El 19 de septiembre se cumple un año de la erupción volcánica de la isla de La Palma, el volcán Tajogaite, en Cumbre Vieja, y el Festival Hispanoamericano de Escritores, que el año pasado debió ser aplazado por ella, calienta motores para una semana después, el próximo lunes 26 se septiembre, con México como país invitado. Traemos a Zenda cinco entregas literarias de autores de la isla de La Palma, todas ellas relacionadas con la erupción: Elsa López, Anelio Rodríguez Concepción, Lucía Rosa González, Nicolás Melini y Ricardo Hernández Bravo. En esta entrega, el poeta Ricardo Hernández Bravo nos ofrece varios de los fragmentos de su último libro, publicado en Barcelona por La verónica cartonera, escrito desde el volcán y con el título de Vivir sobre el volcán. (Con fotografías del también poeta Coriolano González Montañez).
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VIVIR SOBRE EL VOLCÁN
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Vivir sobre el volcán es ante todo una cuestión de fe. Desde hace generaciones nos afanamos en echar raíces en un pedregal inhóspito con voluntad de permanecer y dejar algo para los que nos sucederán en esa tarea que nunca acaba. Aquí casi todo es difícil, pequeño, escaso, enladerado, áspero y hostil y cuesta un esfuerzo enorme meterlo a camino. Mi padre, en su único viaje al continente, se asombraba de las llanadas enormes de tierra cultivada y la cantidad de agua al alcance de la mano de los ríos y lagos. Una maravilla que despertaba la envidia de unos ojos acostumbrados a lidiar con la dureza de un territorio donde lo verde nace solo de un esfuerzo descomunal. Donde todo se hace a golpe de barra, marrón y dinamita: cada cimiento, cada metro de tierra de cultivo, cada centímetro de pista o carretera con sus puentes y paredes de arrimo, cada túnel excavado en la roca para sacar agua, cada canal para llevarla y cada estanque donde almacenarla. Todo a base de piedra movida, separada, escogida, cargada una a una en su pequeña camioneta el día antes para dar avío a los parederos, como me contaba mi padre que hacía cuando construyó la finca. Paredes inmensas de piedra levantada a fuerza de riñones o enlingada sobre el cucharón de una pala mecánica, el pedregullo menudo echado detrás como relleno y encima el medio metro de tierra acarreada en camiones desde el Llano de la Pina o de Las Cuevas para hacer posibles los cultivos de plataneras de la Costa, Las Hoyas, El Remo: fanegas y fanegas en pequeñas propiedades, canteros y depósitos de todas las medidas y formas como piezas de un enorme puzle verde que por su magnitud y extensión sobre el paisaje recuerdan la ingente obra de las catedrales.
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Vivir sobre el volcán es el milagro de las manos, un pulso sostenido con la aspereza modelada a nuestra imagen que deja en la piel una marca inconfundible: la quemadura implacable del sol atlántico, estrías y manchas en los rostros curtidos de intemperie, en las manos endurecidas, regruesadas por el tanteo minucioso y continuo de la piedra y el roce de los cabos de guataca, picos, martillos o marrones. Manos como las de mi suegro Afrodisio, nudosas, agrietadas, recrecidas de callos, sabias y hábiles para hacer una pared o un empedrado, para lidiar con el surco, las parras, la liña de pesca, a pesar del muñón de su pulgar amputado de chico por la tapa de una caja de tea. Manos como las de mi abuelo Deogracias, recias, del color del malpaís de su viña de Mazo, cuyos dedos y palmas ennegrecidos se frotaba parsimoniosamente con piedra pómez y limón durante horas en un intento de borrar el más mínimo vestigio de suciedad la víspera de una fiesta o feria de ganado a las que tanto le gustaba ir. Me parece ver en aquel extremo celo por la pulcritud de sus manos un gesto de elegancia y dignidad, otro símbolo de la resistencia del canario ante el embrutecimiento de la dura lucha por la vida sobre las faldas de un volcán.
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“Lo que es un peligro es estar vivo” solía decir Anatolio, un amigo de la familia que siempre nos hacía sonreír con sus gracias, en aguda respuesta al “esto es malo, no te viene bien lo otro”, la cansina matraquilla de esta sociedad ultraprotectora empeñada en llevarnos como niños cogidos de la mano. Vivir sobre el volcán no es otra cosa: un estar en el filo, un andar empeligrado y risquero, firme de brazo y seguro de pie, como el del cabrero que en las altas pasadas fía su suerte a la madera lisa y sin nudos y al regatón de su lanza. Aquí sabemos bien lo que es vivir en riesgo, porque nuestra condición, aprendida de siglos, es estar siempre en vilo, con los ojos muy abiertos, pendientes de leer los signos del cielo y el mar que nos sostienen. Pendientes de si es tiempo de dar condición a la tierra, de si pintan bien las cabañuelas, de si la luna de octubre y la lisura en la cumbre, de si se aguarece el plantón y a ver si acaba la seca y llega lluvia buena y sin viento, si se llena el aljibe, si se logra el millo y no se murcha la uva y hay higos que echar al tendal y apretar en las cajas para endulzar el invierno. Vivir sobre un volcán es un vivir a cuenta, a condición, un transitar orillero por los andenes en una incansable batalla por ahuyentar la memoria del hambre.
