Hay cierto temblor, cierta imprecisión en los movimientos corporales de los adolescentes y los ancianos, que induce a pensar en las concomitancias que guardan el principio y el fin. Por ejemplo, si se vuelve la cabeza hacia un lado, no se hace con la exactitud que se lleva a cabo esta misma acción —y tantas otras— en la cumbre de la edad. Puede que esto, como muchas cosas, se perciba mejor a través de un tomavistas. El caso es que, al volver ahora sobre las filmaciones de France Gall en 1965 —a buen seguro rodadas en película cinematográfica de 16 mm, el formato habitual de la televisión de entonces—, cuando ganó el festival de Eurovisión cantando Poupée de cire, poupée de son, esa imprecisión al volverse hacia los lados —sin duda obedeciendo las instrucciones previas del realizador— se convierte en uno más de sus encantos. Al igual que su voz, extremadamente aguda, que aún parece estar a punto de cambiar.
Todo en France —Isabelle Geneviève Marie Anne, antes de ponerse como nombre artístico el de su país— era inocencia, esa ingenuidad de la adolescencia de entonces que allí mismo, en el París de 1968, habría de verse cercenada por la toma de conciencia política de la juventud y las cargas policiales que la nueva inquietud les acarreó. Hay una película del siempre interesante Olivier Assayas —Después de mayo (2012)— que simboliza con meridiano acierto esa evolución que en unos meses llevó a los jóvenes del hedonismo de la revolución yeyé a la conciencia de la Revolución, con mayúscula y sin más, absoluta. En su primera secuencia, más aún, en el plano de apertura, Christine (Lola Créton) y Gilles (Clémente Metayer) huyen a la carrera de los CRS, los antidisturbios franceses, tras haber participado en una manifestación. Buscan refugio en un portal, que bien hubiera podido ser uno de aquellos portales donde los yeyés se escondían para sus efusiones.
Sí señor, la revolución yeyé nace en el París de la revista Salut les Copains (1962) y muere en el París de Mayo del 68. Pero también podría decirse que su final viene marcado por la pérdida de la inocencia de France Gall, lo que acontece en 1967 cuando la muchacha, que ya ha cumplido las veinte primaveras, descubre que su éxito del año anterior, Les sucettes —que ella creía la historia de una niña que se compra chupachups de anís— tiene un doble sentido concerniente a las felaciones. France se escandaliza, rompe su relación con Serge Gainsbourg —quien le escribió Poupée de cire, poupée de son, entre otros de sus grandes éxitos, por no volver a repetir que se trata del compositor yeyé por excelencia— y entra en una de sus primeras crisis. La France resultante de aquel pifostio ya era totalmente distinta. Sus movimientos se habían asentado y al volver la cabeza para mirar a cámara —insisto, en filmaciones en 16 mm, que posteriormente se pasaban por el telecine para su emisión televisiva— su gesto ya era como el de esas chicas que se volvían hacia ti y, al cogerte admirándolas, no les hacía ninguna gracia.
El cambio de actitud de France Gall ante las cámaras antes y después de Les sucettes era tan evidente como el cambio de imagen de la juventud, que pasó de la moda yeyé, su principal seña de identidad —“una sastrería exquisita, que no se había visto en Inglaterra desde la restauración de Carlos II” (Marianne Faithfull)—, al torpe aliño indumentario de los revolucionarios. Y así, mientras las barricadas cerraban las calles, pero abrían los caminos, el realismo consistía en exigir lo imposible o se miraba al dedo que señalaba la Luna y el resto de las consignas de entonces, a cuál más lírica y elevada, las chicas yeyés fueron postergadas en aras de la siempre tediosa canción comprometida. ¡Abominable!
La política, que, desde ambos lados de su espectro, corrompe lo que toca como una de las peores pestes que la humanidad ha conocido, comenzaba a apoderarse de la juventud de un modo tan funesto como diez años después lo haría la heroína. Fue precisa una década para que los jóvenes retornaran a la frivolidad y el hedonismo que les corresponde, y que trajeron los años 80. Las chicas yeyés volvieron a ser honradas entonces —France Gall grabó Les Aveux (1980) con Elton John; Sandie Shaw hizo otro tanto en varias piezas con The Smiths—, pero veinte años después ya eran unas señoras mayores. Eso sí, estéticamente seguían inspirando a mansalva.
Particularmente, para entonces, la que hoy nos ocupa ya había descubierto a las cantantes de jazz estadounidenses. Sentía auténtica veneración por Ella Fitzgerald, a la que dedicó uno de los grandes éxitos internacionales de los años 80 y de los últimos de su carrera: Ella, Elle l’a (1988).
Nacida en París en 1947, en el seno de una familia de músicos —su padre escribía letras para Charles Aznavour y Édith Piaf, uno de sus tíos era el compositor de música litúrgica Jacques Berthier—, las influencias familiares hicieron que su primera grabación, un twist titulado Ne sois pas si bête, apareciese en 1963 con el sello de la Phillips cuando France Gall sólo contaba dieciséis años. Lo que le diferenciaba de Sylvie Vartan era que France no hacía versiones; de Françoise Hardy, que tampoco escribía sus temas. Siempre a mitad de camino entre tan dulces lideresas —“ídolos” se las llamaba en las páginas de Salut les copains—, lo mejor que le pudo pasar a France Gall fue que en 1964, Gainsbourg —quien empezaba a dejar el jazz en la estela de uno de sus mentores reconocidos, el gran Boris Vian— le escribiese su primera canción.
Laisse tomber les filles, el título en cuestión, es una canción yeyé canónica porque versa sobre una chica, con el corazón destrozado, que augura al noviete que le ha hecho tanto mal un final parecido. Por encima de Poupée de cire, poupée de son, en el florilegio de la canción yeyé, Laisse tomber les filles debería figurar entre Tous les garçons et les filles (1962) de Françoise y La plus belle pour aller danser de Sylvie. Es decir, debería ser una parte tríptico rector de tanta delicia.
Gainsbourg no se había salido de madre todavía y siempre la acompañaba, llegado el momento de recoger el ramo de flores con el que tan frecuentemente obsequiaban a las chicas yeyés tras interpretar su canción. Su padre, puesto a aportar ese toque rebelde que la revolución yeyé también tenía, le escribió un temita donde dejaba constancia de lo mala estudiante que su hija había sido: Sacré Charlemagne (1964). En la filmación correspondiente, la niña cantante protestaba como una colegiala, frente a unas marionetas en un programa infantil, por lo poco que le había interesado estudiar la gloria del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
No creo que fuera ése el caso de que Francia no la eligiese su representante en Eurovisión. Pese a que la joven llevase el nombre de la patria por el hit parade internacional —en Japón y en Alemania gustaba aún más que aquí, donde la versionaba Karina—, fue Luxemburgo el país que la envió a Eurovisión del 65. Aquella primavera la cita fue en Nápoles y la dulce France, que aún no había cumplido los dieciocho años, ganó.
Después llegaron Les sucettes y un último éxito —aunque no tanto— escrito por Gainsbourg: Teenie Weenie Boppie. Fechado en el 67, antes del escándalo, en su orquestación ya se percibe al Gainsbourg psicodélico. En las filmaciones que le muestran junto a su intérprete, mientras ella canta la pieza, ya no es ese compositor formal que acompaña a la cantante. Ahora fuma como un carretero, mientras parece desdeñarla, apuntando maneras de ese gamberro que será en unos años. Con las mismas, su psicodelia encontrará su máxima expresión en Histoire de Melody Nelson (1971), álbum conceptual escrito para Jane Birkin. Suele creerse que France, indignada por el doble sentido de Les sucettes, no quiso volver a cantar piezas de Gainsbourg. Cierto. Pero no lo es menos que él, que entonces sólo atendía a su Jane Birkin, tampoco tenía mucho interés en componer para ella.
La ruptura no ha de llevar a engaño, France Gall no era ninguna mojigata. De hecho, desde que en 1964 coincidieron en los conciertos del Olympia, era del dominio público el romance que vivía con Claude François, uno de los pocos cantantes yeyés que se recuerdan, pese a que él estaba casado y ella solo tenía 17 abriles cuando empezó su historia.
Ni ingenua ni coqueta, France Gall era una buena chica que en la televisión alemana cantaba canciones alusivas a Napoleón y a Goethe. Aquello fue un claro intento de abogar por la superación de la rivalidad entre Francia y Alemania que, como poco, se remontaba a la guerra franco-prusiana (1870-1871).
Ya en los 70 del amado siglo XX, la cantante yeyé que fue France Gall había quedado atrás. El cantautor Julien Clerc, su nuevo compañero sentimental, dio un nuevo brío a sus canciones. También fue entonces cuando viajó por primera vez a Senegal, en una de cuyas islas, la de Ngor, adquirió una propiedad y acabó residiendo largas temporadas. Fue toda una precursora en la solidaridad con África. En los videos —ahora sí, grabaciones videográficas— de sus últimos tiempos, las marionetas de los programas infantiles, frente a las que en su supuesto soliloquio interpretaba Sacré Charlemagne, habían sido sustituidas por retratos de Dexter Gordon y otros grandes del jazz.
Como Françoise Hardy y Sylvie Vartan, fue de las pocas cantantes yeyés que sobrevivieron como grandes intérpretes de la canción francófona. Grabó con regularidad. Incluso volvió a hacerlo con Gainsbourg. Pero el tiempo de su colaboración ya había pasado. Yo me quedo con Laisse tomber les filles. La escucho y recuerdo a una gran chica. ¡Salut les copains!
Tal vez no tan conocida en España, Françoise Hardy, siempre estuvo tras Dutronc como un ángel de la guarda. Cantante que, si escucha al segundo, apenas ha cambiado su voz y que supo cruzar del yeyé, pasando por el jazz y el pop de los ochenta. Aún sigue viva y participó activamente en la vida política, social, y también metafísica de Francia. Allí, casi una reina.
Eso sí, siempre han declarado que de doble sentido nada: «siempre fuimos todas muy inocentes a pesar de los tiempos».
Muy buen artículo que nunca he sabido escribir. Gracias.