«Y poeta es quien se sumerge en ese vórtice en el que todo, para ella, se vuelve nombre». Esta idea que retoma Giorgio Agamben a partir de Walter Benjamin sitúa la imagen del vórtice como un punto independiente del flujo del agua, pero al mismo tiempo inmerso en él. El vórtice como origen que se aparece en el devenir del tiempo y lo interrumpe, pero sin quedar excluido.
La narradora no incluye las pausas descriptivas en la historia del relato como nimios recursos narrativos, sino que la historia es encauzada mediante estas pausas, pues a partir de ellas indaga en el pensamiento, el recuerdo y la escritura para que estos reparen en sí mismos. Habla desde la enfermedad y el arte, como ella misma reconoce, donde las imágenes reaparecen en la memoria sin ninguna jerarquía o aviso. En una época como la nuestra, donde los discursos se han vuelto productivos y contenidistas, el lector puede descuidar la forma de la narración, de la obra de arte en sus interpretaciones para centrarse únicamente en «lo que dice», para clasificarla de un modo efectivo. Todo está atravesado por la economía y la inmediatez. Un puñado de flechas, desde la palabra y el arte, crea un espacio de resistencia, pues mediante la contemplación uno queda indefenso ante la obra artística, no la categoriza por medio de un veloz análisis, no trata de poseerla, sino que la transita. Del mismo modo ocurre con el tiempo en la narración de esta novela, que no es rentabilizado en interés de la economía del relato, sino que es un tiempo que orbita sobre sí y se contempla y de él nace la historia. «Desde ese ángulo la limousine parecía la anamorfosis del cuadro de Holbein y, de golpe, me pareció que toda la situación sucedía en otro tiempo y espacio». Es en la suspensión del tiempo operativo cuando la realidad toma otras formas y las distintas poéticas se abren paso. Ahí está el arte como resistencia; el arte nos hace detenernos y adoptar la pasividad de los objetos inertes, para que estos sean quienes hablen y nos sorprendan. En el capítulo-relato de Gravitas esto alcanza una manifestación evidente y muy divertida.
Detenerse posibilita que el tiempo repare en sí mismo, así como la escritura y el arte sobre sí. Por tanto, Un puñado de flechas es un libro profundamente metatextual e intertextual con referencias a María Simón, Alberto Goldenstein, Guillermo Kuitca, Cézanne o Aída Carballo. Además, este reparo del discurso sobre sí mismo se observa palmariamente en el ejercicio paratextual de las citas a pie de página o las referencias al propio ejercicio de escribir. La narradora no sólo nos convierte a todos al «cézannismo» y nos acerca a la obra de numerosos artistas, sino que lanza una propuesta: indagar en los límites, las imágenes y las voces que se escuchan antes de agarrar el pincel/lápiz y crear. Precisamente en uno de los pies de página se menciona a Bartleby. En esta privación que domina al personaje melvilliano y su característico «I would prefer not to» reside la naturaleza de la escritura y de todo arte. Incluso cuando la obra artística se ha materializado, siempre mantiene ese carácter incompleto que la hace renovarse y sorprendernos con nuevos significados hasta alcanzar a todo el mundo.
Un puñado de flechas alterna la experiencia estética con la experiencia vital de una narradora que abandona una linealidad cronológica de los acontecimientos, y con ello la productividad del discurso. La narración enlaza de este modo con los diferentes artistas referenciados, desde la estricta formalidad de sus obras hasta sus biografías. «Cézanne rompió con la vieja distinción entre color y diseño. Por eso admiraba tanto a un Poussin como a Rubens y no veía en eso una contradicción». Alternando la cultura pop con el canon artístico, el cine, la música, la escultura, los murales de piscinas o las conversaciones de WhatsApp, la novela democratiza los diferentes discursos culturales. En la contemplación de la narradora no hay jerarquías, solo la muestra de una experiencia estética que enlaza con escritura, la visión particular del mundo y su propia vida. «Hay paisajes muertos y hay paisajes vivos, y este de Cézanne es de los segundos: en el que las piedras, los árboles, la curva del camino, están electrificados como a 20.000 voltios». En esa incapacidad de nombrar que proviene del detenimiento la novela encuentra un estilo único.
Considero, por todo lo dicho, necesario leer Un puñado de flechas, no sólo por sus dosis de humor y su belleza, la fascinación que transmite hacia el arte y la palabra, sino también porque nos enseña a detenernos y adquiere una dimensión política que nos ayuda a enfrentarnos a este mundo hiperactivo. Nos enseña lo que antecede a la acción de crear, porque el arte sólo se alcanza mediante la espera en la que nos sumerge el desconocimiento. A dejar de entender la palabra, el arte y el tiempo como posesiones y confiarnos pasivos a su caudal para que el pasado nos alcance y complete así el presente y se abra a nuevas posibilidades. Así se estructura el discurso de la narradora en Un puñado de flechas. Una novela que no es tan sólo novela, sino también vórtice en el río en el que todas y todos deberíamos dejarnos hundir y emerger, para contemplarnos al fin como Narciso y no esperar sin embargo nada de ese encuentro.
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Autora: María Gainza. Título: Un puñado de flechas. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros.
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