Hay una obsesión que se repite en gran número de periodistas: escribir una novela. La gran mayoría la tienen en mente a lo largo de sus ajetreadas vidas. Y ahí se queda. Sienten que tienen mucho que contar, pero las encorsetadas normas periodísticas no satisfacen sus desbordantes ansias creativas. Muchos lo intentan y pocos lo consiguen. Entre los que lo han conseguido se encuentran personalidades a las que todo novato aspira a emular, como Tom Wolfe, Gabriel García Márquez o Arturo Pérez-Reverte. La mayoría se van de este mundo con cuatro notas mal pergeñadas o —en el mejor de los casos— con un libro de memorias para regocijo de sus colegas. Más que nada, por aquello de cumplir con plantar un árbol, tener un hijo y lo otro.
Quien sí consiguió que su carrera de novelista eclipsara la de periodista fue William Kennedy (Albany, 1928). Incluso logró que su título más emblemático —Tallo de hierro (1983)— adquiriera más fama que su propio nombre. Eso sí, gracias al cine. A Kennedy, pese a haber ganado el Pulitzer, le llegó el triunfo con la película Ironweed. Dirigida por Héctor Babenco (entonces admirado por llevar al cine El beso de la mujer araña, de Manel Puig), Tallo de hierro alcanzó gran éxito, no tanto por las excelencias literarias de la historia, que las tiene, sino por el tirón de las estrellas Meryl Streep y Jack Nicholson.
Volviendo al William Kennedy periodista, su interés por la profesión nace siendo estudiante. Nada más graduarse, se inicia como redactor deportivo y columnista, lo que ya avanzaba sus ansias literarias, en el diario local The Post Star. Al año, tuvo que abandonar su incipiente carrera porque el ejército lo llamaba y lo enviaba a Europa. Afortunadamente, no a luchar —ya estamos en la posguerra—, sino como redactor de deportes del periódico militar Ivy Leaves. Tras licenciarse, vagó primero por su Albany natal, donde trabajó para el Times Union, y luego por Puerto Rico. En el estado número 51 alcanzó las mayores cotas de éxito en su carrera como periodista al dirigir The San Juan Star.
Amigo de Thompson y Bellow
San Juan sería clave en su conversión a la literatura. Allí conoció a Hunter S. Thompson, el creador del periodismo gonzo, de quien sería amigo durante toda la vida. Y también a Saul Bellow, su padre literario, el maestro que le animaría a deslizarse por los sinuosos caminos de la literatura. Con esos padrinos velando por él, Kennedy compatibiliza periodismo y literatura. Regresa a su casa en Albany, con la que mantenía una relación de amor-odio. Estaba ansioso por salir de allí, pero siempre volvía. Escribe una serie de reportajes sobre la provinciana capital del estado de Nueva York, que servirían de base para ocho de sus novelas, ubicadas en su ciudad. El Albany de Kennedy ha sido considerado por muchos críticos como el Dublín de Joyce o el Yoknapatawpha de Faulkner: lugares, ficticios o reales, que adquieren más protagonismo en las tramas de las novelas que los propios personajes.
El camión de la tinta
El paso definitivo a la literatura lo hizo Kennedy con El camión de la tinta (1969). Siempre se había quejado de una gran paradoja que atenaza a los periodistas de todas las épocas: el poco tiempo para escribir que permite el periódico. El mismo escritor se sorprendió al descubrir lo desbordante que era su imaginación. Fue su primera novela, y en ella relata el mundo que más conocía, el de las redacciones. La novela cuenta, en concreto, la historia de unos periodistas inmersos en un conflicto laboral con su empresa. Todo gira en torno a una acción espectacular de protesta para captar la atención mediática, sobre todo de la televisión. El disparatado proyecto consiste, nada más y nada menos, que en vaciar el contenido de un camión de tinta para crear una inmensa mancha negra sobre las nevadas calles de Albany. Muy visual y muy simbólico.
En el libro —solo accesible hoy en el mercado de segunda mano— hay algunos momentos que dejan traslucir la experiencia como periodista de Kennedy. El protagonista de la novela, Bailey, le pregunta a un compañero si ha leído su artículo. El colega le dice que sí, que le pareció «un tanto insólito», y le pregunta si le gustará a los lectores, a lo que Bailey contesta con un desprecio propio del columnista ególatra:
«Mis lectores me son fieles. Si estoy desmadrado no es asunto suyo».
