William Boyd (Accra, Ghana, 1952) responde a un tipo de escritor británico, en su caso escocés, que mantiene en todo momento durante la entrevista una actitud impecable, correctísima. Se deja llevar sin poner objeción por Daniel Mordzinski, que lo mismo le “esconde” tras una cortina que le hace mirarse en el espejito de una caja de maquillaje que le ha prestado la jefa de prensa, Blanca Establés. El hotel Palacio de los Duques, en la Cuesta de San Vicente, en Madrid, muy cerca de la Ópera, es propicio para la conversación: tupidas cortinas, sillones bien acolchados y una buena luz natural que suaviza los contornos. William Boyd tiene una mirada azul y una media sonrisa que mantiene en todo momento. Helena Álvarez de la Miyar, la traductora, ayuda con buen humor y profesionalidad en la charla con el autor que acaba de publicar su última novela en la editorial Alfaguara: El amor es ciego.
—Señor, Boyd, cada vez que leo una de sus novelas me reconfirmo en su capacidad para conseguir que sus historias sean eficazmente entretenidas, visuales y verosímiles.
— Sí, es el tipo de novela que me gusta escribir, que es la que me gusta leer. Una de las cuestiones fundamentales en la novela es la historia. Contar historias, escucharlas, es algo fundamental en nuestras vidas, por tanto, lo que intento con mis novelas es que sean lo más seductoras e interesantes posible. Uno de los grandes placeres al leer es pensar qué es lo que va a pasar luego. Es complicado hacerlo, pero si funciona es un placer indescriptible. Hay un contrato tácito, no escrito, con el autor: tú me compras el libro y yo te facilito un placer intelectual, emocional…, hay un intercambio, y por eso el lector quiere escuchar mi historia.
—El hecho de haber nacido en Accra, Ghana (África), de padres escoceses, haber pasado por la universidad de Niza…, ¿le han dado argumentos y localizaciones para algunas de sus novelas?
—Sí, desde luego; he escrito varias novelas que transcurren en África, varios relatos cortos que transcucurren en Niza. Niza ha sido muy importante para mí, en mis años jóvenes. Pero uso también la imaginación y he escrito novelas que ocurren en lugares en los que nunca he estado. He viajado mucho y por eso soy capaz de imaginar cómo será estar en otros lugares, en otros climas, en otras culturas…
—El amor es ciego tiene todos los componentes de las grandes novelas decimonónicas. Ocurre a finales del siglo XIX y principios del XX entre París y San Petersburgo, en un ambiente musical en el que hay intercambio epistolar, relaciones complicadas…, y un gran amor que lo atraviesa todo.
—Sí, he tenido varios modelos, igual el más relevante es el de Robert Louis Stevenson, el escritor escocés. Las novelas de Stevenson cuentan muy bien cómo somos los escoceses. Brodie Moncur [el protagonista de la novela] es un joven escocés que sale al mundo y le pasan cosas, buenas y malas. Viaja por todo el mundo, como Stevenson hace en sus libros y en su vida. Así pues, hasta cierto punto la vida de Stevenson es un modelo de la vida de Brodie: empieza en Edimburgo y acaba en una isla al sur del Pacífico. Y Stevenson acabó en Samoa.
—A Stevenson lo nombra en varias ocasiones. Una con una cita de Virginibus puerisque (“Enamorarse es una aventura que carece de lógica…”), y otras en el interior porque Brodie lee El señor de Ballantrae.
—Sí, incluso el nombre que adopta Brodie cuando está en Biarritz es el de señor Balfour. Este libro está lleno de pequeños guiños, pequeños regalitos para el que los vea.
—¿Tiene formación musical o el conocimiento que demuestra en la novela es pura documentación?
—Soy una amante de la música. Escucho todo tipo de música, mucha clásica, músicas del mundo como se dice ahora: latinoamericana, africana… Aprendí a tocar el piano cuando era joven, pero lo hacía fatal. He aprendido a leer música, por tanto, pero no soy experto. He tenido que consultar, para escribir esta novela, a afinadores de piano, evidentemente, he hablado con compositores, incluso con un director.
