Unos minutos antes del despegue se acomoda en su asiento plegable, tras comprobar que todos los pasajeros llevan abrochado el cinturón de seguridad. Ajusta el suyo, respira hondo y abre un libro. No está sentada junto a una ventanilla, pero las páginas que pasa le muestran cuanto quiere ver. Las letras bailan mientras el avión coge velocidad, su espalda se aplasta contra el respaldo y el traqueteo desaparece. No dispone de mucho tiempo antes de que el aparato se estabilice y su trabajo la reclame.
A su lado, su compañera respeta un ritual que adoptó tras los primeros vuelos, cuando la inexorable rutina se estableció y pudo tomarse ciertas licencias. Cuando recorre el pasillo, comprueba la repetición de patrones y busca cualquier indicio que delate un problema. Esos paseos le sirven también para entrar con impunidad en vidas ajenas. Observa discusiones, gestos amables, sonrisas traviesas o miradas cómplices. Anda con paso tranquilo, se detiene con falsa espontaneidad y analiza cada objeto: ropa, móviles, tabletas, libros… Ninguna novela la había marcado y el cansancio la había llevado a abandonar la lectura, pero ante el desfile de sugerentes portadas, la curiosidad operó en su interior. Inventaba gestos que le permitían acercarse con discreción y memorizar títulos que comprar en el próximo aeropuerto.
Aquel día, cuando se agachó para coger un brik de zumo del carrito de bebidas, rozó un libro que conocía. El corazón le dio un vuelco. Era el mismo que estaba leyendo. Si antes se interesaba por las novelas que surgían ante ella, ahora quería ver el rostro que se escondía tras el extenso volumen. Se levantó disimulando su desconcierto y, mientras vertía el zumo en el vaso, dirigió una mirada furtiva a su compañero de lecturas. Había algo familiar en él. Intuyó que sus afinidades podían ir más allá de una simple novela. Su manera de pasar las páginas, de mover sus ojos mientras seguía las letras, de dar forma al vacío entre su rostro y el libro, hablaban de su personalidad. O tal vez no. Tal vez estaba idealizando aquella escena, fantaseando con lo que podía suceder después. Parecía complacido: sin duda le gustaba lo que estaba leyendo. Se dirigió a él para preguntarle si quería beber algo y sus ojos se encontraron.
El hombre rechazó la proposición, pero aquel fugaz intercambio le mostró que había algo en el rostro de la azafata que no lograba descifrar. Volaba por cuestiones de trabajo, hacía aquel trayecto de forma mensual y ya había coincidido con ella en más de una ocasión. Durante el resto del vuelo sintió que ella le observaba inquisitivamente y sus miradas se cruzaron varias veces. Cuando, antes del aterrizaje, ella comprobó que su cinturón estaba bien abrochado, ambos eran conscientes de sus silenciosos diálogos, se observaron con cierto descaro y se preguntaron hasta dónde llegarían.
Ya en el aeropuerto de Lyon, Saint-Exupéry, ella abrió la puerta de la cabina y se situó junto al piloto. Siempre guardaba su mejor sonrisa para la despedida, acompañada por un cortés “au revoir”, pero le costaba modular su voz ante la llegada del hombre que había acabado con su rutina. ¿Sería capaz de acercar su rostro al suyo para susurrar que le gustaría volver a verle? Se miraron de forma intensa y cada uno esperó una reacción del otro. Cuando nada se interpuso entre ambos, él redujo su marcha. La azafata le dirigió un “au revoir” con un matiz que no pasó desapercibido. Él no podía prolongar aquella escena durante más tiempo, así que contestó con un sugerente “à bientôt” y salió del avión. Ella reprimió sus ganas de salir corriendo y demostrar que aquel encuentro no había sido fortuito. Pero no hizo nada. No. Esas cosas solo sucedían en las novelas; los giros argumentales que nos hacen soñar y pensar que todo es posible no están al alcance de todos. No. El mundo real es un lugar serio donde cada acción necesita el valor necesario para enfrentarse a sus consecuencias. Sí. Pensó que tal vez reencontraría a aquel hombre en otro viaje. Sí. Solo le quedó el consuelo de refugiarse en aquel libro que compartieron durante un corto vuelo.
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