Es un milagro que la nueva cultura de la cancelación, de un signo o de otro, no haya rozado a Spielberg con esta nueva West Side Story. Que el filme haya fracasado en la taquilla americana debe ser, de todas formas, signo de esos mismos tiempos en los que unos piden la eliminación de Lo que el viento se llevó por racista y otros critican que el director de La lista de Schindler haya escogido (excelentes) actores latinos para interpretar… pues eso, latinos. Un moralismo dictado desde lugares extraños que solo parece conducir a la mediocridad.
Volver a adaptar la West Side Story que ya hicieron Robert Wise y Jerome Robbins podría haber conducido a eso, a una película mediocre. Y es, en todo caso, una jugada arriesgada en un contexto en el que, ya definitivamente, las salas de cine parecen haberse reservado para blockbusters de Marvel o la marca registrada de turno. Paradójicamente, el propio Spielberg sentó las bases para ello en el momento en el que se estrenó Tiburón, la primera piedra en un largo camino del que él mismo parece haberse salido, pero que observa desde la barrera.
Puede que la nueva versión de West Side Story sea un capricho de un realizador que, a sus 75 años, está ya por encima de todas las cosas. El director rinde homenaje a sus clásicos en un momento en el que las lecciones de éstos -y si me apuran las que él mismo ha creado, recogido o transmitido- parecen haberse olvidado. Pero de ensimismado Steven Spielberg tiene muy poco, y su película no hace más que contextualizar de una manera absolutamente rabiosa el cuadro de ansiedad (de raza, de género, de clase) nacional, la tremenda crisis de identidad que atenaza Estados Unidos. En West Side Story a Tony (Ansel Elgort) no le dejan amar a una María sino a una Mary, y a María (Rachel Zegler) le dicen que mejor ame a un Antonio y no un Tony. Me suena que eso es un conflicto universal, atemporal, perfectamente comprensible para todos.
Quizá consciente de todo eso, de que todo cambia pero todo sigue igual, y de que parece que estamos condenados a repetir lo anterior, Spielberg relata en West Side Story el final de una era definida por conflictos tremendamente familiares, una guerra de bandas que impide seguir adelante a dos amantes de distinto entorno pero igual extracción social. La película de alguna manera narra la experiencia de ser pobre en América y, por eso, comienza con la monumental cámara de Janusz Kaminski sobrevolando unas ruinas para ir puntuando después, uno a uno, todos los temas de agenda social que han centrado la atención pública los últimos años. Pero no se asusten porque no hay ultraje alguno al material original: todos estaban presentes en la obra de Leonard Bernstein y Stephen Sondheim escrita hace décadas (y también en la historia de los mismísimos Romeo y Julieta de William Shakespeare que a su vez la inspiraron). Spielberg es consciente en todo momento de caminar a hombros de gigantes, pero su película sabe que se estrena en 2021 y debe hablar a otras personas nuevas. Y casi siempre sabe hacerlo, reforzando ciertos elementos de caracterización, evitando el “White washing” pero, sobre todo, no aleccionando a nadie por el camino. Al contrario, West Side Story parece más interesada en redondear ciertas cosas íntimas y personales sobre el estado de la cuestión, de la cuestión americana pero sobre todo de la cuestión de Spielberg, su cuestión: el cine, la experiencia de vivirlo y su importancia en medio del mundanal ruido que llamamos constructo social de 2021.
Ya hemos dicho que a un nivel exclusivamente formal la película es el testimonio de algo que ya no se practica. En unos tiempos en los que el estilo parece haberse uniformizado y reducido, Spielberg convierte West Side Story en un épico show de cómo utilizar una cámara de cine, creando planos absolutamente únicos y bailando con los personajes por el escenario, con ellos y el espectador, para lograr significados y emociones únicas. Es otra clase de espectáculo cinematográfico al de las franquicias actuales, igual de accesible pero diferente: a nivel de planificación y puesta en escena, de “escribir con la cámara” y no traduciendo o copiando de otros medios, recurriendo a FX digitales o cameos, esta película es una inmediata obra maestra. Tal y como está hecho, West Side Story es un relato épico de los que virtualmente ya no existen en salas de cine, y a la vez una expresión pura de lo que una película se diseñó para encarnar, por encima de algunos defectos evidentes (personalmente, una caída importante de ritmo e interés en su último tercio, el más oscuro y negro de la historia).
Pero preguntémonos algo: ¿qué es un remake para Steven Spielberg? Probablemente en tiempos que corren el de Ohio hubiera rentabilizado más hacer uno de Tiburón, producir Gremlins 3 o dirigir una nueva entrega de Indiana Jones (spoiler alert: la empezó y luego la dejó en manos de James Mangold), algo que rentabilizase la cultura de la nostalgia y el campo de la que beben las (por otro lado) muy entretenidas Cazafantasmas o Spider-Man. Pero él mismo ya dijo lo que tenía que decir al respecto en la realidad virtual de Ready Player One. Que Spielberg haya elegido West Side Story solo puede ser considerado como una afirmación en si misma, un golpe sobre la mesa en medio de un tiempo de transición de salas de cine “físicas” hacia el streaming. Pero a la vez también una decisión de Spielberg, siempre calladamente humilde, de coger del brazo al público y mostrarle aquello que formó parte de su infancia, de participar en el show actual de la nostalgia tal y como éste se concibe ahora, solo que en sus propios términos de autor. En el peor de los casos, que la película sea solo el capricho de un director endiosado de hacer por fin su ansiado musical, es algo que Spielberg se ha ganado trabajándose el negocio durante décadas.
Que la película ha sido una apuesta arriesgada lo aseveran los mediocres resultados de taquilla en USA, aunque dudamos mucho que a Spielberg, el rey midas del taquillazo, ya esto le importe demasiado. Con 75 años cada película es un testamento, una reflexión y un mensaje para quienes vivirán en los tiempos futuros. Spielberg lleva ya algunos años sabiendo que transita esa etapa y la recorre con una alegría y tristeza que parecen surgir de esa misma mirada infantil detenida en el tiempo que le caracterizó como integrante del “nuevo Hollywood».
Y de alguna manera, su película nos habla de la pervivencia de los clásicos. Los impedimentos para amarse de Tony y María parecen un retrato robot de ese presente dibujado por presuntuosos revolucionarios de salón (o de tuit). Y los números musicales tal y como los filma Spielberg parecen más trepidantes escenas de acción de Jurassic Park que canciones, y por tanto están más vivas que cualquier escena de acción rutinaria en casi cualquier película que se haya exhibido este año en la cartelera. Lo dicho, una serie de silenciosas lecciones que Spielberg nos deja… sin aleccionarnos, para todo aquel que quiera verlas, sentirlas, apreciarlas. El remake de West Side Story, tachado por muchos como innecesario, caprichoso, sentimental, de racista y buenista, trasciende todo eso. Es puro y cine y quizá, solo quizá, en su interior alberga en su interior el mapa del tesoro, el elemento vital para comprenderlo todo. No me cabe duda de que por eso la hemos dejado pasar.
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