Foto de Gervasio Sánchez.
«No se puede cubrir un conflicto armado a miles de kilómetros, como no se puede cubrir una pandemia haciendo periodismo casero».
Nacido en Córdoba en agosto de 1959, Gervasio Sánchez es periodista desde 1984 y vive en Zaragoza desde hace 34 años. Sus trabajos se publican en Heraldo de Aragón, colabora con la Cadena SER y la BBC y dirige desde el 2001 el Seminario de Fotografía y Periodismo de Albarracín. Es autor de más de una docena de libros fotográficos. Su trabajo ha sido reconocido con numerosos premios, entre ellos el Premio Nacional de Fotografía. Es enviado especial por la paz de la UNESCO desde 1998 y miembro de honor de la Asociación de fotógrafos de Córdoba (AFOCO).
—Este sábado 11 de julio se cumplen 25 años de la matanza de Srebrenica. ¿Para qué sirve recordar?
—Recordar debería ser la obligación de cualquier sociedad, con dos objetivos: primero, para no volver a repetir las proezas asesinas y bélicas del pasado; segundo, y casi el más importante, para ayudar a los más jóvenes a conocer y entender la historia de su país. Cuando escondemos lo ocurrido, estamos pisoteando la memoria de las víctimas e insultando la memoria de las generaciones posteriores.
—¿Qué pasó en Srebrenica?
—Fue la culminación de una aventura radical iniciada por el máximo responsable de la desintegración de la antigua Yugoslavia, Slobodan Milošević, que, desde finales de los 80, para mantenerse en el poder, intercambió su ideología socialista y comunista por el ultranacionalismo hasta el punto de convencer a los serbios de defender cualquier parte de Yugoslavia habitada por los serbios. De hecho, en junio de 1989, para conmemorar el 600º aniversario de la histórica Batalla de los Mirlos, Milošević se fue a Kosovo, habitada por un 90% de población albano-kosovar, es decir, por otra etnia, y, acompañado por un millón de serbios lideró una gran conmemoración ultranacionalista en defensa de los intereses serbios. En ese momento, las potencias europeas deberían haber intervenido (Alemania, Francia, Gran Bretaña, y en menor medida, España e Italia); tendrían que haberle parado los pies a Milošević, pues clarísimamente se veía venir que su objetivo era apretar el acelerador de las conquistas bélicas.
—Lo que vino luego ya casi se ha olvidado…
—En España, si le preguntas a alguien por los hechos relevantes del año 1992 te dirán que recuerdan la Exposición Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona. Pero a menos de tres horas de avión de esas ciudades empezaba una guerra atroz. Como si un dios borracho hubiese derramado un barril de pólvora sobre las hermosas tierras al este del mar Adriático, a una hora aproximada en ferry de la costa italiana, había empezado una década de guerras.
—Cuando empezó aquel movimiento nacionalista nadie podía imaginar el genocidio que vendría después…
—La limpieza étnica era un motor imparable. El primer país afectado fue Eslovenia, donde en 1991 estalló la Guerra de los Diez Días. Fue una guerra corta porque la población serbio ortodoxa era minoritaria. Luego le siguió Croacia, con una guerra más cruenta porque había un porcentaje de población serbio ortodoxa mayor, sobre todo en la parte oriental, pespunteada de ciudades que entonces eran sinónimo de infierno, pues en ellas se desarrollaron algunos de los más duros combates: Osijek, Vinkovci, Vukovar…La guerra sigue avanzando y en abril del 1992 le toca a Bosnia Herzegovina. Ahí empieza lo duro. Resulta que en este país la sociedad estaba más mezclada, con una mayor cantidad de matrimonios mixtos auspiciados por las políticas del mariscal Tito desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. En ciudades como Sarajevo o Mostar las diferentes comunidades étnicas vivían desde hacía siglos juntas; eso intensificó en esta guerra la sed de limpieza étnica.
—¿Es tan responsable un político como un militar en el desarrollo de los conflictos?
