Con la frialdad del cirujano y la paciencia del monje, el periodista Miguel González, persona non grata para Vox, disecciona las entrañas de este fenómeno que parece haber surgido de la nada para convertirse en la llave que puede abrir la puerta de La Moncloa tras las próximas elecciones. ¿Quién está detrás de Vox? ¿Cuál es su ideología? ¿Qué estrategia utiliza para penetrar los poderes del Estado? ¿Cómo ha conseguido el apoyo de más de tres millones y medio de españoles? ¿Es una versión asilvestrada del PP o algo cualitativamente diferente? ¿Ha tocado techo?
Zenda adelanta la introducción de Vox S.A., editado por Península.
***
Introducción
El nombre de la cosa
3 de diciembre de 2018. Aunque es noche cerrada, no hace el frío habitual de esta época del año. Cientos de jóvenes sentados en el suelo participan en una interminable asamblea en la plaza del Carmen, a las puertas del Ayuntamiento de Granada. Como en las movilizaciones del Movimiento 15-M, siete años atrás, agitan las manos en el aire a modo de aplauso silencioso después de cada intervención. Otra vez están indignados. Pero ahora su rabia no se dirige contra la casta política o la oligarquía económica, sino contra sus propios conciudadanos, que con su voto han resucitado el espectro de su peor pesadilla. En un cartel puede leerse «García Lorca se revuelve en su tumba» (aunque su paradero siga siendo una incógnita).
La noche anterior, tras conocerse el resultado de las elecciones andaluzas, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, comparece en Madrid con semblante grave y, en vez de tratar de explicar por qué la fuerza política que surgió de la efervescencia del 15-M ha sufrido su primer batacazo electoral —tres diputados y casi 300.000 votos menos de los que obtuvo en 2015, Izquierda Unida incluida—, lanza una «alerta antifascista». Una llamada «al movimiento feminista, a las organizaciones de trabajadores, a las plataformas de afectados por la hipoteca, a los estudiantes, a los colectivos LGTBI» para que se movilicen «en defensa de las libertades y de la democracia».
Sin embargo, las movilizaciones de esas jornadas, que acaban con varios contenedores quemados y dos detenidos en Cádiz, no podrán impedir que Vox tome posesión de sus 12 escaños en el Parlamento andaluz y, un año después, de 52 en el Congreso de los Diputados.
La naturaleza del fascismo
En 1944, George Orwell, autor de una de las grandes distopías del siglo XX, se preguntaba aún en plena Segunda Guerra Mundial qué era el fascismo. Tras enumerar las muy variadas respuestas que dieron los encuestados por un instituto de estudios sociales en Estados Unidos y los grupos políticos a los que se ha aplicado el epíteto de fascistas, Orwell admitía la dificultad de encontrar una definición satisfactoria: «Se suele suponer que el fascismo prospera en un ambiente de histeria bélica y solo soluciona sus problemas económicos preparando la guerra o conquistas exteriores pero eso no es verdad, por ejemplo, en el caso de Portugal o de varias dictaduras latinoamericanas. Del mismo modo, se supone que el antisemitismo es una de las marcas distintivas del fascismo, pero algunos movimientos fascistas no son antisemitas». El escritor británico concluía su reflexión recomendando «usar la palabra con circunspección y no, como se hace usualmente, degradarla al nivel de insulto».
«Es probable que el término fascismo sea el más vago de los términos políticos contemporáneos», reconoce el hispanista estadounidense Stanley G. Payne. «El problema se complica —añade— por el hecho de que mientras la mayor parte de los regímenes y partidos comunistas prefieren llamarse así, la mayoría de los movimientos a los que se suele calificar de fascistas no utilizaban ese término para referirse a sí mismos» […].
El panorama actual
Del debate histórico y académico se pasa al político cuando se produce lo que el holandés Cas Mudde, uno de los mayores estudiosos del populismo, denomina «la cuarta ola» de la ultraderecha en Europa. El estallido de la crisis financiera de 2008, con la gran depresión económica que la sigue, y la llegada masiva de refugiados de la guerra de Siria en 2015 se sitúan como desencadenantes de la eclosión del llamado «nacionalpopulismo». Partidos ultraderechistas de larga trayectoria, como el Frente Nacional francés (FN) o el Movimiento Social Italiano (MSI), mudan de piel para hacerse más respetables y romper su techo electoral, dando origen a la Agrupación Nacional (RN, por sus siglas en francés, Reassemblement National) o a la Alianza Nacional (AN), mientras que formaciones conservadoras, como la polaca Ley y Justicia o la húngara Fidesz —Unión Cívica Húngara—, se deslizan desde el poder hacia posiciones de extrema derecha.
