En una punta olvidada de España, donde el sur es claridad cegadora, “una mañana transparente” cuatro hombres arribaron a un islote en un precario bote. Desembarcaron con la misión de dejar un recuerdo de su cautiverio, algo que pudiesen encontrar en un futuro “quizá unos náufragos, quizá unos viajeros curiosos, quizá unos piratas”.
Eran Luis Jiménez de Asúa, penalista y catedrático, Francisco de Cossío, periodista y escritor, el estudiante de leyes Salvador María Vila y el escritor, y antiguo legionario, Arturo Casanueva. Los cuatro, confinados por Primo de Rivera en la isla de Isabel II, la única habitada de las Chafarinas, habían escrito una carta a Miguel de Unamuno prometiendo dedicarle un monumento.
Asúa había sido condenado por promover un acto contra la retirada de la cátedra a Unamuno. Cossío por haber escrito un artículo en defensa de Santiago Alba, jefe de los liberales. Casanueva por apoyar la protesta de Sánchez Guerra, líder conservador, ante el cierre de un periódico. Vila, alumno de Unamuno, había sido detenido por manifestarse en defensa de su maestro ante el Ministerio de Instrucción Pública.
En la isla había un comandante, con el que compartían excursiones y partidas de mus, unos pocos soldados, un capellán y algunos civiles. Había también cuarenta prisioneros rifeños. Entre ellos Mustafá Raisuni, bajá de Arcila, que estaba acompañado por un siervo negro y que prometió a Casanueva regalarle una esclava mora.
Casanueva era el más pintoresco. Se paseaba por la isla con el chapiri y la capa legionaria, que acompañaba de unas babuchas amarillas, y se adueñó del único mosquitero de la isla, un tul de azul purísima, que hizo exclamar una noche a Cossío: “Pero, ¿ésta es la cama de un exlegionario o el lecho de Sor Concepción?”.
Caminaban por el Paseo de los Tristes, que rodeaba la isla, creyéndose, recuerda Asúa, asistidos por la compañía y el consejo de Unamuno, exiliado entonces en París tras su destierro en Fuerteventura.
El 17 de mayo de 1926, con motivo del cumpleaños del rey Alfonso XIII, los confinados fueron indultados. Vivieron el breve destierro como una novela de aventuras que acabó por forjar entre ellos una admirable amistad surgida del confinamiento y del común sacerdocio intelectual en defensa de la razón y la honradez nacional. Un sentido del deber para con España que no les deparó más que un trágico destino. Fueron víctimas de las dos Españas.
A Asúa, clave en el PSOE durante la República, casi lo matan poco antes de la guerra. Acabó refugiado en Argentina, donde moriría como presidente de la República en el exilio sin poder haber regresado a España.
Cossío, que se puso del lado de los sublevados, perdió a un hijo falangista en la batalla de Brunete. Le escribió Manolo, una de las novelas más bellas y sobrecogedoras escritas sobre nuestra guerra. Dirigió El Norte de Castilla, del que fue depurado por liberal.
Vila, prestigioso arabista, fue detenido en Salamanca en 1936 y conducido a Granada, de cuya Universidad era rector, donde fue fusilado. Aquello fue una de las causas del desencanto de Unamuno con los sublevados y una de sus grandes penas.
El aventurero Casanueva, Beau Geste santanderino, sería asesinado en su ciudad natal por unos milicianos republicanos. Su delito: hacer de abogado defensor de unos marinos franquistas que, como él, acabaron también siendo fusilados. No pudo resistirse al romanticismo heroico de una defensa imposible que acabó por llevarle a la muerte.
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Notas de un confinado, Luis Jiménez de Asúa. Ed. Mundo Latino, 1930.
París-Chafarinas, Francisco de Cossío. CIAP, 1932.
Cartas del destierro: Entre el odio y el amor (1924-1930), Miguel de Unamuno. Ediciones Universidad de Salamanca, 2012.
Unamuno contra Miguel Primo de Rivera: Un incesante desafío a la tiranía, Jean-Claude y Colette Rabaté. Galaxia Gutenberg, 2023.
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