—No quiero dejar de recordar la pasividad, la inoperancia, el cinismo y la hipocresía con la que actuaron los políticos y los diplomáticos europeos y, por extensión, los ciudadanos que fueron incapaces de protestar por lo que ocurría en el patio trasero de la Europa de Maastricht donde saltaba todo por los aires como en un polvorín. Los que estuvimos allí entre abril del 92 y julio del 95, tres años y tres meses, vivimos y contamos, porque era nuestro trabajo, el incremento de la violencia, las matanzas brutales, las violaciones de miles de mujeres y niñas, los miles de desaparecidos… Frente a la pasividad parlamentaria de los dirigentes europeos, los radicales serbios, teledirigidos desde Belgrado por Milošević, cometieron las más brutales atrocidades.
—¿Cómo se llevó a cabo la matanza de Srebrenica?
—Haciendo gala de la impunidad más terrible, el 11 julio de 1995 se montó una operación militar brutal en la que participaron miles de paramilitares serbios, policías serbios, y civiles radicales serbios para asesinar a la población masculina bosnio–musulmana refugiada en esa ciudad, Srebrenica. El comandante de los serbios de Bosnia, el general Ratko Mladic dirigió el genocidio, liderando además a los “Escorpiones” un sangriento grupo paramilitar radical serbio. Mladić pasará a la historia como el “carnicero de Srebrenica”. Sin embargo, fíjate cómo son las cosas. Una pintada en 2017 en el pueblo donde había nacido el comandante, rezaba: “Mladić héroe”.
—Vuelves allá en varias ocasiones. ¿Sigue siendo Srebrenica una tumba abierta?
—En apenas una semana, tiene lugar en Srebrenica la mayor matanza de Europa desde la Segunda Guerra Mundial: 8.372 ejecutados y enterrados en fosas comunes clandestinas. Desde 2003 se inhuman cada julio en un funeral los cuerpos identificados durante los 12 meses anteriores por la Comisión Internacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas. La creación de un banco de sangre con 90.000 muestras de ADN de familiares ha permitido identificar a más de 7.000 víctimas, como te puedes imaginar, todos musulmanes, y eso a pesar de que algunas fosas fueron removidas por los asesinos, radicales serbios, y los restos desperdigados para dificultar la investigación y destruir pruebas. Hay rastros que nunca podrán ser identificados porque todos los miembros de la familia fueron aniquilados. El dolor nunca acabará para esos familiares.
—¿Cuándo acaba una guerra?
—Para mí una guerra no acaba cuando lo dice Wikipedia. Por ejemplo, si buscas “fin de la guerra de Bosnia”, en Wikipedia encontrarás algo así como “El 14 de diciembre de 1995 se firmó el Acuerdo de Dayton, que puso fin a los combates”. Pero no. Las guerras se acaban cuando se superan las consecuencias, y para superar las consecuencias de las guerras balcánicas hay que encontrar a los desaparecidos, identificarlos y entregárselos a sus familiares, con lo cual, veinticinco cinco años después, estamos más cerca en Bosnia de conseguir ese objetivo que en países como España u otros donde esa responsabilidad no se ha entendido ni se ha hecho bien.
—¿Cómo es fotografiar un lugar en guerra cuando ya no hay guerra?
—Yo vuelvo a esos lugares porque, como te decía, la guerra no acaba con la firma de un tratado de paz en un papel; acaba cuando las consecuencias se superan; a veces años, a veces décadas, a veces nunca. De hecho, en los Balcanes, los puentes de convivencia siguen destruidos entre las comunidades y esto hace que al final la mayor parte de los jóvenes decidan marcharse de allí, porque sienten que no hay ningún futuro para ellos en su país. Cuando todos los fotógrafos, reporteros, periodistas se marchan porque ya no caen bombas y no hay noticia; cuando todos los políticos, que han sido tan responsables como los asesinos de lo que ha ocurrido se olvidan, yo me quedo, porque quiero acompañar a las víctimas y desarrollar sus historias; elaborar esos documentos que a mí me parecen imprescindibles, porque son invisibles, de las consecuencias de las guerras.
