En el capítulo IX de las aventuras de nuestro ingenioso hidalgo Don Quijote, el gran Cervantes lleva a cabo un giro argumental que pasa por ser uno de los grandes hitos de la literatura universal. El narrador se halla de paseo por el Alcaná de Toledo cuando de pronto se topa con un escrito en arábigo, y tras pasar por las manos de un morisco aljamiado descubrimos todos, incluido el narrador, que se trata de las aventuras del mítico caballero andante. De un plumazo, Cervantes inventa la metanovela, o al menos la eleva como intentarían elevarla los novelistas cuatro siglos más tarde. Pero no es de eso de lo que venimos a hablar, sino de ese ambiente: el Alcaná, los mercaderes agitando sus productos, y, al fondo, los libros. Los viejos libros. Un muchacho con cartapacios, papeles y manuscritos dispuestos a transmitir su sabiduría de mano en mano. Un hombre que sujeta el papel engarzando con un simple gesto el conocimiento de generación en generación.
Esta columna intenta unir la actualidad con la cultura, y la noticia de hoy nunca debió ser tal: vuelven, tras varios años de ausencia, las ferias del libro antiguo. La de Madrid, en concreto, ha arrancado este fin de semana. Pero con una simple búsqueda en Google me encuentro con decenas de poblaciones que recuperan este tesoro en sus agendas. Vuelve el color pardo a las calles, los paseantes a las aceras, esos libreros de guante de seda ofreciendo sus tesoros, ese papel amarillento, esa huella del tiempo en el olor entre páginas, esas dedicatorias del siglo XIX, esos exlibris con trazos mágicos. Pienso en el muchacho del Quijote que agitaba sus cartapacios entre mercaderes de Toledo: la historia del hidalgo, como tantas, se pasea por los estantes del tiempo para iluminar al lector de turno. Hay en el libro usado no sólo una historia entre renglones o versos, sino una historia en esas manos que lo sostienen, uniéndose realidad y ficción metanovelísticamente a la manera cervantina.
Así que volvamos a las calles, volvamos a las casetas. Volvamos a la primera edición que de pronto se aparece entre ejemplares desconocidos, a la sensación de estar sujetando un incunable. Volvamos a la firma de un autor que calentó la infancia, al tebeo que creíamos extinguido, al libro de recetas que utilizó la abuela, al libro de viajes que nos remueve el recuerdo de aquella ciudad. Volvamos a Austen, a Tolstoi, a Cela, a Martín Gaite. Volvamos al Lazarillo, a Bobary, a los Buendía, al rey Gudú. Volvamos a las ediciones de Losada, de Caro Raggio, de Calpe, del Círculo de Lectores. Volvamos a los marcapáginas de hilo, a los grabados en el frontispicio, a la portada heráldica, a la tipografía gótica. Volvamos al teatro de principios del XX, a los sonetos renacentistas, a los poemas del Siglo de Oro, a los ensayos del Siglo de las Luces. Volvamos a la fiesta del libro, a la celebración del librorum liber. Volvamos porque vuelven los clásicos a otoño, de donde nunca debieron salir.
Volvamos al latín y el griego desde primaria, a la retórica, la gramática y la dialéctica, a declamar y aprender poemas de memoria y recitarlos desde niños. Tiremos los televisores a la basura y busquemos a alguien que sepa escribir sin faltas de ortografía para dirigir la instrucción pública.
A todo lo que usted dice, por supuesto, y tambièn a la filosofía. Aprender a pensar por si mismos, sin adoctrinamientos. También le doy la razón en lo de la instrucción pública aunque quizás haya que añadir que sea, honrado, buena persona. Falta nos hace un nuevo diógenes que intente encontrar estos escasísimos ejemplares.
Suscribo lo de la filosofía, pero me parece tarea imposible encontrar a una persona íntegra en la política. Aún digo más: nadie en su sano juicio busca el poder.