El próximo 31 de mayo se cumple el bicentenario del nacimiento de Walt Whitman. Estas líneas lo recuerdan por su indiscutible actualidad.
Antes que nada debo confesar no ser un lector agradecido, pues con frecuencia olvido a los creadores de las obras escritas, una amnesia in litteris que se torna dramática cuando en algunas conversaciones debo referenciar lo leído y la memoria me traiciona. También ocurre que, en ocasiones, hay lecturas en las que uno no puede sustraerse al embrujo de ser el auténtico protagonista, relegando al padre de la criatura a un injusto ostracismo literario. En otras, sin embargo, es tal el esfuerzo para terminar la lectura que a uno apenas le restan fuerzas para memorizar el nombre y/o apellidos del pecador.
En ninguno de estos casos me he encontrado tras leer a Walt Whitman y, además, Hojas de hierba es uno de esos libros que siempre tengo a mano desde que lo leí por primera vez.
Dejando la crítica formal para otra ocasión, aquí solo apuntaré algunas imprecisiones de lector que quizá puedan servir para reivindicar una determinada forma de «sinceridad literaria», así como algunos valores vitales de la obra de Whitman que tal vez hoy estén aletargados debido al desequilibrio que las sociedades actuales experimentan entre «lo material» y «lo espiritual».
Si bien es cierto que la obra de Whitman en algunos de sus aspectos formales no deja de ser peculiar —como varios larguísimos poemas que se convierten en enormes digresiones o enumeraciones descriptivas difíciles de digerir—, no lo es menos que la mayoría de sus versos contienen una elogiable carga de «sinceridad personal». No ya solamente en su discurso experimental, sino en cada pequeña o gran cosa que muestra al lector, pues se la presenta como algo realmente nuevo y engarzado dentro de un sistema en el que todo se relaciona, devolviendo las cosas a su sitio, a su propia naturaleza y, por tanto, con una ejemplar coherencia significativa. Es decir, Whitman busca lo esencial y tangible al ser humano para, de este modo, redefinir los valores humanos.
Llegados a este punto, es recomendable reivindicar la «sinceridad whitmaniana» como contrapunto a la fuga que supone en la creación poética actual una extremada ocultación o falsificación de la biografía mental del autor. O si se quiere, de la disfunción emocional de la poesía. No hablo, por supuesto, del compromiso social del escritor o de su vida privada; hablo del compromiso poético que existe en el binomio autor/lector. Porque como lector requiero que el poeta se acerque lo máximo posible a las tensiones de la realidad humana y no a una exposición laxa de experiencias que acaban por anular la inmersión del lector en el universo súbito de las emociones. Y cuando esto último sucede, no solo es debido al estilo o la pericia más o menos arteros del autor, sino también a la carencia de ideas y argumentos que sostienen el artefacto de cada creación, verdaderos avales del hecho poético que, en definitiva, son la mínima garantía exigible por el lector para asumir cada propuesta poética sin sentirse estafado.
Obviamente estoy de acuerdo con que no bastan buenos sentimientos para escribir, pero aún lo estoy más con que de muy poco sirven las buenas maneras si no existe algo importante que aportar. Y entonces, qué aportan, qué dicen los versos del poeta. Hojas de hierba da título a una acumulación de poemas que versan desde el amor hasta la religión pasando por el progreso científico, la naturaleza, la mujer y el hombre con sus cuerpos «armados plenamente» y sus almas como puertas triunfantes. Ahí está el «Canto de mí mismo», en donde se pueden rastrear ya todos los temas que el poeta irá tratando y ampliando sucesivamente con una voz múltiple y torrencial, desnudando sus sentimientos ante el lector e invitando a despojarnos de nuestros lastres:
Quédate conmigo este día y esta noche y serás el dueño del origen de todos los poemas, / Serás dueño de los bienes de la tierra y del sol (aún quedan millones de soles), / Ya no recibirás de segunda o de tercera mano las cosas, ni mirarás por los ojos de los muertos, ni te alimentarás de los espectros de los libros, / Tampoco mirarás por mis ojos, ni aceptarás lo que te digo, / Oirás lo que te llega de todos lados y lo tamizarás.
