Alberto Barrera Tyszka ha escrito un thriller psicológico que, si no fuese por la única referencia específica al proceso vivido en su país natal que aparece en la novela, “patria bolivariana”, y por el lenguaje utilizado por los personajes en los diálogos, podría ocurrir en cualquier país sometido a un régimen autoritario.
El hecho, además, de que organismos pertinentes a la llamada revolución sean referidos con acrónimos inventados en sintonía con la pomposidad típica de los últimos tiempos: Departamento del Archivo Principal de la Secretaría Central de Registros y Notarías (DAPSCRN) o el Cuartel 47 de Seguridad e Inteligencia Militar, nos trae un aire distópico a una novela de inteligente construcción y con un manejo audaz y efectivo del sentido de las expectativas y los giros narrativos.
El fin de la tristeza (Random House, 2024) se acerca al trasfondo de los dilemas de Patria o Muerte (Premio Tusquets de Novela, 2015) pero a la vez se distancia sustancialmente por el viaje laberíntico que sucede en la mente de Gabriel Medina y la lucha contra sus propias obsesiones y dudas recurrentes. El texto nos hace recordar a Don De Lillo, en particular lo referido a la psicología del individuo frente al poder y de cómo la esfera pública afecta a la vida privada.
La novela está narrada principalmente en primera persona y tiene un sentido circular. Empieza y termina en el mismo lugar y dentro de esos dos momentos cabe todo aquello que puede ser real o imaginado. Gabriel sale de la estación de metro Capitolio para dirigirse a El Archivo. Aunque estudió geografía se desempeña como bibliotecario y tiene la suerte de estar empleado al no tener antecedente alguno contra el gobierno. Se desvía por una calle y se queda viendo múltiples pantallas de televisores exhibidas en una tienda que muestran el momento en que su psiquiatra, Elena Villalba, es escoltada por dos oficiales que la llevan detenida.
Al desviarse por esa calle ve a una mujer, Inés, que lo deja impactado. El azar cobra importancia y desde ese día procura topársela cada mañana hasta que, torpemente envalentonado, se decide a dirigirle unas palabras que despiertan la simpatía de ella y quedan en una cita. No sabemos el apellido de Inés pero sí que ocupa un lugar importante en la psique de Gabriel.
De esta manera, dos mujeres son los polos que redireccionan las acciones y los pensamientos de Gabriel: la Inés de sus aspiraciones y Elena, su psicoterapeuta, acusada de propiciar el suicidio de varios de sus pacientes. El arresto toma notoriedad nacional por las maniobras de un estrafalario y vengativo influencer, Roco-Yo, que se supone recibe informaciones del gobierno y que bautiza a Elena Villalba como la “Doctora Suicidio”. Es así como la novela se sitúa en la contemporaneidad en cuanto al papel determinante de las redes en la vida de las personas.
Cuando se presenta el perfil de algunos de los suicidas el autor opta por una sana distancia empleando una tercera persona omnisciente. Tales son los casos de Raquel, que se encierra en un cuarto pequeño con una bombona de gas; Luis Felipe Ayala, que se lanza de un edificio; o el de una estudiante de odontología que se arroja por un viaducto. Todos, como Gabriel, son pacientes de la doctora Villalba.
Los suicidios son en parte una reacción al deterioro extremo de las condiciones de vida de un país que ya no aguanta más. En pocas líneas se puede decir mucho, como lo hace dosificadamente el autor a lo largo de la novela cuando se refiere al racionamiento de agua que padecen los personajes; los pacientes en los hospitales que deben traer su comida y sus medicinas; un ascensor de un edificio dañado 14 meses; un letrero en una farmacia “No hay paracetamol”; una pensión de vejez con la que solo se pueden comprar dos aguacates.
La tercera persona también es empleada para describir a Gisela Montes, la secretaria de la psiquiatra —oportunista en cuanto a unas grabaciones vitales—, y cuando Elena Villalba, sabiendo que será arrestada, le pide al marido que se lleve a las niñas fuera del país porque sabe que el destino de ella es una cárcel para presas políticas.
El arresto de la doctora descalabra al ya de por sí inestable Gabriel Medina. Gabriel tiene problemas desde niño para relacionarse con los demás: no sabe leer a las personas; siente temor de perder el control; se intimida con rapidez; odia los urinarios; imagina siempre el peor escenario para tranquilizarse. Y alucina: “La misma sensación sofocante: estaba rodeado de ojos. Ojos palpables y ojos invisibles. Ojos evidentes y ojos escondidos. Ojos de distintas formas y ojos sin cuerpos, etéreos e ingrávidos”.
Los episodios de angustia lo llevan a tener frecuentes reacciones fisiológicas borde: sentir un cuchillo en mitad de su boca, una espada afilada y cortante que se le hunde hasta el pecho, una línea de frío que se cruza en su cabeza, hielo debajo de los ojos, no poder respirar bien y sentir la cabeza llena de tambores.
El sentimiento de tristeza —conexión umbilical con el título— aparece a menudo cuando Gabriel está abatido a causa de sus propias cavilaciones. Lo describe así: “Siento nítidamente cómo dentro de mí comienza a despertar la tristeza. Es una pesadumbre liviana que se levanta poco a poco y, en medio de la algarabía, va tomando forma dentro de mi cuerpo, se adhiere a la respiración. Pienso: es mi manera de estar con los otros”.
En un momento dado de la novela aparecen dos hombres que investigan el caso y, por momentos, se roza lo policial, siempre con la premisa del buen policial en el que se emplean diversos recursos literarios —léase Raymond Chandler o Leonardo Padura— para retratar los males de una sociedad.
Barrera Tyszka despliega una prosa plena de metáforas a la vez que emplea un lenguaje que, por momentos, toma un ritmo poético. El tiempo cronológico de la narración es el presente con saltos frecuentes a la niñez del personaje central. Frases cortas se alternan con párrafos más largos y ello, sumado a la trama y las tácticas dilatorias, impide al lector despegarse de las 200 páginas de esta inquietante novela. En esta obra cabe una exploración penetrante de la relación entre Gabriel y su padre, algo que nos trae a la memoria La enfermedad (Premio Anagrama de Novela, 2006) y la relación entre Andrés Miranda y Javier Miranda.
La novela, al mismo tiempo, no está exenta de episodios de humor, como cuando el padre de Gabriel —uno de los personajes más memorables— cuenta “la historia del bidé”. O el momento en que el “patriótico” jefe de Gabriel le pregunta en El Archivo sobre un aporte importante del país para el mundo y la respuesta de este, que se la pasa analizando el sentido de algunas palabras, lo descoloca: “¿El verbo curucutear?”.
Alberto Barrera Tyszka es un maestro en el arte de mantener la intriga y atención del lector. Con El fin de la tristeza lo logra con sus mejores facultades. Es así, como, al tener tomado al lector por la pechera en los últimos capítulos se da el giro más inesperado de todos y que, siendo una novela y no un relato, crea un efecto sorpresa tan grande que induce a regresar a la lectura de la primera página como si se leyera una nueva novela.
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Autor: Alberto Barrera Tyszka. Título: El fin de la tristeza. Editorial: Random House. Venta: Todostuslibros.
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