Bailey es del tipo de periodistas que sabe cuándo puede tratar mal a sus lectores o cuándo conviene pasarles la mano por el lomo. Sin ir más lejos, los policías —que le interesaba tener de su parte— le apreciaban, porque «desde su columna había pedido muchas veces menos horas de trabajo y más dinero para los agentes».
Hay en la novela una descripción de otro huelguista de la redacción que, inevitablemente, Kennedy tiene que conocer de primera mano. De otra manera no podría ser tan acertada, como se puede leer en El camión de la tinta:
«Cuando empezó la huelga, Skin llevaba en el periódico sólo unos meses. Era un licenciado en Filosofía y Letras cochambroso, marido precoz, cuya esposa le había abandonado por un personaje más sucio todavía. Cubría Sucesos, y en cada crónica introducía una florecilla existencialista, práctica que pronto le valió el traslado a la sección de Local. Cuando informaba de las reuniones municipales sobre temas de alcantarillado, establecía atrevidas analogías con los acueductos romanos, intercalando cloacalismos de Chaucer y Rabelais, que nunca llegaban a imprimirse. Cuando empezó la huelga, formaba parte del comité de propaganda, y durante los caóticos primeros momentos escribía crónicas para las emisoras de radio que, según pudo comprobar, radiaban cualquier cosa. “Según el resultado de una encuesta extraoficial, el personaje favorito de los trabajadores en la Prensa en huelga es Jesucristo”.».
La historia de los periodistas sindicalistas —en la novela se les llama «del Gremio»— adquiere plena actualidad, y resulta muy recomendable para aquellos que se encuentren en plena negociación de ERTEs y EREs. Estamos en la enésima crisis de una profesión azotada por los vaivenes del mundo, en la que la crisis es una enfermedad crónica.
Otro asunto más contacta con la actualidad. La novela, que tiene un punto onírico muy próximo al realismo mágico latinoamericano, incluye un capítulo dedicado a una epidemia de cólera, que muestra un sorprendente paralelismo con la situación que vive el mundo bajo la presente pandemia. No hay nada nuevo.
Reproches de un periodista al capullo de su editor
En El camión de la tinta, William Kennedy reproduce un encuentro muy revelador entre el protagonista, Bailey, y su editor, Stanley. Los reproches del periodista al empresario —«un capullo»— acaban convirtiéndose en una particular guía de lo que es, o debe ser, el trabajo del reportero:
«Tú no has tenido que trabajar veinte años para aprender por ti mismo todo lo que se puede aprender en este mundo para hacer algo. Tú no leíste todos los libros del mundo para que lo único que pudiera sorprenderte en adelante fuera tu propia imaginación, y nunca aprendiste a valorarla, a utilizarla, a asearla y pulirla hasta convertirla en la más brillante imaginación de todo el barrio. Y nunca la pusiste a trabajar abriendo los oídos, los ojos, la boca y los dedos y todos los órganos de tu cuerpo. Tú nunca hablaste a la gente en la puerta de su casa, en su lecho de muerte ni en la cárcel, ni les hiciste cantar, ni aprendiste cómo hay que hablar con los chulos de los billares o con los chulos de la facultad, ni averiguaste por qué cada cual era o dejaba de ser chulo. Y nunca aprendiste a liar a obispos, y alcaldes, y escritores, y putas, y blancos, y negros, y enterados, y cretinos, y chalados, y gorilas, y a todo lo liable, ni a meterse con uno, porque así se lía a la gente, metiéndose con ella y haciéndole comprender que sabes lo que se trae entre manos, y sonsacándole para que te cuente su vida y sus gustos y sus defectos. Porque ahí está el secreto: hacer que cada cual te diga cuál es su punto flaco. Como liante eres una calamidad, Stanley. Me haces venir para liarme y no sabes por dónde empezar. Nunca aprendiste este truco, que es elemental. Sencillamente, no va contigo, no está en ti, y nunca estará, y nadie puede dártelo. Ni siquiera sabrás qué es lo que tienes que aprender, porque eso es un don que no se compra ni se vende. Lo aprendes un buen día en tus pupilas. Stanley, eres un capullo».
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