—¿Podría afinar un piano?
—¡Absolutamente no! [Ríe], pero sí he comprado el instrumento para tensar las cuerdas y lo tengo en el estudio, es un artefacto curioso. Quería tener uno.
—Brodie Moncur, el protagonista de El amor es ciego, es un buen ciudadano al que las cosas se le ponen patas arriba y tiene que pasar por muchas circunstancia adversas: en el trabajo, en el amor, con su peculiar familia…
— Sí, la vida de Brodie es menos ordinaria que la de la mayoría. Es un hombre complicado, hasta cierto punto. Es una víctima, como todos los somos, de sus circunstancias y de sus propias emociones y sentimientos, y sí, su vida se pone patas arriba porque se enamora de manera obsesiva de esta joven y no lo puede evitar, y toda su existencia está conformada e influida por el amor de Lika Bloom.
—¿Es ciego el amor?
— El amor de Brodie lo es. Creo que el amor obsesivo, que es un tipo de amor en el que parece que estás esclavizado por el objeto de tu amor, es ciego. Hay muchos tipos y grados de amor pero este que describo es más como el subtítulo de la novela: “La pasión de Brodie Moncur”, es una especie de éxtasis o arrebato.
—En su etimología sería sufrir, es una especie de perturbación del ánimo…
— … Sí, un arrebato que te transporta. En en este caso se vive una transformación por este tipo de amor tan abrumador.
—En 1983 fue usted elegido por la revista Granta como uno de los 20 mejores novelistas jóvenes británicos. Un grupo generacional que reúne con usted a narradores de la talla de Ian McEwan, Graham Swift, Julian Barnes, Rusdhie…, ¿tienen algo en común todos estos escritores, aunque tengamos en cuenta que cada uno escribe sus propias novelas? Tal vez porque han nacido todos entre 1946 y 1952, haber compartido lecturas, haber estudiado en Oxford, haber trabajado en The New Statesman…
—Yo no creo que haya nada en común, creo que es una de esas cosas que pasan. Si nos hubieran tomado esa foto en 1973 todos habrían sido jóvenes dramaturgos. Todos los jóvenes escritores eran dramaturgos entonces. ¿Por qué era tan estimulante la dramaturgia para todo aquellos jóvenes? Lo que caracteriza a la banda del 83 es que nadie sabía lo que iba a pasar. Nadie había escrito más de dos novelas…, Rusdhie había escrito dos, por ejemplo. No había nada que indicara que cuarenta años después siguiéramos escribiendo. Ha sido más bien un ejercicio de marketing que se ha convertido en algo profético.
—África y la Primera Guerra Mundial son dos de sus grandes temas.
—Lo de África es muy sencillo de explicar por mi historia personal, por haber crecido allí; mis primeras dos novelas transcurren en África… La Primera Guerra Mundial es un tema interesante, es una obsesión británica, diría. En literatura, en el colegio, con 8 o 9 años, te enseñan los poetas de la Primera Guerra Mundial y luego en la vida te sientes muy familiarizado con ellos. También he experimentado desde muy joven la guerra civil en Nigeria, que ha tenido un impacto tremendo. Durante la guerra todos los elementos de la vida están magnificados. Describir un soldado en el campo de batalla es como si le pusiéramos una lupa, una especie de campana de reacción química, un matraz. Si en la vida normal estás en peligro no es tan emocionante como si pasa en la guerra, es más significativo.
—Su humor es inconfundible, Barras y estrellas, Armadillo… ¿Existe una tradición de humor inglés que encontramos en contemporáneos como Evelyn Waugh, Woodehouse, Tom Sharpe…?
