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‘We Own This City’: El policía como dictador (dicho por uno de ellos)

‘We Own This City’: El policía como dictador (dicho por uno de ellos)

En 2022 se cumplen veinte años del estreno de dos series que hicieron subir de nivel las historias de policías: The Shield (de la que ya hablamos aquí) y The Wire. Estrenadas con pocos meses de diferencia, ambas contaban, bajo capa de ficción, historias reales de corrupción policial en dos ciudades estadounidenses muy diferentes: Los Ángeles y Baltimore. En la primera un grupo de agentes hiperactivo y que se pasaba con la violencia trataba de imponer la ley (su ley) sobre las calles a lo bestia, pasándose por el forro procedimientos y derechos, y llegando a mentir, trapichear e inventar pruebas. En la segunda el problema era el opuesto: en medio de una dejadez casi apática el tráfico de droga había llegado a tal punto que había bloques enteros de pisos donde los camellos hacían su agosto todo el año, hasta que un variopinto grupo de agentes decidían tomarse su investigación en serio y siguiendo el libro, sin por eso ser tampoco un modelo de comportamiento en todos los sentidos. Dos décadas más tarde ambas series siguen teniendo el reconocimiento crítico y del público que se merecen (y que la segunda no alcanzó durante su emisión), y David Simon, el responsable de The Wire, ha vuelto al lugar de los hechos junto a su antiguo colaborador, George Pelecanos, para encontrarse que las cosas no solo no han mejorado sino que en algunos aspectos están peor. Esta miniserie de seis episodios no es una historia ficticia como fue The Wire, sino una recreación muy fiel del libro de investigación del reportero del Baltimore Sun Justin Fenton, y por lo tanto cada detalle que se presenta es real, en torno a otro grupo de policías que empezaron con un deseo de ser proactivos en su trabajo y acabaron siendo peores que los criminales a los que perseguían. Para poner al espectador en situación sobre quién es David Simon y la importancia de su experiencia previa como periodista, aquí tenemos una recopilación completa de sus obras para la pantalla.

[Aviso de destripes de ladrillos de coca en todo el texto]

David Simon ha escrito dos libros de investigación periodística en los que se han basado tres series de múltiples temporadas, y a su vez ha adaptado otros tres libros antes que este a miniserie, así que ya tiene mucha experiencia en este campo. Su manera de escribir guiones no consiste en llevar de la mano al espectador con continuas escenas de exposición sobre quién en quién en cada momento, así que al principio puede hacerse difícil seguir la pista a todos los personajes, y es esencial aprenderse el nombre de todos rápidamente. Hay un personaje, el de Nicole Steele (Wunmi Mosaku), la representante del Ministerio de Justicia, que es una especie de resumen no exactamente ficticio de varias personas reales, y que va haciendo preguntas a otros personajes, a través de cuyas respuestas las cosas quedan un poco más claras, pero aun así hay que estar atento casi a cada frase. Tampoco se explica gran cosa sobre detalles del pasado reciente que influyen sobre los hechos del presente, como por ejemplo cuando los personajes se refieren a «lo de Freddie Gray», así que corresponde al espectador o bien saber ya qué fue eso, o buscarse la vida para averiguarlo. Eso fue un caso donde un hombre negro de 25 años murió mientras era transportado en furgoneta policial tras ser arrestado, probablemente debido a la brutalidad de los agentes que lo custodiaban. Y ese fue el caso que provocó las protestas y los incidentes que aparecen en la serie.

Pero para entonces, 2015, el caso del grupo Gun Trace Task Force de la policía de Baltimore ya había cogido vuelo y estaba en todo lo suyo. Era este un grupo de supuestos policías de élite, que si bien era cierto que rechazaban pasarse su turno intentando hacer lo menos posible, se pasaron por el otro lado con sus continuos cacheos indiscriminados y su continuo quedarse con parte del dinero y otras posesiones que encontraban a los detenidos. Se empieza por ahí y poco a poco se piensa que por qué no quedarse con miles de dólares en fajos, en lugar de billetes de veinte por aquí o por allá, y luego que por qué no quedarse con las drogas y revenderlas, y para cuando te quieres dar cuenta te has convertido en lo mismo que estabas persiguiendo. El objetivo inicial era intentar confiscar el mayor número posible de armas en una ciudad no demasiado grande, de poco más de medio millón de habitantes, pero que tiene una de las tasas per cápita más altas de asesinatos de todo el país. A menos armas menos muertes, se supone.

Entre cambios continuos de liderato y personal, a menudo vuelve la idea de que esto solo se arregla con presión policial continua, aunque eso con frecuencia acaba produciendo más problemas de los que resuelve. Por cada vez que las cámaras de televisión muestran un nuevo alijo de armas y drogas sobre la mesa, varias decenas de ciudadanos pierden la fe ante las humillaciones que algunos de los agentes que consiguen esos éxitos les han hecho pasar. En la serie se ve cómo la policía a veces simplemente te para por ser negro y llevar capucha, o te manda meterte en tu casa cuando simplemente estás sentado en tu propio porche o escalera charlando con un colega. El problema llega a tal punto que cuando hay que buscar doce personas para un jurado, los jueces se ven obligados a descartar a cientos de candidatos que han tenido encontronazos negativos con la policía, ellos o sus familias, y el número de ciudadanos que dicen que no confían en sus propias fuerzas y cuerpos aumenta cada día. No solo eso, sino que llega a haber una lista de agentes ya pillados en mentiras fehacientes, a quienes les está prohibido declarar en sus propios casos, por lo desacreditados que han quedado anteriormente.