También regreso, y esto es ya personal, para salvaguardar mi propia conciencia y para evitar tener que ir al sicólogo o al siquiatra a contarle mis penas. Lo que hago es volver a los sitios donde he visto morir y sufrir, donde he visto charcos de sangre y mucho dolor, porque necesito ver a la gente de aquellos lugares viviendo en la normalidad, yendo a restaurantes, paseando tranquilos, viendo jugar a los niños en los parques. Hacer actividades que en nuestro mundo nos parecen normales pero que realmente son extraordinarias en la guerra. Ver esa normalidad en la paz hace de contrapeso con el dolor que he sentido durante la guerra. Por eso yo construyo historias de vida sobre la muerte; porque, aunque suene a obviedad, me interesa más la vida que la muerte; me interesa reflejar cómo las personas intentan actuar con dignidad en medio del desastre mucho más que contar la fanfarria de los muertos y el baño de sangre. Los muertos, para mí, son el menor problema de una guerra. Los muertos se entierran, se lloran y se recuerdan. O se olvidan. Me interesa qué pasa con los vivos que sobreviven. Intento documentar sus historias para que no olvidemos.
—Como las flores de Nalena.
Gerva guarda silencio al otro lado del teléfono; apenas unos segundos, pero quien conoce a Gervasio Sánchez sabe que esos segundos son la memoria de una vida.
—Durante muchos años, llevé flores a la tumba de Nalena en un acto de soledad y dolor, sin que nadie lo supiera. Vi a esa niña agonizar en un hospital el 7 de enero de 1994. Fue herida el día de Reyes. Cuando todos los niños reciben en la otra parte del mundo sus regalos, el impacto de un proyectil serbio lanzado desde una colina la hizo saltar de los brazos de su tía que en ese momento la acunaba y que murió en el acto. Nalena solo tenía 81 días. Llegué muy temprano al edificio destrozado donde estaban recogiendo todavía restos humanos y una persona me dijo: “Se han llevado de aquí un bebé herido al hospital”. Fui a buscarla y me quedé muy impresionado. Los médicos me aseguraron que las heridas eran superficiales y que sobreviviría, pero murió al día siguiente. La escuché agonizar durante horas. Aún hoy oigo esos gemidos. Creo que este bebé decidió abandonar este mundo injusto porque pensó que no valía la pena continuar viviendo en él cuando ya te han matado a tu padre antes de nacer, han matado a tu tía que te protegía y te han destrozado la cara. Quizá pensó: ¿Para qué coño sirve quedarse en este mundo?
Decidí que siempre que volviera a Sarajevo, le llevaría flores a su tumba. No quería olvidarla. No quiero que se olvide su nombre ni su recuerdo. Por eso publiqué aquella foto. Porque me siento culpable, como europeo, de su muerte. En 2013 haciendo un documental para la serie Imprescindibles, propuse al equipo visitar la tumba de Nalena cuando habían pasado 19 años de su muerte. Ahora su memoria forma ya parte de la vida de otros, como forma parte de la mía. Y eso está bien porque quizá se trate del bebé más joven asesinado en el matadero balcánico…
—Muertos y símbolos. Parece casi una necesidad vital para un reportero de guerra.
—Los símbolos son anclajes inevitables y necesarios, diría yo. Una guerra es un paisaje de barbarie y se necesitan historias que humanicen el horror. Todos los reporteros de guerra llevamos esas historias en la memoria. Recuerdo ahora aquella de la carta de Sarajevo. Me la dio una mujer en Tarragona para que yo, que viajaba a Bosnia, se la diese a su marido, que estaba trabajando allí como periodista y del que no sabía nada desde hacía semanas. Cuando llegué me enteré de que lo habían matado. Mandé avisarla y entonces pensé que tenía que hacer algo más para contrarrestar aquella noticia terrible, así que me fui al cementerio e hice una foto en la tumba de aquel hombre para ella; de alguna manera era mi forma de intermediar entre el dolor lejano de aquella mujer y la muerte de su esposo.
Mira, yo creo que los periodistas debemos ser grandes notarios del horror; debemos hacer imprescindible nuestro trabajo para que las sociedades entiendan qué hay detrás de una guerra; actuar con cierto grado de dignidad, pero también de humanidad. A mis 60 años, con todo lo que llevo a cuestas, puedo permitirme el lujo de mirarme al espejo y no llamarme hijo de puta; no he hecho nunca nada indecente en mi trabajo.
—¿Por qué se han silenciado las guerras yugoslavas? ¿A qué crees que se debe el desconocimiento, por parte de los jóvenes, del último gran conflicto armado de Europa?
