Tomando a los Hombres G como bandera, Voy a pasármelo bien es una película que entiende y que escucha. Entiende porque utiliza el recurso de la nostalgia, con las dos líneas de acción paralelas en 1989 y la actualidad, pero lo utiliza bien, sabiendo que la mirada a tiempos pasados (presuntamente ideales) es una actividad interior, muy propia de la crisis de la mediana edad. Y que escucha porque sabe, mejor que otros muchos simulacros nostálgicos de los ochenta basados en la añoranza por Los Goonies (por mucho que aquí se presente, por fin, en una adecuada variedad autóctona de la cultura pop, los Hombres G), que en realidad esa mirada es un intento humano, legítimo y desesperado por recuperar esa música interior, esa perdida y primaria alegría de vivir que en su momento E.T. señaló a Elliot en el interior de su cabeza antes de partir para siempre.
David Serrano, afortunadamente, es otro que también sigue su propia música, perfeccionando su puesta en escena del musical como flash mob al tiempo que retuerce la fábula hasta encontrarnos aquí con una suerte de Notting Hill —ese duelo entre librero y estrella de cine—, culmen de los tropos de la comedia romántica que Serrano demuestra saberse con sinceridad y saber reproducir sin un solo suspiro paródico. El director y guionista actúa aquí como una suerte de Richard Curtis narrando en clave rom-com la monumental It de Stephen King, demostrando una madurez notable como cineasta. Puede que todos los recursos de Voy a pasármelo bien sean fáciles, sencillos, populares (o pop), pero están bien hilados y la película los sigue hasta el final, generando una amable sensación de euforia que no se olvida tan rápido.
Serrano hace un poco como Paco Plaza en Verónica, ensalzando la vida de barrio (aquí en Valladolid) a través del guiño pop, y esa suerte de Edad de Oro de establecimiento democrático que no estuvo exenta de sinsabores. Se aprovecha, por tanto, de aquello que muchos queremos recuperar. Pero en los márgenes de Voy a pasármelo bien hay cáncer, bullying y choque cultural, aunque la película entiende que una adecuada actitud puede canalizar el trauma de manera adecuada, tratando de soslayo incluso esas ideas preconcebidas que se han revelado inoperantes para esa generación X que ahora se está encontrando de bruces con un mundo amargo, que también —en cierto modo— comienza a dejarlos atrás.
Y la solución es recuperar la música, recuperar el amor, tanto en el caso de Raúl Arévalo como en el de la mexicana Karla Souza (todo un descubrimiento: no se la pierdan como vampira en la película de Netflix Turno de día), y en definitiva vivir como propone el leit-motiv que titula la película. Algunas interpretaciones un tanto impostadas juegan también a favor del filme, consciente de que ese elemento de simulación también puede jugar a favor de la comedia (“te sales, minerales”).
Voy a pasármelo bien, por último, hace otras dos últimas cosas… bien: por un lado nos distancia de los modismos y frases hechas televisivas de la comedia taquillera española actual, proponiéndonos algo más elaborado, con puesta en escena y una adecuada pauta narrativa de aventura infantil, no solo una acumulación de gags desarticulados. Y por otro, se la juega con una idea poética, también relativamente sencilla, pero que hay que saber ejecutar: el trasvase e intercambio de ideas entre dos amantes que fructifica en un guion basado en una novela basada en un corto de la infancia, y que quizá sea la película que nosotros estamos viendo. Lo dicho, muy bien.
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