La serie, de solo seis episodios, carece del tiempo que tuvo The Wire para desarrollar durante sus 60 entregas los personajes y hacer escenas memorables como la de la mesa que unos empujan para adentro y otros para afuera, las borracheras de McNulty o la inolvidable de cómo resolver un caso mientras se usa «fuck» como única palabra de comunicación y respuesta a los estímulos. Aquí solo hay tiempo para ir al grano, y no sobra ni un segundo. Además está narrada fuera de secuencia temporal, con continuos saltos hacia adelante y hacia atrás, principalmente entre 2013 y 2018, aunque a veces se va incluso más atrás. Es un esquema que ha recibido críticas, pero la alternativa cronológica habría requerido a su vez continuos recordatorios, o flashbacks, a algo que ocurrió hace años y que ahora, cuatro episodios después, es cuando resulta relevante. El mejor consejo es ignorar las fechas, a no ser que se tenga interés en hacer cortapegas exactos por algún motivo, y dejar que sean los hechos narrados los que expresen su propio alcance. A medida que pasen los episodios no tendrá gran importancia qué ocurre primero o después, sino el efecto final de todo ello.

El personaje principal, tanto en el libro como en la serie como en la realidad, es Wayne Jenkins, el líder de la GTTF, interpretado por otro nativo de Maryland, Jon Bernthal, como un chuleta de barrio, casado, con hijos y amante de los clubes de striptease y de la adrenalina de la caza urbana. Como resultado de sus resultados, valga la redundancia, va ascendiendo en estima, premios y escalafón, y en medio de los correos de felicitación y ánimo de sus superiores, se extiende la idea de que cuanto más se le deje trabajar a su bola y a su estilo mejores estadísticas de arrestos y decomisos presentará. Así que Jenkins acaba reclutando a otros como él, o peores, hasta tener un grupo de ocho implicados que no solo roban parte de lo que capturan, sino los unos a los otros si no se andan con ciudado. Entre todos ellos destacan el antiguo Poeta Muerto Josh Charles, aquí actuando contra su imagen cinematográfica habitual, como el temido agente Daniel Hersl, tan odiado que acaba nombrado en un rap local, y los agentes Momodu Gondo, Jemell Rayam y Maurice Ward, todos ellos negros, complicando aún más la motivación racial en una ciudad que en una generación pasó del 60 al 40 por ciento de población blanca.

El libro da más información sobre la biografía de Jenkins que la serie, y entre los detalles interesantes está su pasado militar, su reputación de honesto, cortés y duro trabajador y su afición por las artes marciales mixtas, llegando incluso a ganar un torneo interno. Pero desde el principio de su carrera policial, con 23 años, lo primero que le dice el veterano training officer encargado de terminar su formación, ya sobre el terreno, es que se olvide de lo que le han enseñado en la academia, que esto es «Bólmor», que no hay dictador mayor en el país que un poli apatrullando su trozo de ciudad y, sobre todo, cómo ordeñar el sistema para sacarse sobresueldos, en principio con dos trucos legales: las horas extras y las apariciones en juzgados. Por ejemplo, cuando a alguien le confiscas una bolsita de marihuana, en vez de declarar que es solo del detenido que la tenía, empapela a sus colegas también, y accederás a la pantalla donde está el grifo de las remuneraciones extra. Todo esto, aprendido ya desde tu primerísimo primer día, crea una cultura, pasada de generación en generación, que inculca que parte de tu trabajo también es echarle el guante a más dinero como sea. Hay después un par de escenas en la serie que pueden dar una explicación adicional, y son en las que otros policías se burlan de la comida barata que Jenkins trae a una barbacoa, o de la cerveza o los alcopops de adolescente que bebe en lugar de tequila del caro y habanos de marca. Mientras tanto, otros colegas con menos escrúpulos están construyendo ampliaciones en sus casas o yéndose de caras vacaciones, y la presión de grupo contribuye a que Jenkins quiera dejar de quedar como un panoli ante los demás. Empieza ahí su avaricia, mientras que hasta entonces se conformaba con la frugalidad aprendida de una familia sin lujos. Como efecto, pasó a usar la manga ancha que le daban sus jefes para pedir todas las horas extras que querían («overtime is a cop’s favorite word»), y si hubiera sido verdad que echaban tantas, habría sido más o menos justo que se las pagaran, pero en realidad entraban tarde, salían pronto y a veces reclamaban horas estando de vacaciones, o trabajando en la ampliación de su casa, como hizo Hersl. Si todo lo demás hubiera fallado en la investigación, al grupo entero se lo podría haber pescado solo por este delito, como cuando fueron a por Al Capone por defraudar a Hacienda.