—La guerra de Croacia fue cubierta por muchos medios, aunque en las zonas más duras del conflicto, hubo muy pocos periodistas. La guerra de Bosnia fue uno de los conflictos armados mejor cubiertos; la flor y nata del periodismo mundial estuvo allí. Los reporteros, concentrados sobre todo en Sarajevo, Mostar y centro de Bosnia, donde prácticamente cada ciudad estaba en manos de una milicia, hacían su trabajo en unas condiciones brutales; viviendo la guerra como el resto de los civiles; expuestos día y noche al hambre, la sed, los francotiradores y los tres mil proyectiles diarios que caían con gran precisión en el infierno de Sarajevo. España, como el resto de los países, envió allí a los mejores reporteros de los grandes medios; TVE, El País, El Mundo, y con todos mis respetos Heraldo de Aragón (y quiero que esto lo dejes muy claro), para quien yo trabajaba. Intentamos cubrir este conflicto de manera directa, en el lugar de los hechos. Y es que no se puede cubrir un conflicto armado a miles de kilómetros, como no se puede cubrir una pandemia haciendo periodismo casero, como han hecho muchos periodistas en España. O vas al lugar de los hechos, o te quedas en tu casa. Si no quieres ir, pues oye, dejas que otro compañero te dé el relevo.
¿Qué ocurre después? Que cuando los bombardeos se acaban, casi todos los conflictos se diluyen en el olvido. En el caso de los Balcanes, el ejemplo más tremendo de esa realidad ocurrió el 11 de julio de 2010, cuando 775 musulmanes y un católico fueron enterrados en Srebrenica en el funeral de Estado más multitudinario celebrado en Europa desde la Segunda Guerra Mundial y no había prácticamente presencia de periodistas españoles. Yo sí que estaba; pero eso sí, rodeado de extranjeros: muchísima prensa británica y americana. Y claro, en los talleres que hago o viajes que organizo a los Balcanes, pregunto a los participantes: “¿Qué pasó ese día tan importante en nuestras vidas?”. Se produce un silencio durante muchos segundos aunque siempre hay alguien que recuerda que ese día España ganó el Mundial de Fútbol. ¿Quién no ha visto el gol de Iniesta? ¿Quién, en cambio, recuerda ese funeral multitudinario? Ese parece ser el destino de nuestra historia. Acontecimientos emocionantes que suplantan historias de dolor que se olvidan con facilidad. En Bosnia, se hizo un gran periodismo durante la guerra, pero se impuso el olvido y la desmemoria tras el fin de la guerra.
—Hay trabajos que sí la mantienen. Tus fotos, por ejemplo, o Territorio comanche, aquel mítico libro de Pérez-Reverte y muchos de sus artículos, donde la guerra sigue muy presente y donde a veces te recuerda por escrito, como en aquel artículo sobre Vukovar.
—Eso fue en 1991. Quiero que le cuentes a los lectores que yo, hasta aquel verano, tenía casi 32 años, trabajaba todos los días de la temporada estival de camarero en una playa de Tarragona (en el mismo restaurante en el que empecé con 15 años) para poder autofinanciarme los viajes. Dos semanas después de mi cumpleaños (el 29 de agosto), estaba en la guerra de Croacia. Llegué a Zagreb, donde ya había muchos periodistas, casi todos durmiendo en el Hotel Esplanade, bastante lujoso, pero yo quería ir a las zonas más conflictivas. Primero viajé a la parte adriática en el coche de Eric Hauck, un joven periodista del diario Avui de Barcelona. Luego decidí ir a la parte dura, Eslavonia oriental. “Los únicos que se atreven a ir a esa zona es el equipo de TVE. Habla con el cámara”, me dijeron. El cámara era nada más y nada menos que José Luis Márquez (unos de los mejores cámaras de guerra del mundo). Hablé con él; me presenté y le pedí que me dejaran ir a Vukovar con ellos. Yo iba en un coche con un equipo de la revista Tribuna formado por dos periodistas. La idea era seguirles hasta Vukovar y entrar con ellos por un maizal sin confundirnos de ruta y arriesgarnos a caer en un campo de minas. Márquez entonces me pidió que hablara con el responsable del equipo, Arturo Pérez-Reverte.
