Foto: Mary Ann Halpin
William Deresiewicz (Nueva Jersey, 1964) me recibe por Zoom desde Portland. Acaba de publicar La muerte del artista (Capitán Swing), un ensayo asombroso donde disecciona con un detalle abrumador cómo ha cambiado el negocio del arte (pintores, escritores-periodistas, músicos…) con la irrupción de Internet a finales de los noventa. Mediante análisis y entrevistas, Deresiewicz, antiguo profesor de Yale y crítico cultural, confronta un panorama desolador.
—Diría que fue estrangulado lentamente.
—¿Quién fue el asesino?
—Silicon Valley, con la complicidad del público. Esto se debe a varias cosas pero sobre todo a ese maravilloso «todo gratis» que hemos disfrutado durante los últimos veinte años. Y lo entiendo: si piensas en ello, para la mayoría de la gente que vive por debajo de una posición económica confortable, por debajo de la clase media-alta, los últimos veinte años han ido a peor. Lo único que ha mejorado ha sido Internet. Tuvieron acceso a música gratis de forma ilimitada, vídeo a muy bajo coste, pudieron leer en la web sin parar… Un montón de cosas que eran de pago se convirtieron en accesibles y, además, en tremenda abundancia. Pero la gente que creaba estas cosas, los artistas, y otra gente, como los periodistas, están siendo asfixiados, están siendo sofocados lentamente.
—¿Cree que el artista se ha convertido en un trozo de carne en el mercado y que debería rebelarse?
—Antes de escribir este libro tenía la idea que usted sugiere: que el artista no debería estar en el mercado para nada. Y que cuando el arte está en el mercado se corrompe. Durante la escritura del libro cambié de parecer. No creo que el mercado sea malvado, creo que el mercado permite una comunicación entre el artista y el público. Cuando compramos algo, decimos «esto es lo que queremos». Y si no existe esa interacción, si el arte depende enteramente o casi enteramente de fondos públicos, que quizá sea el caso europeo, no creo que el arte mejore. Sólo establece un arte con la aprobación de la gente que controla esos fondos: burocracia, comités, expertos públicos… Caldo de cultivo para un ambiente muy corrupto. Tengo muchísimos problemas con la forma en que la sociedad americana se organiza, especialmente en contraposición con el modelo socialdemócrata europeo, pero creo que la competición de mercado en Estados Unidos aumenta la vitalidad, el dinamismo, la creatividad y la innovación. No estoy en contra de que el arte esté en el mercado: tal y como explico en el libro, quiero que los artistas estén en el mercado pero sin ser propiedad del mercado. Sin que sean capturados.
Hay dos formas de plantearlo. La primera: estudias, vas a tu despacho, o a tu mesa, y creas arte, o una ficción, o lo que sea que sientes que tienes que hacer desde las profundidades de tu alma, y luego lo llevas al mercado y buscas gente que vaya a pagar por ello y te ayude a mantenerte. Esto sería estar en el mercado pero no pertenecer al mercado. La segunda es que, desde el principio, estés pensando sobre lo que haces en términos de cómo se va a vender. Y estás en un contacto constante con el mercado todo el día, literalmente: en redes sociales recibes mensajes permanentemente sobre qué quiere ver la gente hoy, y ya. Esto significa que estás capturado por el mercado. Internet ha llevado a que muchos artistas estén capturados por el mercado. En una primera fase, «desmonetizando» su trabajo, bajando el precio de sus creaciones hasta cero o cerca de cero. Por eso los artistas tienen que estar luchando permanentemente por ganarse la vida. Y en una segunda, forzandolos a ser «negocios unipersonales» que están vendiéndose todo el rato: etiquetándose en redes sociales, haciendo marketing de sí mismos… No tienen tiempo para parar un rato, pensar y crear.
—No hay tiempo…
—Sí, además no hay tiempo sin interrupciones.
—Usted dice acertadamente que está desapareciendo la clase media socioeconómica y, al mismo tiempo, creo que ha desaparecido la clase media artística. Me considero un escritor de clase media, y regreso a su libro, en el que coloca, otro acierto, al alquiler de la vivienda-oficina como uno de los problemas centrales de los creadores. ¿Cómo puedo hacer para pagar el alquiler?