—Sí, pero yo me describiría como un novelista que escribe novelas serias-cómicas. Es la manera como veo la vida. Igual es muy británico ese rasgo pero dos de mis autores favoritos son rusos, Chéjov y Nabokov, y ellos ven el mundo de esa manera también; es una visión cómica pero también bastante oscura, aunque fundamentalmente es cómica. La vida es tonta, absurda, nada funciona. Y esa es mi visión cómica, que no trágica, de la vida. Una visión trágica nos hace parecer mas importantes de lo que somos.
—Los herederos de Ian Fleming le encomendaron una misión digna de 007: escribir una nueva historia de James Bond. En 2013 usted publica Solo. Una novela de James Bond, al que envía a África, precisamente.
—Esto salió de causalidad. Me invitaron, y creo que me lo pidieron a mí porque yo había escrito mucho sobre Ian Flemig en los periódicos y creo que esto hizo que la familia pensara que yo comprendía bien a Fleming. Me dijeron: “Tienes carta blanca, haz lo que quieras. Solamente tienes que respetar las tradiciones de James Bond”, y pensé: qué hago. Bond nunca había estado en África. Al final de Diamantes para la eternidad sí que va a África, pero son dos páginas. Así que pensé: Pues lo vamos a mandar a África, un continente donde nunca estuvo. Quité todas la maquinitas y las armas, y es un hombre solo en la selva africana. Me pareció muy interesante poner a Bond sin la tecnología.
—Usted leyó las novelas de Fleming, algo que la mayoría no hemos hecho y conocemos a Bond solamente por el cine.
—Ese es el problema, porque todos piensan en las películas de Bond y las películas son muy diferentes, casi no tienen nada que ver con el personaje que Ian Fleming inventó. El Bond de las novelas es mucho más interesante que el de las películas.
—Publicó Nat Tate: el enigma de un artista americano, una historia ficticia sobre un artista plástico en el Nueva York de los años 50. El escritor español Max Aub escribió una obra titulada Josep Torres Campalans (1958) que es un personaje inventado por el autor en el París de las vanguardias, amigo de Picasso y otros grandes artistas.
—Sí, he comprado ese libro la semana pasada porque me hizo una entrevista Juan Cruz y me lo dijo. Nunca había oído hablar de Max Aub y el libro lo he encontrado traducido al inglés. Eso era algo que siempre había soñado, estos trampantojos literarios son una tradición inglesa y en la década de los 30 hubo uno muy famoso de un pintor surrealista, Bruno Hars, que bien pudo haber inspirado a Max Aub. El librito sobre Nat Tate, lo publicó David Bowie, juntos lo produjimos; él escribió la descripción del principio. Era su editorial e hicimos una gran fiesta en el estudio de Jeff Koons, en el que David Bowie leyó fragmentos del libro…
—Una gran broma.
—Sí, y uno de los conspiradores de esta gran broma, de esta farsa, preguntaba en la presentación del libro si habían oído hablar de Nat Tate, y sí, alguno dijo: sí, por supuesto. No duró mucho tiempo esta farsa pero a mucha gente le gustó. Hemos hecho dos documentales sobre Nat Tate y el libro está traducido a varios idiomas, al español también [En Malpaso ediciones]… Incluso se ha vendido un dibujo de Nat Tate en Sothebys por 7.500 libras… (el nombre de Nat Tate viene de National y de Tate Galerie).
—Con 37 años usted publicó su cuarta novela, y para mí su mejor obra, Las nuevas confesiones, en la que cuenta la historia de un gran cineasta llamado John James Todd. Combate en la Primera Guerra Mundial, es apresado y encarcelado por el enemigo y su carcelero le deja un día leer un libro que le deslumbrará: Las confesiones, de J.J. Rosseau.
—Desde luego, fue el primer libro que escribí que cuenta una historia completa, desde el nacimiento a la muerte del personaje. Es poco habitual escribir una novela que cubra la vida completa de una persona. Nat Tate, aunque solo tenga 80 páginas, es una vida completa. También lo he hecho en Las aventuras de un hombre cualquiera.
—En El amor es ciego solo cubre unos doce años, pero también es una vida muy intensa la de Brodie Mancur.