Otros factores abonan el terreno para el florecimiento de esta corriente política: la nueva revolución tecnológica —que deja obsoletas formas tradicionales de trabajo y obliga a adaptarse al nuevo entorno digital a un ritmo que no todo el mundo es capaz de seguir—, o el envejecimiento de la población, cuya media de edad, según las proyecciones de Eurostat, aumentará en Europa en 4,5 años entre 2019 y 2050, hasta alcanzar los 48,2 años.
Este escenario de temor e incertidumbre coincide, además, con la crisis de los sistemas políticos surgidos en la posguerra europea. La operación Tangentópolis supuso, ya en los años noventa del siglo pasado, la voladura de los partidos tradicionales italianos, carcomidos por la corrupción, mientras que en 2017 un político que acaba de crear su propio partido, Emmanuel Macron, y la ultraderechista Marine Le Pen, hija y heredera del fundador del Frente Nacional, se disputan el Elíseo en la segunda vuelta de las presidenciales francesas. Macron gana, pero Le Pen obtiene el 33,9 % de los votos.
Dos serios avisos de este dramático divorcio entre la población y una clase política endogámica y aislada fueron el rechazo a la Constitución Europea en el referéndum francés de 2005 y la victoria del Brexit en la consulta británica de 2016, cuando los electores votaron lo contrario de lo que recomendaban las élites políticas. En noviembre de ese último año, el triunfo de Donald Trump puso al mando de la primera potencia mundial a un magnate inmobiliario a quien muchos identificaron con el populismo, la extrema derecha, la derecha alternativa o, simplemente, el fascismo. Dos años después, Jair Bolsonaro —un político homófobo y defensor de la dictadura— se hizo con la presidencia de Brasil en medio de un macroescándalo de corrupción que salpicó a todos los partidos. Los efectos de este seísmo alteran el tablero político europeo: la ultraderecha pasa de tener el 1,1 % de los votos en la década de los ochenta del siglo XX, a un 7,5 % de promedio en el periodo 2010-18.
Ante este panorama, son muchos los que, como Pablo Iglesias, se han apresurado a tocar a rebato ante el regreso de los fascistas. En cambio, Emilio Gentile, uno de los mayores estudiosos del fascismo italiano, advierte de que «no podemos usar el término “fascista” para designar a movimientos políticos que no presentan en absoluto sus características peculiares o incluso las tienen opuestas al fascismo histórico, que ha dejado su marca en la historia del siglo XX». En su opinión, admitir el retorno del fascismo, la existencia de un movimiento eterno que renace cíclicamente, supondría asumir la eterna derrota del antifascismo.
Los británicos Roger Eatwell y Matthew Goodwin, académicos en ciencias políticas, creen que «la ecuación populismo=fascismo suele prestar más atención al estilo que al contenido. […] No vemos a líderes como Trump, Le Pen o Wilders como fascistas, más bien creemos que son “nacionalpopulistas” que representan una tradición de ideas distintas en Occidente». Ambos advierten de que «estos debates sobre etiquetas no son solo un juego de especialistas. El mensaje que transmite el término “fascista” es inaceptable para determinadas personas. […] Los críticos que los etiquetan erróneamente están añadiendo más leña al fuego populista»
Umberto Eco identifica hasta catorce características del fascismo (ocho más que Joan Antón Mellón), pero señala que «se pueden eliminar uno o dos aspectos de un régimen fascista y siempre lo identificaremos como tal. Quítenle el imperialismo y obtendrán a Franco o Salazar; quítenle el colonialismo y obtendrán el fascismo balcánico». El escritor y semiólogo italiano propone un juego según el cual, dada una sucesión de elementos con tres características cada uno, en la que cada nuevo elemento conserva dos del anterior e incorpora una propia, el cuarto elemento podría no tener ya ninguna característica en común con el primero y, sin embargo, seguiría manteniendo cierto «aire de familia».