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Vivir sobre el volcán es sentir un apego indescriptible a lo menudo, a lo efímero y hermoso. Quizá porque en este valle de una isla canaria sabemos como nadie en qué medida estamos expuestos a la contingencia, al capricho y el brusco zarandeo de los tiempos: desde las vaharadas criminales del levante que entran desde el sur, al norte descuernacabras o a los refungones de la brisa atravesada sobre Cumbre Nueva. Por eso nos desvivimos en mantener aquello que da color al erial, que nos salva del negro borrón de la nada que acecha como un fuego callado en el fondo de la isla. Ese amor a lo frágil y luminoso lo conocí con mi abuela Mercedes, siempre entre sus plantas, y lo veo cada día en mi suegra, Graciela, en el mimo infinito a sus macetas de geranios y a su poyo de rosales, gerberas, helechas, hortensias… que la hacen remontarse rodeada de matices y fragancias sobre los sinsabores de la vida. Ese amor convertido en amargura en la madre de un compañero que, desalojada de su casa en Todoque a punto de ser engullida por la lava, no podía entender por qué no la dejaban ir a regar sus flores.
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La experiencia de siglos nos ha enseñado que nuestra fuerza contra la crudeza de la vida sobre el volcán radica en el sentido de comunidad. Al isleño de campo, apegado a sus trocitos bien atendidos, no solía gustarle poner cercas: veredas y sermentías pasaban junto a las casas donde las puertas permanecían abiertas al vecino que formaba parte de una intimidad familiar más amplia. Se daba y se recibía con un sentido de reciprocidad no escrita: se necesitaba al otro para ir escapando a la pesada inercia de la escasez y el hambre. Por eso no caía bien que un extranjero llegara y vallara sus terrenos cerrando así los linderos al encuentro y el contagio. Por eso las faenas más duras —siegas, vareas, cavadas o vendimias— o las más festivas como las matazones, se hacían en gallofa, palabra de origen portugués que reúne en sus acepciones dos de los valores que mejor nos definen: el trabajo mano con mano y la celebración de lo hecho juntos, el festejo de la pequeña ventaja sacada al golpito, un tumbo hoy y otro mañana, a la firme resistencia del volcán.
Vivir sobre el volcán es pues hacer gallofa para ir levantando poco a poco una casa, un corral, un emparrado o una sombra para los coches. Son las tardes echadas tirando de ratos libres para sentar unos bloques o las mañanas de domingo juntando a familia y amigos para poner una losa y compartir mesa al final de la faena. Un sentimiento de pertenencia a una comunidad de usos y tradiciones que nos arraiga profundamente en la memoria colectiva. Precisamente ese sentido de comunión anclada a un paisaje es lo que ha hecho tan dolorosa la mordida de este volcán.
A ese hacer gallofa, ajuntarse en la pega, al espíritu del hoy por ti y el donde comen dos que nos ha permitido prevalecer sobre el volcán a lo largo de los siglos es al que debemos apelar una vez más para levantarnos de este nuevo recordatorio de nuestra fragilidad frente al poder de la naturaleza.
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Al quedar sepultada bajo una de las coladas la hermosa medialuna de arena y callao de los Guirres, nuestra playa familiar desde mi infancia, le preguntaba a mis hijos: “¿Y a qué playa vamos a ir ahora?” Y sus respuestas inocentes dieron sin querer en el clavo de lo que supone vivir sobre un volcán: “Hacemos un estanque grande con la arena del volcán, papi. Le ponemos agua y nos bañamos dentro, igual que en Los Guirres”, dijo Elvira. Y Marcelo: “Pues iremos a pescar allí y nos tiraremos desde las piedras, como cuando vamos con abuelo y abuela a los pesqueros de Fuencaliente”. Acomodarse una y otra vez a las nuevas formas de la isla y restaurar allí nuestra memoria. Domesticar el volcán, plegarse a él. Utilizar sus mismos materiales para volver a aposentarse sobre ellos y reconstruir nuestros días hechos de brisa, sol y salitre. Y cuando la cicatriz de lava se enfríe, echar a andar sobre la cascajera del malpaís y abrir nuevos trillos hacia nuestra lidia y nuestro relajo en los rumbos de siempre.
(Fragmentos publicados por La Verónica cartonera, Barcelona, 2022)
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Ricardo Hernández Bravo (El Paso, Isla de La Palma, 1966). Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Lengua y Literatura en Enseñanza Secundaria. Es autor de los libros de poesía El ojo entornado (1996), En el idioma de los delfines (Premio “Julio Tovar”, 1996) (1997), la antología El aire del origen [Poemas 1990-2002] (2003), Los posos de la sed (2014), La piedra habitada (2017), Pausa para anuncios (2019), Papi, no se puede pagar sin aliento (2021) y dos poemarios en colaboración con pintores: La tierra desigual (2005), con Hugo Pitti, y Alas de metal (2008), con Graciela Janet. En prosa ha publicado Siete cuentos (1997) y Vivir sobre el volcán (La Verónica Cartonera, Barcelona, 2022), con fotografías de Coriolano González Montañez. Algunos de sus poemas han sido traducidos al alemán y su libro Pausa para anuncios al francés: Pause réclames (Éditions L’Harmattan, 2022).
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Coriolano González Montañez (Santa Cruz de Tenerife, 1965). Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Enseñanza Secundaria. Ganador de varios premios de poesía, figura en distintas antologías nacionales e internacionales. Sus últimos libros son Mapa del exilio (2016), Premio “Pedro García Cabrera”, Mapa de la nieve (2019), Premio “Julio Tovar”, Padre (2002-2016), y El viaje II (poemas 2002-2019) (2021).
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