—Mire: no escribí el libro para descubrir que esta es una profesión dura. Quería saber por qué es dura y cuán dura es. La primera palabra del subtítulo del libro, tanto en inglés como en español, es «cómo». Cómo consigue la gente vivir de esto. Porque los artistas todavía consiguen crear, incluso algunos todavía consiguen ganarse la vida o una parte de su dinero creando. ¿Cómo lo hacen? Creo que mantenerse en la clase media es extremadamente difícil hoy día, tanto en las artes como en el periodismo. La gente con la que hablo en el libro sólo consiguen mantener la cabeza un poco fuera del agua, están a un nivel económico, digamos, working class. No hay margen para irse de vacaciones, ni para darte ninguna alegría financiera… Te echan del apartamento y sólo puedes encontrar lugares aún más caros, no puedes renovar tu ordenador portátil, no tienes dinero para tener hijos, ni alcanzar una situación económica estable. Aun así, todavía siguen creando. Repito: ¿cómo lo hacen? Pues todo el mundo tiene una respuesta diferente, esa es otra característica de las artes. Cada artista sale adelante de una manera diferente. No es como una profesión normal en la que tienes un trabajo con horarios, contrato y ya.
La primera respuesta que encuentro es que el artista de hoy día es responsable de crear y mantener su propio público. No puedes usar intermediarios como una editorial, o una galería, o un sello discográfico para llegar a un público más amplio para ti. Tienes que buscarlo tú mismo y, dentro de lo que puedas, establecer una relación financiera directa con él. Y eso sólo lo puedes hacer a través de las redes sociales: Twitter; Facebook; Instagram, si eres un artista visual; YouTube, si eres un músico… Y también, muy importantes, las webs de crowdfunding: Patreon y Kickstarter, especialmente importantes para mantener el contacto con ese pequeño público. Por eso lleva tantísimo trabajo. En el momento en el que paras durante una semana o un mes, la atención de tu público ya se va con otro artista.
—Una de las cosas que más aprecio de La muerte del artista, aparte de ser un manual para artistas que quieren empezar en esto o quieren mantenerse, es el recorrido que hace a través del concepto de arte. ¿Qué es el arte para usted?
—Gran parte del libro, como usted dice, se dedica a explicar cómo se consigue vivir de ser artista en nuestro tiempo. Pero también dedico una sección a explicar qué son y qué han sido el arte y los artistas. Creo que tenemos la idea de que el arte ha sido siempre lo mismo durante la historia. Que ha tenido siempre el mismo objetivo social, que los artistas siempre han sido vistos igual y que han jugado siempre el mismo rol. Esta idea se confirma cuando escuchas a la gente decir: «Los artistas siempre han plantado cara al poder». Pues no. En gran parte de la historia ese no era el rol del artista. Ningún artista hubiese pensado en enfrentarse al poder hasta aproximadamente el siglo XVIII. Incluyendo a todos los maestros del Renacimiento, el trabajo del artista era articular de la forma más bonita y emocionante las verdades que ya estaban establecidas y aceptadas por la Iglesia, por la Corona, por las autoridades y por la sociedad. Y luego en el siglo XVIII muchas cosas comenzaron a cambiar en la sociedad. No sólo tenemos el ascenso del capitalismo industrial, sino también la emergencia de la democracia, la Revolución norteamericana, la Revolución francesa, la Ilustración, que comienza a romper intelectualmente las creencias establecidas por la Iglesia y la Corona… Y, de pronto, los artistas toman un rol completamente nuevo, que se ha mantenido hasta la actualidad. Y esa es la respuesta a su pregunta sobre el arte. El arte para mí es la mayor fuente de verdad y de sentido sobre nuestras experiencias como seres humanos en el planeta y nuestras vidas juntos. Lo que trato de explicar en el libro es que este cambio de paradigma fue impulsado por un cambio económico. Y por eso no estoy en contra del mercado: fue el capitalismo el que facilitó este cambio. Una vez que los artistas, empezando por los escritores en Gran Bretaña y después extendiéndose por Occidente, necesitaron sólo de un público para ganarse la vida sin depender de un mecenazgo entonces no tuvieron que decir lo que sus mecenas querían.