Uno de los impulsos fundamentales del ser humano es poner nombre a las cosas. Cualquier objeto o fenómeno nuevo (un movimiento social, un estilo musical o una enfermedad) debe recibir un nombre. Nombrar las cosas nos permite hablar de ellas, aun cuando no suponga necesariamente conocerlas. Denominar algo es clasificarlo, encuadrarlo en una familia con la que comparte características, aunque sea solo de manera superficial y estas no respondan a su esencia profunda (eso solo lo sabremos cuando pasemos de nombrarlas a conocerlas). Y conocer es, la mayor parte de las veces, reconocer; asociar lo nuevo a lo ya conocido, descubrir un déjà vu escondido en lo que se pretende inédito.
La palabra fascismo posee hoy un significado muy diferente al que tenía para quienes asistieron a su nacimiento y desarrollo. Los europeos de hace un siglo no podían reconocer el fascismo porque nadie lo había visto nunca (y porque, por aquel entonces, no se mostraba con el rostro monstruoso con el que hoy lo identificamos, sino con rasgos atractivos, capaces de seducir a algunos de los mejores intelectuales y artistas de su tiempo). En 1920 el programa del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP por sus siglas en alemán, Nationalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei) no hablaba de exterminar a los judíos, aunque sí de despojarles de la ciudadanía o impedirles ocupar empleos públicos y Hitler nunca publicitó la «solución final» (el Holocausto) más que entre los propios jerarcas nazis.
En realidad, el empleo de la palabra fascismo para calificar a movimientos políticos contemporáneos —más allá de su analogía real o no con el fascismo histórico— solo es útil si alerta a la sociedad sobre la existencia de un riesgo que no es inmediatamente evidente y que puede pasar desapercibido bajo diferentes disfraces. «El fascismo está aún a nuestro alrededor, a veces vestido de paisano. Sería muy cómodo, para nosotros, que alguien se asomara a la escena del mundo y dijera: ¡Quiero volver a abrir Auschwitz, quiero que los camisas negras vuelvan a desfilar solemnemente por las plazas italianas! Por desgracia, la vida no es tan fácil. El fascismo puede volver con las apariencias más inocentes. Nuestro deber es desenmascararlo y apuntar con el índice a cada una de sus formas nuevas, todos los días, en todos los rincones del mundo», advierte Eco.
Es importante, sin embargo, no equivocarse y no esgrimir amenazas imaginarias o alarmas infundadas, no sea que, como les pasó a los jóvenes que salieron a las calles andaluzas en diciembre de 2018 voceando «¡que viene el lobo!», nadie haga caso.
—————————————
Autor: Miguel González. Título: VOX S.A. El negocio del patriotismo español. Editorial: Península. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
***
MIGUEL GONZÁLEZ lleva más de tres décadas en El País como responsable de la información sobre Defensa, Diplomacia, Casa del Rey y, en los últimos años, Vox. Se licenció en periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona en 1982. Ha trabajado en medios como El Noticiero Universal, La Vanguardia y El Periódico de Cataluña y ha cubierto informativamente las guerras de Bosnia, Kosovo, Irak y Afganistán, entre otras. El partido de Santiago Abascal no ha rebatido ninguno de sus artículos, pero le ha vetado en mítines y ruedas de prensa, por lo que ha recibido el amparo de las principales asociaciones de periodistas de España.
Hay que tener jeta para citar a Emilio Gentile y Stanley Payne para tergiversar. Lean a ambos y comparen. El fascismo es socialismo nacionalista y aspira al TOTALITARISMO, es decir, a la eliminación y control de la esfera privada por el Estado. El conservadurismo liberal de Vox quiere exactamente lo contrario, reducir el Estado y su capacidad de interferir en la esfera privada (educación, moral, economía, cultura, etc.). Hay que ser torpe para comparar a Cánovas o a Maura con Mussolini, y no digamos con Hitler. Y encima sale la foto del autor con jersey negro de cuello alto, el uniforme de la Guardia Nacional Republicana de la última etapa del fascismo italiano. Me parto con los ‘analistas’ progres. No hay ni uno que tenga contacto con el mundo obrero y como ‘intelligentsia’ son un pto. desastre.