generaciones embarcada en la misión suicida de escapar de la ciudad. Una cirujana militar que intenta reparar los cuerpos de las últimas fuerzas resistentes de Mariupol, en los quirófanos subterráneos de la acería de Azovstal, obligada a decidir quién sobrevivirá y quién no en cuestión de segundos, durante jornadas de diez horas, amputando miembros que en otras circunstancias podría haber curado.
Y es precisamente en ese momento, cuando caen los últimos de Azovstal y vuelve la sopa caliente a los comedores sociales y el 5G a los teléfonos móviles, cuando los personajes sienten la necesidad de leer el relato colectivo del asedio. Entonces, tanto los que han roto el cerco y encontrado la salvación en la Ucrania libre como los que permanecen en territorio prorruso, buscarán #Mariupol o #asedio y encontrarán otra batalla que sucede invisible sobre sus cabezas: el cruce de posverdades entre Moscú y Kiev, capaces de interpretar una misma imagen de prensa con versiones contrapuestas. Alguien ha dicho que la desinformación no pretende que creamos una versión concreta de los hechos, sino que no nos creamos ninguna. Afortunadamente, los libros como El cerco de Mariupol resisten a ese escepticismo inducido y preservan, como el kiwi fresco en la frutería del súper, cierta esperanza durante el largo asedio.
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Autor: Andrea Nicastro. Título: El cerco de Mariupol. Traducción: Ernesto C. Gardiner. Editorial: Altamarea. Venta: Todos tus libros.
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