Una parada en Osijek.
—Durante la cena, me acerqué a Arturo y le conté la misma historia, pero él me dijo: “Mira, te lo agradezco mucho, pero yo viajo solo a todas partes con mi equipo, y no quiero a nadie detrás”. No sé si fue por mi insistencia o mi seguridad, el caso es que finalmente accedió a que los siguiéramos en nuestro coche. “Mañana a las 7 estáis preparados y cuando lleguemos a Osijek, decidimos”. Y así lo hicimos. Allí bajamos al centro de la prensa para preguntar cómo estaban las rutas de las carreteras. Fue en esta ciudad donde Arturo escribió aquel famoso mensaje para Eduardo Flores, aquel periodista de La Vanguardia que había cambiado la máquina de escribir por las armas, y que tú cuentas tan bien en la entrevista a Márquez.
El cadáver de Sexymbol.
—Acordamos allí que cuando llegáramos a Vukovar, nos separaríamos, y cada uno iría por su camino. Al llegar a aquel lugar la tensión era bestial; no te puedes ni imaginar. Yo, que he estado en zonas de muuuchos, muuuchos bombardeos, quedé impresionado con lo que estaba pasando en Vukovar, y jamás en mi vida podré olvidarlo. Llovían proyectiles por todas partes, pero allí estábamos y teníamos que trabajar; dejamos los coches cerca del hotel Dunav y nos fuimos a la línea del frente porque justamente el día anterior los croatas habían detenido a una unidad de blindados del ejército yugoslavo a base de bazocazos, con anticarros. Olía a carne quemada (ese olor de la guerra que ya nunca más te abandona), los carros de combate estaban llenos de soldados muertos y fue allí donde encontramos a Sexymbol. Al parecer, un par de días después murió pisando una mina antipersona. Hicimos nuestro trabajo y regresamos al hotel Dunav. Mi obsesión era mandar una crónica, claro, pero allí no había teléfonos. Finalmente encontré el único que funcionaba: el de la radio croata. Me separé de Arturo, con el que quedamos para vernos en el hotel. Conseguí llegar a la radio, rogué que me dejaran quince minutos para dictar una crónica, pedí que se pusiera Luis Menéndez, el más rápido de la redacción de Zaragoza, y al día siguiente, que era domingo, el Heraldo de Aragón sacó en exclusiva la noticia y posiblemente soy uno de los pocos, o quizá el único, que mandó una crónica desde el interior de Vukovar, que se convirtió en el Stalingrado de los croatas.
“Si me matan, nunca te lo perdonaré”.
—Ya de noche regresé al hotel y decidimos dormir en los baños que estaban en el entresuelo, en un subterráneo. Parecía el sitio más seguro bajo aquella lluvia de proyectiles que no cesaba. Aquel lugar desprendía un olor muy fuerte a orina. Los soldados croatas que estaba allí y que eran casi adolescentes, sin apenas experiencia militar, nos regalaron una botella de Rakija. Siempre he sido enemigo declarado de las personas que beben o se drogan en las guerras. No lo he hecho nunca, porque me parece que pones en peligro tu vida y la de los demás. Pero bueno. El caso es que las risotadas nerviosas bañadas en alcohol, los zambombazos que llegaban desde el otro lado del Danubio y que hacían que el hotel entero se moviera, y aquel maldito hedor, eran impresionantes. Entonces, de repente, Arturo se levantó y dijo: “Mira, aquí os quedáis; estoy hasta los huevos de vosotros” y se subió al entresuelo y se echó a dormir en una zona que era extremadamente peligrosa. Esperé como veinte minutos y decidí subir. Al llegar lo vi ahí tumbado. “Arturo, tío, esto es muy peligroso. Aquí te pueden alcanzar, joder”. Intenté que entrara en razón, pero nada. “No. Yo me quedo aquí porque quiero dormir, y ahí abajo no hay manera”. “Vale, le dije. Pues me quedo aquí contigo. Pero si me matan, nunca te lo perdonaré”.
—Pero, ¿por qué subiste?