(Canto de mí mismo, 2)
Por otro lado, aún perviven en Hojas de hierba una serie de valores —la amistad, la igualdad de razas y sexos, la solidaridad con los más débiles, la necesaria sintonía entre el desarrollo humano y la naturaleza— que, con una clara vocación de humanismo ético, entroncan inequívocamente con los valores que las sociedades actuales aún siguen demandando. Y es de destacar, por el uso y abuso comercial que del cuerpo humano se hace, el concepto que Whitman desarrolla en Hijos de Adán, entendiendo este como consustancial al alma. Whitman pregunta:
¿Y que el cuerpo no vale menos que el alma? / ¿Y si el cuerpo no fuese el alma, qué es el alma?
(Hijos de Adán, 1).
Para responder más adelante:
Hay algo en estar cerca de hombres y de mujeres y de mirarlos, y en su contacto y en su olor, que es grato al alma; / Todas las cosas son gratas al alma, pero esta es la más grata.
(Hijos de Adán, 4)
Y respecto a la mujer dice:
«Sois las puertas del cuerpo y también las puertas del alma».
(Hijos de Adán, 5).
Y del hombre afirma:
«El varón también es el alma, él también está en su lugar».
(Hijos de Adán, 6)
Y todo ello se encierra como en un último mandamiento, en una afirmación salvífica, rotunda y muy clara:
«Soy el poeta del cuerpo y soy el poeta del alma».
(Canto de mí mismo, 14).
Por último y a la hora de leer a Whitman, conviene no olvidar que su aporte literario —como apuntaba Borges— fue realizar un experimento de gran envergadura con un resultado digno y sólido. Un experimento caracterizado por una ruptura en la tipología del verso y en la expresión sincera de sus ideas y sentimientos, cuestión de dudoso gusto social en su época, lo que le costó su puesto de trabajo y un torrente de críticas adversas e incluso alguna con claros tintes ofensivos.
Es en 1855, con 36 años, cuando publica la primera edición de Hojas de hierba, y de aquí hasta la última aumentaría su contenido desde 12 poemas hasta cerca de 400. Vemos, pues, cómo Whitman concedió a su experimento un carácter temporal abierto, vinculado a su propia evolución, como si de un diario se tratase, un sistema unitario cuyo hilo conductor era el registro en poemas de su propia existencia y de su propia experiencia.
Existencia y experiencia que, conjugadas con el diálogo con el lector, intentan aportar claves para aprender a vivir sin la pesada hipoteca del tiempo. Si Whitman lo consigue o no es juicio que queda a interpretación del lector.
Lo demás son datos. Nació en West Hill, Long Island (New York), el 31 de mayo de 1819. Trabajó en imprentas, fue periodista, construyó casas y las vendió; fue enfermero durante la guerra y ocupó un cargo oficial después de ella. Murió en Camden (New Jersey) el 26 de marzo de 1892 tras cinco años de parálisis, a los 73 años de edad.
Es, en definitiva, por la novedosa frescura al relatar la epopeya de la democracia americana (quién se iba a imaginar ahora, ¡Oh! Capitán, mi Capitán, este barco a la deriva, en cuya cubierta ni siquiera yace mi capitán / caído, frío y muerto) y por su sinceridad literaria unidas a ese continuo diálogo con el lector, por lo que después de los años me ha sido imposible olvidar el nombre del creador de Hojas de hierba. Además, releer a Whitman sigue suponiendo transgredir la propia intimidad para someterse a una prueba en la que poner a punto conceptos que, por manidos, parecen huecos de significado. Algo así como detenerse en el camino para poner las ideas en su sitio armado de la paciencia y las palabras necesarias para transitar por estos pagos. Ahora, en el bicentenario de su nacimiento, es un buen momento para volver a leer sus Hojas de hierba: basta para ello «¡Con una breve hora de locura y de dicha!», como clama en uno de sus versos el poeta de Paumanok, el hijo de Adán.
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