¡Daha! es más. Significa “más” en turco. La única palabra que, según Gazâ, el protagonista de 9 años, saben los refugiados. “Más” agua, “más” comida, “más” aire, le suplican. A él, que ejerce de carcelero, ayudando al traficante de su padre. Pero “más” es también nuestro grito bulímico. El de los lectores y las sociedades que encarnamos.
Estábamos todos en la edad de crecimiento. El mundo entero. Justo por eso comíamos y necesitábamos comer. Devorarnos mutuamente, masticar todo tipo de cosas. Lo necesitábamos para crecer lo más rápido posible, reventar y dejar lugar a otros. Para que empezara una nueva época que se pareciera lo menos posible a la nuestra… Porque habíamos comprendido que nada bueno puede salir de nosotros. No éramos tan estúpidos como para no saberlo. No éramos tan estúpidos... [¡Daha!, Pp. 40-41].
¡Daha! —con acierto, se mantiene la palabra original en las ediciones, castellana y catalana frente a las inglesa y francesa— es, más que el título, la esencia de esta novela, la primera aquí traducida, de Hakan Günday. Y lo que la hace más que una ficción literaria, un grito desgarrador. Capaz de rajar la burbuja de confort en que flotamos y dejar que asome, por la grieta, la realidad purulenta. Esa violencia con la que nos hemos acostumbrado a vivir, anestesiados, dando por falso el dolor que vemos en los telediarios.
Hakan Günday, de 40 años, escribió esta, su octava novela, en 2013, dos años antes del verano de 2015 en que los europeos y, más increíble aún, los mandatarios de la UE se vieran sorprendidos por la llegada de miles de sirios, iraquíes, afganos…, desde Oriente Medio a Grecia, a través del Egeo. Tres mil huidos al día, con picos de treinta mil, hasta los 500.000 que aquel año cruzaron por Lesbos, como yo pude cubrir para eldiario.es y el documental Contramarea.
No es que Günday, hijo de diplomático, criado en Bruselas y nacido en Creta tenga dotes de oráculo. Sino que, como me explicó en una reciente entrevista: “bastaba con levantar la cabeza y mirar”. A partir de su observación, armó una novela bestial, que genera escrúpulos mentales y físicos. Los primeros, por la empatía que logra que el lector sienta hacia el monstruoso verdugo-víctima Gazâ. Más dura de encajar dado que él personifica al traficante turco, y a la traficante Turquía. País donde, por acción u omisión, todos y en particular la autoridad —policial, política— figuran implicados en la explotación de refugiados.
Gazâ suplica al padre escapar con ellos. “Nuestro trabajo consiste en mandar a los que llegan…, ¡no en irse!”, recibe por respuesta. Y ese episodio lanza una luz imprevista sobre los intermediarios: reos de un destino sin el peligro de naufragio pero también sin la esperanza que guía como un faro a los refugiados.
La lectura llega a provocar asco, náuseas, arcadas, en las páginas donde Günday recrea abusos de sordidez extrema. Escrúpulo físico que nos devuelve al principio del círculo vicioso: ¿Es necesario este horror? ¿Para qué? ¿Ayuda o es contraproducente?
Las preguntas saltan con la repulsión. A la vez.
Pero se sigue leyendo. ¿Por morbo? No. Por la maestría de Günday, ganador del Premio Médicis Étranger con esta obra y quien, como Vargas Llosa, descubrió su vocación a la vez que la dura realidad de su país: en la academia militar. Günday logra parir en ¡Daha!, una voz subyugadora. Ese Gazâ que nos pesca con la primera línea-anzuelo. Ahí donde confiesa que es hijo de un asesino que, sin serlo, jamás le habría engendrado. Y ya no nos suelta en todo un libro, de estructura aparentemente sencilla, en su avance lineal, pero que está hecho de pliegues certeros. Como la rana de papel, que regaló a Gazâ el refugiado que sería su mayor víctima. Un humilde juguete. Clave en la redención del protagonista.
También el libro es artefacto de papel. Se justifica en sí. Por necesidad de quien lo escribe y lee. Pero ¡Daha! más, hasta el final tiene el valor añadido de lograr que miremos de frente los muertos que estamos consintiendo. Que nada más cruzar la portada —¡qué umbral en la edición de Catedral!— aceptemos cruzando los infiernos de Gazâ y asquearnos con él de lo que somos: dóciles domesticados en la sacrosanta ley del más bestia. Viajar por el mundo hasta llegar ante el vacío de los dinamitados de los Budas de Bamiyán, en Afganistán, para confrontar la sospecha que siempre le ha acompañado a Gazâ —¿como a nosotros?—: que la muerte no es el final. El final es la indignidad.
Llama la atención que una impugnación tan honda al poder turco haya pasado la censura y que el narrador sea demoledor, también, con los periodistas —frívolos, ávidos de historias para ganar premios—, en un país, Turquía, donde son encarcelados por cientos. Günday me respondió, en la entrevista, que él critica a esa “prensa europea que no ha pedido cuentas a sus gobiernos por sus actos allende fronteras, pero sí ido al tercer mundo que sus gobiernos explotaban para caricaturizar” o “que ha retratado, de 2007 a 2010, a Erdogan como islamista moderado”. Y que, si no censuran su libro “quizá es porque es una novela de cientos de páginas y no un tuit de 140 caracteres o un artículo capaz de llegar a millones de personas en poco tiempo y la censura es muy pragmática”.
Pero no se debe descartar eso que apuntaba José Luis Sampedro a Évole (26’50’’), que cierta disidencia se consiente para dar sensación de libertad. “El sistema es muy listo”, se refería el ya fallecido escritor al franquismo y al capitalismo global.
Habrá que pensar… ¡Daha!
Autor: Hakan Günday. Título: ¡Daha! Editorial: Catedral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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