—Bueno… pues porque… porque era un compañero. Habíamos entrado milagrosamente juntos en Vukovar, joder, y aquello fue muy duro. De hecho, fuimos de los pocos periodistas que entramos en Vukovar, y de los pocos que salimos con vida del cerco. Pocos días después, las milicias serbias, los chetniks, cortaron todas las entradas y semanas después asaltaron la ciudad y pasaron por las armas a toda la gente que encontraron. Milicianos, soldados, periodistas… todo lo que encontraron en su camino.
—¿Cómo se ve la vida cuando uno regresa de ahí?
—Ese es uno de los problemas principales que tenemos. Cuando estás en una zona de conflicto, eres responsable absoluto de tus actos; tomas decisiones personales intransferibles que hay que hacer con mucha lógica y mucha información. A veces es más valiente dar marcha atrás que seguir por una carretera en la que no sabes lo que está pasando; ese lugar que Arturo definió muy bien como territorio comanche. Pero claro, ¿qué pasa cuando vuelves a esta parte del mundo? Que lo haces sintiéndote muy golpeado. Mira, esta es una opinión muy personal, pero yo nunca me he acostumbrado a la guerra ni me he querido acostumbrar. Yo tengo una mujer con la que vivo desde hace treinta y cinco años; tengo un hijo de 22 años; una casa pagada, cómoda, con cervezas en la nevera y un par de botellas buenísimas de ron guatemalteco, que es el mejor del mundo… ¿Qué coño se me ha perdido a mí en una guerra? Si vas a una guerra es para documentar lo que ocurre y por razones de peso; no para ganar premios, porque te pueden pegar un tiro y se acabaron los premios; ni por aventura: la guerra no es ninguna maldita aventura, es una putada como una casa de grande que machaca la vida de la gente durante generaciones. Llevo pateando por las guerras del mundo desde principios de los 80: Líbano y las matanzas de Sabra y Chatila; El Salvador, Nicaragua, Guatemala… Toda la violencia que he visto en casi cuatro décadas se ha ido acumulando en una especie de mochila que cargo en la espalda, invisible a los demás, cuyo peso solo yo conozco. Y así debe ser. Hacer comprender todo ese horror es imposible. Por eso callas, y pagas los precios de ir encerrándote poco a poco en ti mismo. Lo definía muy bien Helder Camara, el obispo de la no violencia brasileña, en una magnifica entrevista que le hizo Oriana Fallaci: “El contacto con el sufrimiento te acaba preñando de dolor”. A lo que yo añado que en cada cobertura algo de ti muere inevitablemente para siempre.
—Hemos hablado de los Balcanes porque conmemoramos la memoria de ese conflicto, pero tu biografía de guerras es muy amplia: El Salvador, Sierra Leona, Afganistán, Irak, Somalia, Sudán, Guatemala… ¿Todas las guerras se parecen?
—No; pero en todas las guerras siempre hay unos grandes perdedores, que son los civiles. Ellos son las grandes víctimas de las guerras modernas, en las que se instrumentaliza y manipula a la población civil. Ellos son los protagonistas de mis fotografías, pero no entendidos como elementos de guerra, sino como historias que se desarrollan en el tiempo y que yo intento que tengan un final. El tiempo que yo documento y fotografío traspasa el mero conflicto armado, el tiempo del ruido de las armas.
Por ejemplo, llevo trabajando desde 1995 en un proyecto llamado “Vidas minadas” con víctimas civiles de las minas antipersonas. En 2022 voy a presentar Vidas minadas: 25 años, con los mismos protagonistas. Y así con cada uno de mis proyectos, como Desaparecidos o Sierra Leona, Guerra y paz, al que dediqué no solo mi trabajo fotográfico sino años de documentación y colaboración con Chema Caballero, que cristalizó en un libro literario titulado Salvar a los niños soldados. En 2014 publiqué un libro con Mónica Bernabé, la única periodista que trabajó de forma permanente en Afganistán durante casi una década, sobre las mujeres y niñas forzosamente casadas en Afganistán…. Desde el 2009 estoy trabajando sobre los desaparecidos en España, un proyecto que publicaré no sé cuándo; tal vez en el 2036, con 77 años, coincidiendo con el primer centenario de la Guerra Civil Española.