—Dicho esto, ¿considera usted que cualquiera puede ser un artista?
—Uno de los mantras en esta era de Internet es que cualquiera puede ser un artista. Todo el mundo tiene las herramientas para llegar a un público. Por tanto, parte de la ideología de esto es que todo el mundo puede ser artista. No creo que todo el mundo sea un artista. No creo que yo sea un artista. Creo que nunca pudiese haber sido un artista. Este libro sólo me ha convencido aún más de que no todo el mundo es artista, porque los artistas con los que hablé son personas extraordinarias. Creo que sus cerebros son diferentes al resto de nosotros. Miran al mundo de una forma diferente. Y no tengo ningún problema con no ser artista. Le dices a la gente que no todo el mundo puede ser artista y se sienten insultados. Sienten que los estás haciendo de menos. Yo no me siento un ser humano inferior porque no soy artista: creo que contribuyo con otras cosas de valor. Pero «creatividad» se ha convertido en esta palabra casi divina que todo el mundo tiene derecho a arrogarse. Cuando decimos que todo el mundo es un artista o que todo el mundo podría serlo, estamos desmereciendo lo que los artistas de verdad son, con el significado y la dificultad de su trabajo. Y creo que esta asunción de que todos somos artistas ayuda a contribuir a una situación en la que la gente se siente bien al coger el arte gratuitamente, porque el artista no tiene ya ese aura especial, de valor. «Que se fastidien», «quiénes son ellos para pedir dinero por esto».
—En estos tiempos es muy difícil explicar por qué un artista debería ganar dinero o establecer la cantidad que se le debería pagar por su obra, un problema ya más clásico, ¿no cree?
—Entrar en el debate de si los artistas deben cobrar demuestra lo ridículo de la situación en la que vivimos. Tenemos una mentalidad que deriva del siglo XVIII, del romanticismo, de esta idea del artista «espiritual» que no debe tener nada que ver con el dinero. Es una idea ridícula que nunca ha sido verdad. Lo único que tienes que ver es que en el resto de los casos, cuando recibes algo de valor de manos de la gente que lo ha creado, entendemos que hay que darles un dinero a cambio. Así funciona. Primero, es justo, y segundo, es como ellos continúan haciendo lo que queremos que hagan. Por una parte es muy difícil explicar a la gente por qué deberían pagar por el arte, porque existe este bloqueo mental de resistencia ideológica pero, por la otra parte, debería ser muy sencillo: estás recibiendo algo de valor y debes dar a cambio algo de valor. Si la gente quiere decir «bueno, este artista ya no está vivo….», pues vale. Podemos hablarlo. Pero no me refiero a esto, me refiero a los artistas que están vivos hoy y el arte que se hace hoy, que es el 99% del arte que la gente consume.
—Es interesantísimo en su libro cuando explica, usando una entrevista con una escritora, Meline Toumani, cómo los escritores de hoy se ven atrapados en subgéneros literarios —llega a citar ya sub-sub-categorías como libros de hombres lobo, de billonarios o ChickLit— demandados por el público. Es decir, están atrapados en una estantería por su situación socioeconómica. En concreto, esta escritora se queja de que se recompense en particular a mujeres jóvenes por escribir artículos explícitos y confesionales sobre su vida personal.
—Los artistas son tan precarios económicamente —y tienen que presentar su trabajo en el universo de Internet, donde nuestra atención está siendo constantemente distraída— que tienen que presentar objetos luminosos para captar esa atención. El arte se tiene que adaptar a estar apelando sin parar a la gente. Y si haces arte visual tiene que parecer bonito en un teléfono, en una pequeña pantalla. Por tanto, el arte que se hace hoy es poco profundo, es superficial, porque tiene que provocar una respuesta inmediata, no puede ser algo que nos lleve tiempo entender.
—Nuestra web se llama Zenda y se dedica a la literatura. Además de hablar con autores jóvenes sobre el oficio de escribir, ¿debemos hablarles sobre organizar eventos, participar en cenas literarias o encuentros con sus seguidores? Porque hoy día no hablamos ya de lectores, hablamos de fans.
—Creo que esa es una gran distinción.
