Otro siete de febrero, el de 1764, hace hoy 260 años, Horace Walpole, un parlamentario inglés afecto al rey Jorge II y a la reina Carolina, aporta las primeras sombras al Siglo de las Luces. No son otras que las sugeridas en El castillo de Otranto, que habrá de constituir el pórtico de entrada a la novela gótica —A Gothic Story, en efecto, se subtitula— y dar carta de identidad literaria al cuento de miedo.
Hombre singular, como pocos de sus contemporáneos, Walpole (Londres 1717-1797), cuarto conde de Orford —primo de Lord Nelson— entró en política sin verdadera voluntad de hacerlo. Aunque asistió con regularidad a la Cámara —y parece que sus crónicas parlamentarias, que también nos hablan de la vida social en la época georgiana, son una fuente inagotable de consultas para los historiadores—, Callington, en el condado de Cornualles, no tuvo en Walpole a un buen representante. Su actividad parlamentaria le permitió aumentar el legado de su padre, Robert Walpole, que fuera primer ministro del Reino Unido. Unigénito de sir Robert, durante su etapa continental (1739-1741), en su estancia en la dulce Francia del antiguo régimen —a Horace, al menos, sí debía parecérselo—, cultivó la amistad de Marie de Vichy-Chamrond, marquesa du Deffand, cuyo salón fue uno de los cenáculos principales de los enciclopedistas. La correspondencia que mantuvo con esta salonnière hasta el final de sus días, debidamente copilada, es una de las obras que destacan en su bibliografía. Al igual que un volumen de amenidades sobre la creación artística en sus Anecdotes of Painting in England, que comenzó a publicar en una serie de almanaques. Debió de ser en aquellas páginas donde acuñó el término serenditipy (“serendipia” en español), para aludir a ese instante de gracia, al momento del hallazgo afortunado.
Polímata y excéntrico, Horace Walpole, además de ser un notabilísimo coleccionista de arte, ejerció como arquitecto. Strawberry Hill House, su residencia en las inmediaciones de Londres —concebida por él mismo—, restaurada recientemente, en nuestro infausto siglo XXI, es uno de los ejemplos más sobresalientes de la arquitectura neogótica inglesa.
Pero para gótico, el de la novela que dio a la estampa hace hoy 260 años. Aunque entre sus muchas dignidades, este polímata inglés también fue miembro de la Royal Society —una de las sociedades científicas más antiguas de Europa, siempre según la Enciclopedia británica—, su propuesta en las páginas que vieron la luz por primera vez un día como hoy, dista mucho de la ciencia consagrada. Presentada en esta primera edición como una traducción de un manuscrito impreso en Nápoles en 1529 con el título de El castillo de Otranto, una historia. Traducido por William Marshal, gentilhombre, del original en italiano de Onuphrio Muralto, Canon de la Iglesia de San Nicolás en Otranto, en sus páginas se da noticia de los extraños sucesos acaecidos a Manfredo, señor de Otranto. Sobrino del usurpador del reino, Manfredo desea asegurar el castillo para sus descendientes ante una misteriosa maldición y una profecía de San Nicolás alusiva a ella.
En las ediciones posteriores Walpole reconocerá su autoría, que él mismo es William Marshal: «El favor con el que el público ha recibido esta pequeña obra exige que el autor explique sus motivos». Argumentará entonces que, en gran medida, la serendipia le fue dada en un sueño con los innumerables pasadizos y lugares de inquietante magnetismo de Strawberry Hill House. Aquella, la de Walpole, era la Edad de la Razón. Pero, como es harto sabido, el sueño de la razón produce monstruos. Entidades malignas y numinosas que el escritor llevó al papel desde su experiencia onírica en «un intento de mezclar dos tipos de relato: el antiguo y el moderno. En el primero, todo era imaginación e inverosimilitud; en el segundo, se ha pretendido siempre, y a veces se ha conseguido, copiar con éxito a la naturaleza».
Con “naturaleza”, conviene señalar, no apunta a la Madre Naturaleza. Básicamente habla de la literatura concebida como la reproducción de la realidad: realismo o naturalismo que, a grandes rasgos, se llamará, con el tiempo, a esas letras al servicio de la reproducción exacta de la vida. Entonces, en la Edad de la Razón, las novelas sobre la realidad eran obras “naturales” y las que plasmaban la imaginación de sus autores, “románticas”.
Con el tiempo, será el cuento el que se imponga como el formato ideal para la ficción tenebrosa, breve como un susto. Pero El castillo de Otranto quedará como pórtico a un género que tendrá sus mejores cultivadores en Ann Radcliffe —Los misterios de Udolfo (1794)—, Matthew G. Lewis —El monje (1796)—, Charles Maturin —Melmoth el errabundo (1820)— o el gran Sheridan Le Fanu —Carmilla (1872)—… El cuento de miedo —acaso la evolución de la novela gótica— será la narrativa por excelencia de la literatura romántica.
El castillo de Otranto trajo las sombras al Siglo de las Luces. Pero solo fue el pórtico de entrada al apasionante mundo de los espectros, las criaturas de la noche y los horrores que guardan las sombras. Así se escribe la historia.
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