Se desmorona esta capilla de silencio que se había ido formando en casa. Por alguna de sus grietas se cuela el bullicio de los coches, la algarabía de un ruido callejero molesto. El calor también se ha convertido en un extraño que entra por las ventanas sin haber sido invitado. Este sábado parece que se festeja el ruido. Lástima, pues sé que es un pálido aperitivo de lo que llegará el lunes, toda una ciudad en tropel adueñándose de las aceras, los parques, las tiendas, los bares, qué mal lo hemos pasado pero ya es recuerdo, otra ronda más.
Bajo todas las persianas y escucho un programa al azar de La hora de Bach. Apenas la sinfonía de la cantata 21. Un oboe claro, y un violín a su vera, sostienen una melodía tranquila y honda que presagian un dramatismo inquietante. Vuelvo a escuchar la sinfonía. Llega revoloteando más de tres siglos después de su estreno en una iglesia en Weimar.
Viene después una cantata, la 47. Es otra cosa, otro empaque, una «orquestación» que implica más instrumentos, voces finas y graves, cierta apoteosis. Una exaltación algo excesiva para esta mañana. ¿Esta mañana? No sé si ahora es mañana o tarde. Bach aísla del mundo. Me dejo llevar por la voz de la soprano, luego por el bajo, por el riachuelo del coro más tarde; por las aguas que vienen y se alejan. Se remansan y se separan, para abrazarse poco después. Cedo a una melancolía desconocida y a la vez familiar. Nada me importa. Siento todo y nada.
Recurro luego a un deleite conocido, ya lo paladeo mientras lo busco. Es el Vals Kupelwieser de Schubert que recomendaba hace meses Javier Marías en un artículo. Se lo descubrió Juan Benet hacia 1971 y era tal la entrega a la pieza musical que el ingeniero de Caminos se las ingenió para que sonara y sonara «ad infinitum» mientras escribía su novela Un viaje en invierno, claro homenaje al músico quien, al final de su vida, dio forma musical a los «lieder» que su amigo el poeta Wilhelm Müller había compuesto y que para la posteridad se titularon Viaje en invierno.
No pueden compararse las composiciones. Los 24 poemas musicales de Viaje en invierno tienen un largo aliento, una búsqueda y significado de paisajes interiores del alma, mientras que Vals Kupelwieser es una pieza breve, que ronda los cuatro minutos, un delicado regalo con el que Schubert quiso festejar la boda de su amigo el pintor Leopold Kupelwieser el 13 de septiembre de 1826. Hoy (y hace cuatro noches y tantas otras) me dejo llevar por las versiones que aparecen en YouTube. Siempre está ahí, la primera que aparece, la del pianista francés Aldo Ciccolini, grave, impecable, la orquesta muda rodeándole, quizá ya como propina de la «soirée». Luego, Sergey Kuznetsov: solo, con un ramo de flores rojas y quizá blancas que sobran. Parece como si se regodeara en la melodía, tal si le pareciera «poco» y sus variaciones mejoraran la pieza, por no hablar de esa mano izquierda que revolotea por el aire a santo de qué. Nada que oponer ni a sus zapatos brillantes acabados en punta ni a su aparente entrada en trance.
Llegan los turnos de Bertrand Chamayou (sólo se muestra su cara de jovenzuelo), la modosita Salome Jordania… y el de Rosario Marciano, de 1974, interpretado en un pianoforte de 1828. Parece ser que fue la versión que a Benet y a Marías les cautivaron, aunque bailen los años. Qué más da. Ahí sigue la partitura, que los Kupelwieser se transmitieron de generación en generación hasta que décadas después la fijó Richard Strauss. Ahí sigue vigente la delicadeza, la aparente sencillez, la armonía suave de Schubert, tan él, tan de todos, asombrándonos dos siglos después, como si fuera un regalo para estos días. Y para los venideros.
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