Para mí esto es periodismo; ese que ahora ya nunca encuentras en los medios de comunicación porque han dejado de invertir en el periodismo de las grandes historias; los reportajes de investigación prácticamente no existen, pues lo único que interesa es el periodismo a corto plazo y de impacto, el periodismo acomodaticio con los poderosos o el periodismo casero durante una pandemia de coronavirus.
Hay periodistas que creen que el periodismo en su historia personal. Vuelven del conflicto, lo cuentan y se colocan en el centro; pero eso no sirve, no tiene vigencia. El verdadero periodismo de referencia y con futuro, para que se entienda hoy, mañana y dentro de veinte años es el periodismo de profundidad; el que está hecho con calidad y honestidad; en territorio comanche.
—¿La pandemia y el confinamiento te han apartado del territorio comanche o has seguido trabajando?
—Mi agenda, como la de todo el mundo, quedó suspendida, así que decidí quedarme en casa, leer y descansar. Comencé a leer un libro sobre la pandemia de 1917, un libro fantástico, pero cuando llevaba exactamente siete páginas, me dije: “Pero tío, ¿qué haces sentado en el sillón leyendo sobre una pandemia de hace un siglo cuando tienes la pandemia actual en la puerta de tu casa?”. Eso fue el lunes 16 de marzo. Ese mismo día llamé al director de El Heraldo de Aragón y le dije: «Dame espacio, porque mañana mismo salgo a trabajar». Dos días después publiqué mi primera historia sobre la pandemia en el diario aragonés con el que colaboro desde 1987 y en la web de 20 minutos. He publicado un total de 42 reportajes trabajando con la misma intensidad como si hubiese ido a una guerra, aunque evidentemente esto no era ninguna guerra. Me aislé de mi familia durante tres meses viviendo en un estudio aparte, con todas las precauciones de higiene y distancia para no contaminarlos, porque he trabajado en las zonas de mayor contagio: residencias, hospitales, tanatorios; entre gente contaminada, pacientes, ancianos, trabajadores, sanitarios. No entiendo cómo hay quienes creen que este tipo de periodismo se puede hacer desde casa. Alucino, te lo digo de verdad, de tanto periodista metido en casa, sobre todo los jóvenes, con menos riesgo de contagio, cuando tenían la posibilidad de documentar una historia de este calibre en la puerta de su casa y sin el riesgo de que les disparasen al salir a la calle. No lo puedo entender. También me ha asombrado que haya habido periodistas veteranos, algunos muy conocidos, que hayan alabado esta actitud; “lo responsable es quedarse en casa”, decían. ¡No señor; no señora! Lo responsable es salir a la calle a documentar lo que ha ocurrido; entrar en los lugares más sensibles y documentar el impacto tras la pandemia. Y eso no implica sacar los rostros de los muertos, sino mostrar la dignidad de los trabajadores; de los enfermos, de los moribundos. El dolor, la lucha, la vida durante la pandemia.
—¿Y ahora, qué es lo inmediato que tienes en mente?
—Estoy esperando que se pueda volver a viajar con garantías para realizar una docena de viajes a nueve países diferentes para completar Vidas minadas: 25 años. Quiero presentar en noviembre en Santa Monica en Barcelona mi trabajo de los dos últimos años en Guatemala y Honduras sobre los activistas de derechos humanos amenazados de muerte que viven permanentemente en el punto de mira de los sicarios. La itinerancia de una exposición producida por el Instituto Aragonés de la Mujer sobre violencias contra las mujeres en conflictos internacionales, que recoge imágenes tomadas en más de una veintena de conflictos desde principios de los noventa. Estoy a la espera de que se monte un documental sobre el impacto de la guerra de Bosnia sobre los niños que sufrieron la guerra basado en una idea original mía que se va a poder ver en varias televisiones europeas (entre ellas el canal Arte) y españolas a partir de noviembre de este año. Y realizar entre el 26 de setiembre y el 7 de octubre un viaje (Balcanes en la memoria) a Croacia y Bosnia-Herzegovina visitando los lugares donde se produjeron los hechos más relevantes de sus guerras, organizado por la agencia B The Travel Brand y Viajes El País, en el que ejerzo de guía, y en el que quedan plazas libres. ¿Te animas a venir con nosotros?
—Por supuesto. Cuenta conmigo.
—Pues nos veremos en territorio comanche.
—Si. Allí nos veremos.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: