A raíz de la publicación ¿Y si fuera feria cada día? (Lumen) de Ana Iris Simón e ilustraciones de Coco Dávez, algunos conocidos míos, que no sabían de la existencia ni obra de la autora —sin desmerecer el trabajo del ilustrador—, no han dudado en hacerse con un ejemplar del que fue su ópera prima y su debut: Feria (Círculo de Tiza), convertida en la oda que muchos admiran y otros menosprecian o, directamente, desestiman, como pasa con toda creación parida en esta nación. ¿De dónde surgirá esa animadversión por «lo nuestro», por aquello que a todos engloba y acerca? Llámese cultura o modo de vida; castizo, manchego o «de pueblo». Eso a lo que ahora llaman «la España deshabitada», «la España vacía o vaciada», la España a la que un puñado de gentes le dan la espalda mientras otros, por el contrario, no faltan a su cita llegada la temporada estival o festivalera; la temporada de las fiestas, las verbenas y, por descontado, de las ferias. Guste o no el libro de Simón, lo cierto es que no pasa inadvertido para quienes —veranos y fiestas populares aparte— se conocen como la palma de su mano la meseta árida, yerma y polvorienta de La Mancha. Esa que se encuentra cerca del corazón y en las tripas de este cuerpo español que se habita, porque el origen de uno no sólo de ahí emerge, sino que también fructifica. Y todos sabemos lo complicado que resulta desprenderse del origen de las cosas, y más todavía desprenderse del origen de uno mismo. Los hay que rechazan su pasado y, en un intento vano por sepultarlo, se dan de bruces con la realidad cuando un descendiente lo trae de vuelta sin previo aviso preguntando a diestro y siniestro, llamando a las puertas o yendo casa por casa. A la casa de los padres, de los tíos, de los abuelos… de todos los que aún están vivos y, como si de un reportaje o crónica autobiográfica se tratase, no le tiembla la mano ni la voz a la hora de someter a cualquier familiar a una charla en profundidad. Y entonces sucede que algunos, con un aspaviento acompañado de un mal gesto, finiquitan la conversación de un plumazo por no querer remover el pasado, por no abrir viejas heridas con las que todas las familias se afligen y atormentan, esas que todavía no han sanado. Mas otros sin embargo, con sólo una pregunta o palabra clave, de pronto, en un arrebato de heroicidad y valentía, van sacando una a una las balas incrustadas en el paredón de la desmemoria, e hilvanando frases e imágenes recuperan, poco a poco, la lucidez de la que antaño alardeaban. Y es que algo tiene la memoria que, con las herramientas adecuadas, logra rellenar el espacio-tiempo de los recuerdos que los años y la vejez han vaciado y desdibujado. Con esa facilidad puede uno recuperar parte de su biografía y de su historia, no con mala cara, sino con brillo y emoción en la mirada.
Algo sucede con las historias que hurgan en otro tiempo, una especie de hechizo que trae tanta maldición como bendición. Escribió Machado ese gran proverbio que es también cantar sobre el caminante y sus caminos. Advertía del sendero que se abre al caminar, pero aún más sobre esa vuelta atrás para contemplar el recorrido que no se ha de volver a pisar. Qué maravilla inexplicable, digna de estudio, cuando uno intenta borrar su rastro o sus huellas con esmero y, a pesar de ello, unos años o siglos más tarde, un heredero, un vástago de nuestro linaje, no sólo se queda embobado contemplando el sendero, sino que encima se dispone a recorrerlo. Obvia el camino que se tiene por delante, y se obstina en ir hacia atrás; allá donde fueron y vivieron sus padres, sus tíos y sus abuelos. Tal como hizo Ana Iris con su Feria hace tres años. Tal como hacen tantos otros en un intento por huir de la urbe y la mal definida modernidad donde no encuentran estabilidad ni prosperidad. Se dice, a veces con cierta actitud arrogante y altanera, que las grandes ciudades y las capitales son la tierra de las oportunidades eludiendo de esa manera la vida sencilla del campo que encierra una grandeza difícil de describir y difícil también de definir. Pessoa afirmaba en su Libro del desasosiego que «un hombre dotado de la verdadera sabiduría puede disfrutar del espectáculo entero del mundo desde su silla, sin saber leer y sin hablar con nadie, gracias al uso de los sentidos y a un alma que desconoce la tristeza». Bien. Pues resulta que todos conocemos a esa estirpe de hombres y mujeres en peligro de extinción que no tiene títulos escolares ni universitarios, como tampoco másteres ni posgrados, pero sí una cátedra e incluso doctorado en supervivencia y en lo que es realmente la vida. En sacar adelante a una familia careciendo de los recursos de hoy en día. Que gustaba de congregarse en la plaza del pueblo o del ayuntamiento, y sentarse para “observar a los paseantes”. O ir al bar de José o de Manolo, el bar de toda la vida donde, antes de entrar, José o Manolo ya te veía venir y te tenía preparado el café, la caña o el chato de vino con la tapa que más te gustaba. Porque antes las gentes eran así. Se preocupaban por ti, pero también por los tuyos. Sabían de dónde venías y cuál era tu linaje, y a veces, hasta te conocían mejor que tú a ti mismo. Además, si veían a uno nuevo o con ademán parecido al del padre o al de la madre o los abuelos, puesto que también hay orígenes que son facciones y, sobre todo, gestos, hacían por preguntarse y preguntar de quién eras y, una vez ubicado, entonces el cuestionario se volvía más directo porque lo que más les preocupaba era saber cuánto tiempo te ibas a quedar y cuándo tenías pensado irte —y esto nada más llegar— y que a ver si venías más a menudo, “que se echa de menos a los de toda la vida y el pueblo cada vez está más vacío. Aquí ya sólo hay viejos y los pocos niños que corretean no suman más de cinco, cuando antes la plaza estaba repleta de chiquillos y sin padres que les vigilasen porque ya estábamos todos los del pueblo para hacerlo”.
Hay orígenes que caben en un Renault 5 o en los Simca 1000 que pusieron tan de moda Los Inhumanos a finales de los 80. E incluso orígenes —viento en la cara, ventanilla bajada— que son viajes y trayectos por carretera, pero éstas sin grandes autopistas ni GPS ni aplicaciones como Maps o Waze, que anuncien los accidentes que ha habido y que te vas a encontrar más adelante, sino las polvorientas, secundarias y nacionales con carriles de doble sentido que se conducían con el piti entre los dedos y el mapa arrugado y manchado sobre el volante. Mapa, todo sea dicho, donde estaba señalizado en grandes círculos las salidas que se debían coger. Y si te perdías o pasabas de largo, no había nada mejor que parar en el primer desvío y preguntar a los del pueblo o a los dueños de los bares y de las gasolineras cómo salir del atolladero en el que, sin querer, te habías metido con tal de llegar a tu destino. ¿Recuerdan esos bares levantados en parajes singulares donde la vista apenas alcanzaba, en los que a veces uno se dejaba caer sin saber cómo ni porqué, decorados con banderas y bufandas de los equipos de liga, servilletas de papel arrugadas y desperdigadas por el suelo junto a los restos de colillas, palillos o huesos; con familias enteras comiendo su bocata de jamón, de lomo, de tortilla o de calamares, sentadas al lado de los camioneros? ¿O esas gasolineras con nombre Campsa pobladas de tragaperras y expositores de casetes de Triana, El Fary, Sabina, la Faraona, la Jurado, Julio Iglesias, Albert Hammond o Calamaro?
Hay orígenes también que son sillas de mimbre, sillas Mónica, dispuestas en la acera de casa con la familia ahí reunida, ahí sentada, recordando y riendo a altas hora de la madrugada sin que ningún vecino se quejara, de hecho, en cuanto veían el panorama, no dudaban en acercarse y formar parte de la velada; comidas en el patio interior bajo una parra y dos mesas dispuestas: una grande y alargada, que era la de los mayores, y otra más pequeña y circular, que era la de los pequeños; juegos de cartas, como el cinquillo, el tute o el mus, donde también había cabida para el dominó… y juegos de calle, de escondite y pilla-pilla. De soñar que vuelas sobre un neumático de coche que servía como columpio y empujaba tu tío Pepe, el mismo que te agarraba de las manos mientras te enseñaba caminar, a dar tus primeros pasos. Pero sobre todo hay orígenes, como escribió Iris Simón, que son herencia y sucesión. Bienes inmateriales que se traspasan de generación en generación con la impronta de los valores y los rituales; de las fiestas y de la celebración. Con lemas y gritos similares al “¡todos para uno y uno para todos!” de Dumas y sus mosqueteros, pero que, a diferencia de la ficción, te convierte en protagonista o personaje de una interminable saga; del magnífico y singular linaje que distingue y realza los apellidos mucho antes que los nombres. Y todo porque hay orígenes que son puro ADN, así como pura marca de la casa: principios por los cuales existimos y otorgan sentido a la frase que tu abuela te decía con un suspiro “hija, el dinero viene y va, y a veces escaseará. Y ojalá tampoco nos falle la salud, pero lo que nunca ha de faltar es el amor porque este es el verdadero lujo. Amar. Para eso venimos y para eso vivimos”.
Razón de más para honrar y reivindicar los orígenes que, cada uno a su manera, nos han dado la vida, y siguen dándonos motivos de sobra por los que vivir.
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