Lo escribí a lápiz en la segunda página del libro, justo arriba a la derecha, con letra menuda y trazo rápido.
El 26 de noviembre de 1999 compré este «nouvelle» en una librería que hoy no existe. El barrio de Prosperidad, casi tampoco. Al menos ya es muy distinto. En la calle López de Hoyos, una de las más extensas de Madrid, tras una comida de menú de 800 pesetas servida en el chino-andaluz cuya camarera de voz ronca servía los platos a una velocidad del diablo y siempre animaba a que pidiéramos melón de postre, reinaba Crisol y su amplia galería de novedades.
Se llamaba Carlota Fainberg.
Me sorprendió la foto de Man Ray: su título es Primat de la matière sur la pensèe, 1929. Un hermoso desnudo en blanco y negro que traza una cartografía del deseo. El apellido extranjero también ayudaba a acentuar la fascinación. ¿Quién sería Fainberg? ¿Cuál es su destino? La solvencia narrativa de su autor garantizaba un territorio literario de calidad. Antonio Muñoz Molina sonríe en la solapa. Luce cabello negro, bigote también oscuro, y no figura ni un ligero rastro de canas. Su última obra publicada era Pura alegría, un espléndido festín literario que acababa de disfrutar en esa edad en la que asimilabas cada vez más lo leído.
Hace una semana, 22 años después, cogí el libro de la parte de la estantería dedicada a la narrativa española contemporánea. Lo curioseé antes de que Muñoz Molina me lo firmara en Málaga. Recuerdo que la historia me había atrapado, pero había olvidado muchos detalles. Recuerdo que lo leí, ensimismado en su lectura, en la línea de Metro 4, entre las estaciones de Alfonso XIII y Argüelles; y también recuerdo que lo llevaba en el bolsillo derecho de un abrigo largo en un atardecer incendiado que me hipnotizó en el templo de Debod.
He vuelto a Carlota Fainberg. He viajado a Buenos Aires y al aeropuerto nevado de Pittsburgh. Conversaciones —más bien monólogos de Marcelo Abengoa — que tiene que soportar Claudio, profesor de literatura en un departamento de Español de una Universidad de Pensilvania. El autor conoce lo que escribe ya que fue docente visitante en Estados Unidos y caricaturiza el uso de anglicismos, además del “yacimiento inagotable de sexismos verbales” de Abengoa.
Diez años después de que Muñoz Molina alumbrara a Fainberg, nació mi sobrina Carlota, la niña de mis ojos. Al acabar Muñoz Molina un sugerente diálogo con Guillermo Busutil sobre la creación literaria, empezó a mirar la novela como si fuera la de un autor suyo favorito o un manuscrito extinguido. Vio que era una primera edición y sus ojos volvieron a 1999 o a 1994, el germen de esta novela corta que se publicó por entregas en El País, y que ofrece frases como esta: “Nada se aleja más rápido en el recuerdo que los primeros episodios de un viaje”.
Más de dos décadas después, la obra, trufada de humor, ironía y sátira, también merece un nuevo nacimiento, una relectura estimulante, por plantear temas y enfoques que están ahora mismo en el debate público y que el novelista afronta de cara: lo políticamente correcto, las servidumbres universitarias y sus correspondientes discriminaciones positivas, las acusaciones infundadas… y esos escenarios bonaerenses, fantasmagóricos, casi a punto de disolución, que parecen recién extraídos de un fotograma de El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder.
Volver a Carlota Fainberg es una Pura alegría.
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