Viendo que todo esto colaba, a partir de entonces es cuando Jenkins busca la ayuda de un antiguo delincuente ahora reformado para que le coloque las drogas que desde entonces le va a ir pasando. Hay un momento incluso en el que, durante los disturbios por el caso de Freddie Gray, Jenkins pilla a un par de tíos robando calmantes en una farmacia, les hace dejar su botín y largarse y se queda él con lo robado, para dárselo a su contacto, todo esto en mitad de la famosa oleada de adictos a los tranquilizantes, creada por farmacéuticas sin escrúpulos. En el libro se cuenta cómo uno de los camellos a los que se persigue, Antonio Shropshire, tenía uno de sus negocios principales en el aparcamiento de un centro comercial, donde amas de casa, mineros y obreros de la construcción venían a surtirse de heroína, porque con la adicción que les habían creado sus medicaciones no les llegaba para controlar el mono.

Cosas como estas son las que se ven a menudo en las series de Simon, cosas que van más allá de quién robó qué. Al explorar el por qué, siempre se encuentra algún tipo de inercia institucionalizada, que se pasa de generación en generación, y que obliga a que cuando haya éxitos de algún tipo, estos se consigan a pesar de esos sistemas en vez de debido a ellos. Veamos, si no, el ejemplo del agente Sean Suiter (Jamie Hector, el odioso Marlo de The Wire), un agente negro con cinco hijos, que un día descubre dónde estaba escondida la droga durante el registro de un garaje, mientras Jenkins se hacía el duro de película con el sospechoso, y a quien este le ofrece sisar unos cuantos cientos de dólares como recompensa. ¿Qué vas a hacer? ¿Decir que no a un superior? ¿Marcarte como un chivato? ¿Cogerlo y ya ser para siempre un delincuente? En menos de un minuto tu vida ha cambiado, y aunque parezca que eres tú quien lo decide, en realidad no ha sido así. En medio de toda la oleada de arrestos que se produjo en 2018 y que acabó con toda la GTTF entre rejas, el caso de Suiter es especialmente triste, porque de puro temor a que esas pequeñas indiscreciones tempranas fueran descubiertas durante las investigaciones del caso, orquestó su propio suicidio para que pareciera que había caído asesinado durante su trabajo, y así la pensión de viudedad para su familia fuera mayor. ¿Cómo de mal tiene que funcionar una institución para que alguien llegue a pensar que es más útil a su familia muerto que vivo? En este punto el libro se mantiene neutral, presentando tanto las opiniones de los que creen que fue un suicidio como las de los que no, pero la serie, aunque visualmente deja un atisbo de duda, deja claro que cree que Suiter se suicidó. Por otra parte también se menciona el caso de otro agente, James Kostoplis, que idolatraba a Jenkins, y a quien este le preguntó directamente si se quedaría con dinero de una redada. Kostoplis respondió que ni de broma, y al poco tiempo fue apartado de la GTTF con excusas varias.

La retórica de «la guerra contra las drogas» es otro ejemplo de las instituciones dirigiendo la atención a donde no se debe, colocando a la gente en dos campos enemigos, y es otra muestra de la fascinación americana con la imaginería militar, sobre todo la heredada de la Segunda Guerra Mundial, con su fecha de inicio, su fecha de fin, su villano de melodrama y sus batallas con nombre y maniobras tácticas claras, como si fuera un partido de fútbol. Y sin embargo, siendo la principal potencia militar del mundo, ¿cómo es posible que tengan esas disfuncionalidades internas? «Vamos a bombardear algo, a matarlos a todos, a aniquilar todo lo que se mueva, y todo resuelto» es una reacción común a muchos problemas nacionales, pero este en concreto no se puede resolver así.

La serie comienza y termina con dos escenas similares, con Jenkins dando una conferencia como formador experto ante otros agentes. En la primera parece hablar contra la brutalidad policial cuando en realidad su consejo es que la clave de una intervención es el informe que el agente escriba sobre lo que pasó, ya que ese va a ser el relato principal del incidente. O al menos así era hasta que la gente empezó a llevar cámaras de vídeo en los bolsillos en forma de teléfonos móviles y ya fue más difícil retorcer la realidad. Y en la última vuelve a exponer su retorcida lógica para intentar autoexculparse, esta vez ante la cerrada ovación de todos los demás policías que han aparecido en la serie, vivos o muertos, retirados o en activo, superiores o subalternos. Obviamente, esta escena no es real, pero el aplauso en pie que se le brinda es una metáfora bien clara de leer. Cuando acabó The Wire, a Simon le pedían continuamente que hiciera más temporadas de la serie, pero él decía que la falta de efecto real de su obra le había quitado el interés en continuarla, y en vez de eso mantuvo su tono de Pepito Grillo nacional a través de sus otras series, sobre la guerra de Iraq, sobre política local, sobre porno en los 70 o sobre vida y muerte tras el huracán Katrina, y ahora es él quien con esta especie de «sexta temporada» puede poner sobre la mesa una clara prueba a modo de explicación definitiva: no he hecho más porque para qué.

(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)

A la derecha, Justin Fenton. En el centro, David Simon

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