—Sí, es casi de ese estilo porque se conoce mucho de la niñez del personaje.
—Los protagonistas de sus historias suelen tener problemas para entenderse con el mundo. Sus libros son el reflejo de sus personalísimos puntos de vista, lo cual conforma una amplia visión de la complejidad contemporánea vista a través de un calidoscopio.
—Desde luego, la vida es muy complicada. Es difícil encontrarle un sentido, incluso comprender tu propia trayectoria, tu paso por la vida, y esta sensación de incertidumbre, de no saber qué va a pasar es muy frecuente. En La nuevas confesiones medito mucho sobre esta cuestión, sobre la no plenitud, y es interesante reflexionar sobre el hecho de que cuanto más cerca tienes las cosas, peor las ves.
—¿Le ha resultado complicado crear personajes femeninos como Hope Clearwater, de Playa de Brazzaville o la Eva Delectorskaya de Sin respiro?
—Verá, tengo un método. Lo que hago es ignorar las cuestiones que tengan que ver con la sexualidad, con el género, con las opiniones habituales sobre hombres y mujeres. Todo eso lo dejo a un lado y mis personajes femeninos son simplemente personalidades que no tienen nada que ver con que sea una mujer. Hope Clearwater es muy inteligente, un poco arrogante, vulnerable, y cuando está en una situación que pudiera parecer relevante a efectos de género no pienso qué haría una mujer —esa es una pregunta tonta—, lo que me pregunto es qué haría este tipo de persona, y por tanto su respuesta es siempre muy auténtica. Tiene que ver con la personalidad, con el carácter, y no tanto con el sexo.
—¿Es usted lector de poesía?, Swiburne está en su novela…, ¿entrarían en sus preferencias dos poetas tan dispares como Philip Larkin y Wordsworth?
—Leo muchísima poesía. Mis primeros amigos escritores eran poetas. Muchos años he estado estudiando poesía, mi doctorado lo hice sobre Shelley y he enseñado poesía en Oxford, o sea que estoy empapado de poesía. Philip Larkin está entre mis diez favoritos. De los americanos me gustan Elizabeth Bishop, Wallace Stevens, Auden, Ted Huhgs, T.S. Eliot, por supuesto. Tengo la teoría de que los novelista leen mucha poesía. Es una mentalidad diferente la del poeta; la poesía requiere un lenguaje preciso, claro que también hay precisión de leguaje en una novela, pero no puedes escribir una novela como si fuera un poema. James Joyce intentó hacerlo y ya vemos cómo salió [Ríe]. Es muy difícil de leer.
—¿Le sirve la escritura para reflexionar sobre la existencia?, el sentido del mundo y todo eso…
—Sí, desde luego. Creo en la división que Yeats y otros poetas apuntan sobre la diferencia que existe entre el hombre que sufre y el que crea. Tengo las mismas preguntas como individuo que cualquier otro pero cuando me pongo a escribir, estas preguntas adquieren un significado diferente. El posicionamiento, la descripción es distinta si me las planteara a título individual, como una persona que vive en el siglo XXI, sin más.
—Proust decía que la literatura era la propia vida: ¿la literatura le ayuda a vivir?
—En cierto sentido sí, porque si te gustan las aventuras que te montas en tu cabeza no tienes que ser escritor para tenerlas. Esa es tu verdadera vida privada, lo que te imaginas. Hay una cita de Chévoj maravillosa que dice que toda persona vive su verdadera vida en secreto. ¿Y dónde está el secreto?, en la cabeza. La novela te permite sacarlo a relucir.
—Los nacidos en la primera mitad del siglo XX nos podemos sentir algo extraños según avanza el XXI?
