Recuerdo perfectamente mi primer viaje a Alemania, hace ya unos cuantos años. El avión tomó tierra en el aeropuerto de Múnich bastante tarde y tocaba hacer la cola de turno para coger un taxi, pensando en si mi rudimentario uso del idioma iba a ser suficiente para entenderme con el taxista. El taxista resultó ser una mujer rubia de aspecto simpático que se esforzó tanto como yo en llegar a un punto de entendimiento bastante rápido y aceptable y, una vez colocada mi maleta en el auto, subió al coche, se puso el cinturón y salió tomando una autovía al tiempo que ponía a un volumen más que considerable música de Wagner. Sentada en el asiento trasero no pude por menos que mirar sorprendida a esta mujer cubierta de tatuajes y piercings, casi cualquier cosa que a uno se le ocurra que escuchaba a todo trapo lo que en ese momento valoré como algo incongruente. Cuando llegamos al hotel yo ya estaba convencida de que había sido uno de mis mejores viajes. Y de que Wagner me gustaba incluso más, ya que ver a otro disfrutar de algo suele producir un efecto contagioso en el observador. Y ahora, tiempo después, ha llegado Alex Ross para hacer justo lo mismo desde el sillón de mi casa.
Una de las frases más conocidas de Woody Allen es: «Cada vez que escucho a Wagner me entran ganas de invadir Polonia». Y Ross nos lo explica al mostrarnos un momento en el que Hitler, cuando aún no sabía que iba a ser Hitler, se encontró con las óperas de Wagner y ya no se separó de ellas ni siquiera en su último búnker. Ese es el efecto que el compositor puede llegar a producir en quienes lo escuchan.
Sabemos que Wagner fue compositor, director de orquesta, antisemita, vegetariano, nacionalista, polemista e incluso poeta. Su obra es tan impresionante que se tuvo que acuñar el termino wagnerismo por pura necesidad, y Ross lo desarrolla hasta llegar a un presente que sigue manteniendo una influencia nada despreciable de la obra del compositor. Desarrolla un complejo entramado de referencias con las que se sumerge en una suerte de investigación que deja al descubierto cómo es la sociedad occidental en base a las reacciones que le suscita la obra del compositor. Y hay música, por supuesto, pero no es un libro que trate sobre música. Wagnerismo trata de las reacciones que provoca esa música. Si vamos a leer sobre Tristán e Isolda no es por la historia que nos cuenta la obra, sino por las reacciones que provocaban esas imágenes llenas de lanzas tanto como por el efecto que la música, sobre todo al comienzo de la obra, tuvo sobre la percepción armónica en la época.
No es tan simple como escribir un tratado sobre Wagner, se trata de desarrollar la influencia que tuvo ante aquellos que no eran músicos pero captaron el mensaje completo de la obra más allá de sus resonancias musicales. No en vano la política también se vio afectada por ella, lo cual, explica el autor, no significa que haya que identificar determinados movimientos con su obra, ya que eso sería no solo injusto para el compositor, sino también un enfoque histórico trivial (inserte aquí nuevamente la cita de Woody Allen y piense en qué pasaría si se tomasen sus palabras como algo literal). Wagner hablaba de mitos y de pasiones, y estas se recibían de forma diferente en función del país y de la cultura de los receptores, pero todos ellos tenían una cosa en común: eran inmunes a la indiferencia. Si la obra de Wagner era interpretada en un escenario, lo era nuevamente en la mente de cada espectador, y una vez más en el colectivo social ante el que se representaba y que lo significaba de acuerdo con sus experiencias, leyendas o historia. ¿Quién puede permanecer inmune ante un fenómeno semejante?
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Autor: Alex Ross. Traductor: Luis Gago. Título: Wagnerismo: Arte y política a la sombra de la música. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Wagner es un vendedor de humo, como Hitler y Nietzsche.