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Westfalia II

Westfalia II

Ver, optativamente, Westfalia, publicada en esta misma columna.

Antonio Valadares recapituló su vida en Europa. Había llegado a Westfalia, Munster, Alemania, prácticamente como muchacho de compañía de Greta, la dama, de 40 años por entonces, cuando Antonio contaba 25. La había conocido a los 20, como camarero en el bar de Recoleta del que Greta era habitué.

“Yo tuve veinte años”, escribió el poeta Paul Nizan, “no permitiré decir a nadie que es la mejor edad de la vida”.

Poco antes de su providencial encuentro con Greta, Antonio había padecido un mal de amores recurrente asestado por una bella coetánea: Jimena. Marcharse lejos incluía dejar atrás aquella desventura.

La convivencia con Greta en Westfalia había resultado exitosa, como la paz labrada en aquella ciudad en el siglo 17: una pasión perdurable. Quince años.

"Visitaba la ciudad, quería verlo. Regresaba, 20 años después del affaire en la Selva Negra. Ella también, descubrió tarde en la noche Antonio, tiene sesenta años"

Hasta que en un Congreso académico sobre el Tratado homónimo, con especiales referencias a la obra de Kissinger, en especial La diplomacia y Un mundo restaurado, Jimena reapareció convertida en la autora de una monografía exuberante y desafiante, como ella misma, con apellido de divorciada —u ocultando su estado civil—, y arrasó los sentidos de Antonio, arrastrándolo pocos días más tarde a una choza campesina en la Selva Negra, volviéndose a marchar como si nunca hubiera pasado nada. Pero dejando a Antonio en un estado de desarraigo sentimental que sería el comienzo del final de su relación con Greta.

Ahora, a sus sesenta años, anclado en Luxemburgo, profesor de alemán, de español y graduado en Relaciones Internacionales de la Universidad de Amberes, escribiendo una separata sobre el recién fallecido Kissinger para el Foreign Affairs, Antonio recibió un mensaje de whatsapp de Jimena.

Visitaba la ciudad, quería verlo. Regresaba, 20 años después del affaire en la Selva Negra. Ella también, descubrió tarde en la noche Antonio, tiene sesenta años.

La posibilidad de que, por el paso del tiempo en su cuerpo, Jimena ya no le resultara tan devastadora, lo motivó a aceptar el reencuentro. Sería el segundo de sus vidas. La primera vez lo abandonó a los 20 años; la segunda, a los 40. En la semana que medió entre el aviso y la llegada de Jimena, Antonio reflexionó sobre el paralelismo entre las tesis de Kissinger y el amor con Jimena.

"Marx era un orate, un ratón de biblioteca, un falso profeta. El vendedor del elixir ideológico adulterado del siglo XX"

En la primera parte de La Diplomacia, al menos hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en opinión de Antonio, Kissinger parecía reemplazar el concepto marxista de lucha de clases, por el de lucha de poder. Donde Marx descubría la motivación de la lucha clases como dirección de la Historia, Kissinger recurría a la ambición de las naciones por mantener y extender sus dominios, esencialmente territoriales. Pero en ambos casos, Marx y Kissinger, esas pulsiones parecían superar la voluntad de los individuos y de los grupos de individuos, ya fueran poderosos o parte del pueblo llano. Por supuesto, la diferencia de inteligencias, de perspectivas y de influencia en los acontecimientos, eran abrumadoramente favorables a Kissinger.

Marx era un orate, un ratón de biblioteca, un falso profeta. El vendedor del elixir ideológico adulterado del siglo XX. Kissinger había contribuido a forjar la hegemonía democrática norteamericana en los años 70, decisivamente. Y la estela de su pensamiento estratégico había cimentado a las sucesivas administraciones hasta aquel mismo día en que Antonio lo releía.

Pero, insistía Antonio en su soliloquio, si bien Kissinger reconocía el factor azar, hasta el misterio, en la eclosión de la Primera Guerra Mundial, por ejemplo; a grandes rasgos su concepción del devenir mundial se regía por la idea de que las naciones pretendían perdurar, a costa de otras si hiciera falta, y que fatalmente donde hubiera un vacío de poder, sino era ocupado por una de las partes, sería ocupado por otra, por lo general antagónica. Antonio, en cambio, consideraba que si bien muchos de los casos presentados por Kissinger eran indiscutibles, la geopolítica transitaba caminos mucho más caóticos, aleatorios, difusos, que los reseñados en la frondosa y magnética obra del Secretario de Estado nacido en Alemania.

"¿Soy su deseo, o su consuelo por descarte? Eran dudas que el propio Antonio consideraba femeninas"

Al Qaeda, Hamas, Hezbollah, la República Islámica de Irán, Isis, desafiaban la libertad en el mundo con similares propósitos a los de los nazis en entre 1933 y 1945; y el repliegue de las democracias efectivamente habilitaba los avances de este enemigo fundamentalista, un movimiento internacional, transversal, con aliados dentro y fuera del Occidente liberal. No obstante, esas coordenadas no cabían con comodidad en una mera dinámica entre naciones, que pretendían más o menos territorio, más o menos hegemonía. Tampoco el nazismo se había limitado a esos vectores. En ambos casos, pretendían destruir el mundo libre, aún a costa de sus propias existencias, con una distopía más escatológica que de dominio político. La vida, el mundo, no podían ser explicados por una teoría general. ¿Y el amor con Jimena?

Tras la noche en un hotel de la periferia de Luxemburgo —Antonio prefirió no recibirla en su casa en esa instancia—, cuando comprobó, gozosamente, los cambios y las permanencias en la topografía de Jimena, una pregunta laceró a Antonio: ¿viene a buscarme porque soy el amor de su vida; o porque sabe que siempre la amé y no quiere pasar sola el resto de sus sesenta?

¿Soy su deseo, o su consuelo por descarte? Eran dudas que el propio Antonio consideraba femeninas, pero también él había llegado a una época personal en la que cavilaba con el alma, además de con los sentidos. Jimena le había propuesto pasar una temporada imprecisa juntos, donde él decidiera, sin final a la vista.

"Cuando llegó la hora de concurrir a la cita en la que debía transmitir su veredicto, Antonio se tomó el palo"

¿Qué pretende usted de mí?, había preguntado inmortalmente Isabel Sarli; y Antonio, con pudor, se repetía el interrogante, con falsa ironía en la postrimería de la intimidad con Jimena. Pero muy en serio en su soliloquio, académico del amor.

Cuando llegó la hora de concurrir a la cita en la que debía transmitir su veredicto, Antonio se tomó el palo. La dejó pagando como ella lo había desertado a los 20 años, con la piedad de que Antonio se marchaba solo.

No era una venganza. Había arribado a la conclusión de que la misma Jimena no sabía qué se proponía, ni lo había sabido cuarenta ni veinte años atrás. Como los países, actuaba motivada por el poder de su belleza, más llevada por su energía sensual que por sus decisiones, y en función de quienes se rindieran a sus pies. No se la podía culpar. De nada. Tampoco obedecer. Antonio sí podía decidir. La vida podía no ser un choque de estrategias, ni de hegemonías ni de clases. Se fue a París.

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