—¡Es suya! (nos reímos)
—Creo que el término «fan» lleva mucho tiempo con nosotros, pero ha cambiado su significado. Su rol es totalmente diferente. El fan en la era de Internet es una caja, es un teléfono. Esto implica que ahora el fan es activo: hace cosas como compartir contenido, tener una conversación, empezar un podcast sobre su artista favorito… Se obliga al artista a tener a sus fans de su lado porque son su método de vida. Un fan es muy codicioso: quiere contacto inmediato y constante con el artista. Quiere conocerlo. Quiere vivir la experiencia vicaria de la creación artística. Quiere sentir que los artistas son sus amigos. Esto es muy diferente a lo que eran los fans. Los fans de los Beatles seguían a unos dioses en la escena. O en la cubierta de un libro. Algo remoto. Ahora eso ha cambiado totalmente.
Me pregunta usted si hay que enseñar a los jóvenes escritores a pensar de esta manera… Me pone enfermo… (nos reímos) Lo odio pero… no les hacemos un favor al aparentar que esto no existe. Y esta es también la lucha que tuve al escribir mi libro: como dije, empecé con la actitud de «esto es asqueroso» pero… ¿cuál es la alternativa? La mayoría de los artistas que entrevisté tenían menos de cuarenta años y me decían que iban a hablarme de cómo afecta este proceso de exposición personalmente, porque nadie les avisó cuando empezaban. Y sufrí por ellos. ¿Tendremos que enseñar a los escritores a cenar con sus fans? Si no les enseñas, tendrán que aprenderlo por sí solos. Y entonces quizá no sean capaces de aprenderlo, y quizá no sean capaces de seguir trabajando como escritores, porque no fueron capaces de aprenderlo.
—En este libro le agradezco que no aparezca usted pero, paradójicamente, usted aparece todo el rato. Como he visto durante la entrevista, La muerte del artista es una pelea de boxeo contra sí mismo, contra su sombra, desmontando sus propias ideas de partida.
—Ahora tengo cincuenta y siete años, pero no fui un escritor comercial hasta los cuarenta y cuatro. Antes me dedicaba a la investigación académica. Por tanto, tengo quince años de experiencia en la industria editorial. Y la nostalgia no viene de lo que he vivido, sino de lo que he oído. Y por supuesto que soy nostálgico. Eso sí, incluso antes de que llegase Internet la industria literaria se había convertido en algo muy comercial. A partir de los setenta, en este lado del Atlántico hubo una gran consolidación de las compañías editoriales, sellos discográficos y demás. Pasamos de tener muchas y diferentes editoriales, cuando empecé a escribir el libro, a «las grandes seis». Pues ahora son «las grandes cuatro» porque Simon & Schuster va a disolverse. Las décadas alrededor de la Segunda Guerra Mundial, de los años veinte a los sesenta, fue la época dorada de las artes. El negocio cultural aún no se había corporativizado, no existían grandes corporaciones como Viacom o Bertelsmann, que controlaban todo el negocio. Eran operaciones más pequeñas y también era mucho mejor negocio en términos de cuánto ganabas por vender un disco o un libro. Estas compañías podían ser independientes porque daban beneficios y los artistas que trabajaban para ellas podían vivir bien, como usted dijo antes, una vida de clase media. No una vida de subsistencia, sino de clase media. No creo que el mercado envenene el arte: si el mercado se conduce apropiadamente, ayuda. Con él logramos los Beatles, el jazz moderno,… una barbaridad de cosas imposibles de enumerar.
—En su libro define y desafía a la ideología de Silicon Valley. ¿Qué es la ideología de Silicon Valley? Contradictoriamente, gracias a uno de sus productos, Zoom, podemos charlar y vernos ahora.
—¡Exactamente! No podemos escapar, por eso es tan potente. Mire, podemos usar sus herramientas sin convertirnos en sus presas. Es muy importante decírselo a la gente: no es necesario que aceptes el mundo que han creado, incluso si continuas usando las herramientas que han desarrollado. Y ¿qué es la ideología de Silicon Valley? Una de las piezas que han vendido con mayor efectividad al público, lógicamente además, es que todo debería ser gratis. Posees el derecho a tener lo que quieras de manera gratuita. Incluso sin coste social, ya que lo aplaudía todo el mundo —«esto es genial, no hay ningún problema»—. El proceso empezó en 1999 con Napster y, a pesar de que los músicos nos avisaban de que era terrible, nosotros, el público, no queríamos oírlo. Porque no nos gustaba oírlo. Creo que hay que defender que no sólo es justo pagar por el arte sino porque tú también lo sufres: el arte que recibes no es tan bueno como podría serlo. Lo veo constantemente estos días: da igual que sea música, podcast, radio… Hay una enorme producción de cosas que simplemente «están bien». Ninguna es realmente genial.
—Me preocupa también cómo en nuestro tiempo los productores de contenido —usted los llama así en La muerte del artista— no sólo tienen que poner sus creaciones en el mercado sino que también tienen que simular su vida personal en el escaparate y que esta sea impoluta para los cánones morales de su público. Me preocupa muchísimo.
—Totalmente de acuerdo. Se acordará de que en el libro aparece una dibujante de cómics, Lucy Bellwood, que habla de esto de una forma muy elocuente y muy emocionante. Ella es una chica joven, tenía veintitantos cuando hablamos, y ha conseguido mantenerse económicamente de forma precaria a través de las redes sociales. Es muy buena en mostrarse a sí misma a su público. Mucha gente con la que hablo me confirman que este es el negocio. La gente parece que está interesada en tu trabajo, pero en quien está realmente interesada es en ti. Y tienes que crear, tienes que modelar, como usted dice, tu «persona». La palabra que se usa es «autenticidad». Tienes que transmitir autenticidad, trasmitir que eres «real». Pero transmitir esto diariamente en las redes sociales no es real. Creo que usted usó este término: el simulacro de la realidad personal. Un músico me comentaba que sentía que cada mañana tenía que pintar un mural de sí mismo, que tenía que recrear su imagen cada día, porque el punto de entrada en el mercado es la «persona», no el trabajo. Y, sí, esta es una idea muy diferente sobre el arte, una idea que me resulta extraterrestre. No leo biografías de autores, me da igual. Mi relación con un escritor es con su libro, es con su trabajo. Pero las cosas no funcionan así ahora.
—Coincido con usted. Nos deberían dar igual los valores de Homero al escribir La Odisea. O de Picasso para pintar cualquier obra. Pero ¿me debo preocupar porque usted, autor de La muerte del artista, tenga valores «limpios» para los cánones actuales, o le cancelarán? (se ríe)
—Homero tiene la ventaja de que es casi anónimo. En cambio sobre Picasso no se para de escribir que si era un machista, que si… Es donde estamos ahora, desafortunadamente. Hacia lo que creo que apunta usted es que este tipo de economía basada en la persona mueve Internet e interactúa con una ideología progresista muy censora, muy puritana, muy victoriana. En ella todos estamos siendo examinados constantemente para detectar la más mínima desviación de su ideología políticamente correcta. Cualquier cosa en nuestro pasado, incluso si era correcta cuando la hicimos, incluso si éramos adolescentes cuando la hicimos, de pronto tiene el potencial de amenazar tu futuro. De nuevo, no es sólo que te pueda crear una mala reputación o conseguir que a la gente no le gustes, sino que amenaza tu sustento económico. Lo que significa que amenaza tu habilidad de hacer arte. Lo que significa que los artistas tienen una razón más para ser cuidadosos, para autocensurarse —que sería lo último que querríamos que nuestros artistas hiciesen—, para no decir nada que pueda ser ofensivo para alguien no sólo ahora sino a diez años vista. Por tanto, me preguntó antes qué era el arte y hablamos de ese cambio del artesano del Renacimiento al artista del Romanticismo: pues para mí el elemento esencial del arte es la libertad. La libertad del artista de decir su verdad, no sólo al poder, sino a nosotros. No sé si ha visto un documental sobre Nina Simone.
—Sí, extraordinario. (n. del e.: What happened, Miss Simone? en Netflix)
—Le preguntan a Nina Simone qué es la libertad. Y ella contesta «La libertad es no tener miedo». La única cosa que no puedes decir sobre el ambiente en el que nos movemos es que no haya miedo. Justo lo contrario: actualmente todo es miedo. Miedo económico, miedo social, miedo político… Miedo.
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