—Sí, creo que pasa y ha pasado muchas veces en la historia. Dickens, por ejemplo, nació a principios del XIX y la gran transformación de su vida fue el ferrocarril. Dickens viajaba en coche de caballos y a mediados cambió totalmente el transporte; después vivo el coche, el teléfono…, la tecnología cambia constantemente la historia de la humanidad y ahora va increíblemente rápido, todos llevamos en el bolsillo un ordenador y esto te hace pensar dónde vamos a estar dentro de diez años. Pero fundamentalmente se trata de seguir comunicándonos.
—En 2014 participó en una firma colectiva que se publicó en The Guardian oponiéndose a la independencia escocesa. ¿Sigue usted el proceso independentista de Cataluña?
—Sí, hasta cierto punto tengo claro lo que está pasando porque cuando se produjo el referéndum escocés se habló mucho de la independencia catalana. Incluso algún partido nacionalista catalán fue a Escocia porque hay paralelismos entre ambos casos. Puedo hablar de la situación escocesa, no tanto de la catalana, aunque será igual de relevante lo que diga para ambas. En Escocia votar a favor de la independencia era algo que se hacía desde la pasión, una pasión que se basaba en una especie de fantasía sobre cómo un país pequeño podría existir así en el siglo XXI. Esos sueños de independencia eran una especie de bruma que ocultaba la realidad, una realidad brutal en lo económico sobre cómo iba a sobrevivir… Si Escocia se hubiera independizado hace cuatro años seríamos un país en bancarrota porque el proyecto se basaba fundamentalmente en el petróleo y eso no iba funcionar. Entiendo perfectamente los sentimientos de los escoceses independentistas, nacionalistas, pero yo soy muy pragmático: tengamos la mayor transferencia de competencias posible y al mismo tiempo tengamos la mayor posibilidad de pertenecer a una unión más grande. Lo otro, como decimos, es estar en misa y repicando. Tiene sentido votar No por estos sueños de independencia porque son sueños imposibles que no se pueden lograr en este mundo globalizado.
—¿Quiere darme su opinión sobre el Brexit?
—He escrito mucho sobre el Brexit: es una catástrofe, es un desastre. Nuestra clase política es un horror, son de décima clase, no de segunda clase. He pasado por muchas emociones, de incredulidad a ira y enfado, y ahora me siento avergonzado, avergonzado de nuestra clase política, tanto por la derecha como por la izquierda. Es la responsabilidad de David Cameron también, que fue un estúpido. Tenemos la peor primera ministra de la historia, Teresa May, y seguramente el peor líder de la oposición, Jeremy Corbyn. Tenemos dos tribus, cada una con sus problemas internos que no pueden ponerse de acuerdo en algo que tiene unas implicaciones nacionales tremendas. Esto me recuerda a un episodio de Jonathan Swift en Los viajes de Gulliver, cuando van a un país en el que hay un debate político sobre cómo abrir un huevo cocido: si por el lado más redondo o por el lado puntiagudo. Y este es el estado en el que estamos ahora.
—Tiene usted una granja y un viñedo con su propia denominación: Château Pecachard, en Bergerac, Francia, en donde elaboran vinos.
—Ya no. Hacíamos un vino local muy bueno, pero la burocracia francesa nos aniquiló porque introdujeron una norma según la cual si nombrabas un vino con el nombre de la Casa, Chateau Pecachard, en nuestro caso, nos obligaba a tener la bodega allí. Nos unimos a dos productores que tenían bodega para producir en su casa pero teníamos que haber construido nuestra propia bodega, lo que nos convertiría en una explotación agrícola, vinícola, en este caso. Pero había más: tampoco podíamos plantar un solo tipo de uva, por lo menos tenían que ser dos. Nosotros cultivábamos Cabernet Sauvignon y tendríamos que habernos cargado la mitad del viñedo para plantar otra uva.
—Al menos espero que haya sido una buena experiencia.
—Sí, fabulosa, pero por desgracia… Al final hemos pensado: bueno, se acabó la aventura.
—¿Le gusta el vino español?
—Sí, sí, por supuesto, Me encanta el vino español.
—Muchas gracias, señor Boyd.
—Gracias a ustedes.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: