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William Ospina: «Mi vocación literaria nace más de las historias que oía en mi casa que de los libros»

William Ospina: «Mi vocación literaria nace más de las historias que oía en mi casa que de los libros»

«La carretera que va de Samaná a Marquetalia está llena de pasos difíciles: hay cascadas, arroyos, chorros de agua que brotan de los barrancos, el agua es tanta que rompe el pavimento y ablanda la tierra (…) Yo pensaba en mis bisabuelos, que hicieron a lomos de mula ese mismo trayecto hace ciento treinta años, cruzando tierras casi impenetrables, guaduales inmensos por donde había que abrirse paso con hachas y machetes, cuando la cordillera Central era una sola selva”.

Con ese viaje comienzaGuayacanal (Literatura Random House), la nueva novela de William Ospina, poeta, ensayista y narrador de referencia de las letras colombianas contemporáneas. Una novela que amplía el ya vasto territorio literario del autor de obras tan diversas como Urzúa, El país del viento, Es tarde para el hombre o El año del verano que nunca llegó. En esta ocasión, Ospina no elige como escenarios y protagonistas la Historia con mayúscula y los Grandes Hombres de la época de la conquista de América, ni la vida y obra de Grandes Escritores del romanticismo europeo, sino que vuelve la mirada hacia su propia familia. Al momento en que sus bisabuelos llegaron como colonos a la región de Guayacanal, en la cordillera Central colombiana, en el siglo XIX. Al relato familiar de esa epopeya doméstica. Y a través de esa memoria heredada y de sus propios recuerdos, reconstruye un tiempo y un espacio, y emprende viaje en busca de su huella en el presente.

Para hablar sobre el libro nos conectamos vía Zoom, como mandan los tiempos pandémicos, y la imagen que aparece en la pantalla de mi ordenador es la de Ospina en Bogotá, sentado delante de un ventanal que ofrece una apacible imagen de luz y verdor. Es raro hablar así, después de tantas conversaciones en estos últimos veinticinco años en tantos lugares, en Francia, Colombia, Puerto Rico, España, Argentina, siempre acodados a una mesa y ante una cerveza o un café. Sin embargo, la confianza hace cómoda la conversación de inmediato.

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—Lo primero que llama la atención del libro es que tú dices que es una novela y que “todo lo que se cuenta en él, si fue verdad alguna vez, ahora es un sueño”, pero las historias que cuentas son historias de tu vida y de tu familia.

"Las otras novelas que había escrito hasta ahora tenían mucho que ver con la investigación, con la literatura, pero esta es una novela que por detrás tiene la narración oral"

—La verdad es que no me desvela demasiado decidir en qué género encuadrarlo, lo importante es que el libro esté vivo. Además, todas esas clasificaciones de géneros sobreviven más por las excepciones que por la norma. Un día yo me decía: «Si llamamos novela por igual al Ulises de Joyce, a La metamorfosis de Kafka y al Pedro Páramo de Juan Rulfo, entonces la novela admite una posibilidad casi infinita de ámbitos y de definiciones». Si en este libro me dedicara a narrar exhaustiva y cronológicamente la historia, quizás pudiera hablarse de libro de memorias, pero es un libro que toma unos cuantos recuerdos, elegidos al azar del afecto, que cuentan hechos reales, sí, pero armando con ellos un mosaico nuevo, un rompecabezas. Y eso define el carácter de ficción del relato: la fragmentariedad de los hechos que se cuentan. Las otras novelas que había escrito hasta ahora tenían mucho que ver con la investigación, con la literatura, pero esta es una novela que por detrás tiene la narración oral, las historias que se contaban en mi casa y en mi familia, las que contaban mis padres y sobre todo mi tío Liborio, que las repetía una y otra vez. Ya sabes, en la familia el placer no está en escuchar cosas nuevas, sino en volver a oír lo que uno ya ha oído: “Dime de nuevo cómo fue que pasó tal cosa”. Hace mucho tiempo que sabía que algún día escribiría este libro.

—De todos modos, la memoria es un relato que construimos a partir de elementos reales, pero que contiene también falsedades, invenciones, errores. En algunos momentos juegas con eso en el libro: en él hay personas que te cuentan una historia de una manera y otras que te la cuentan de manera completamente diferente. La historia del Indio Alejandrino, por ejemplo, un asesino, un ser temible que mata a uno de tus tíos abuelos, del que se cuentan dos finales completamente distintos.

—Así es, y ahora que lo dices me doy cuenta de que un ser como ese Indio Alejandrino, en cuyo nombre se encarnan dos mundos enfrentados, el indígena y el europeo, bien que merecía tener dos muertes, así que al final resulta muy lógico que me contaran dos versiones completamente enfrentadas… Esos son los detalles que no quería que se perdieran. Por eso, a medida que mis mayores fueron muriendo, comprendí que iba a tener que ser yo quien recogiera las historias, porque pronto no habría quien me las contara. Ahí sentí la necesidad de escribir el libro.

—Tu libro se arma en torno a un viaje en coche, el viaje de regreso a Guayacanal, la tierra de tus antepasados. El lugar también donde tú naciste y del que te fuiste siendo todavía niño…

"En la memoria todo es simultáneo y puedes entrar en ella por cualquier puerta, por cualquier tiempo"

—Es un viaje por el espacio que se transforma rápidamente en un viaje por el tiempo. Regresar a esa tierra me obligaba no sólo a recorrer los sitios, sino también a volver a los episodios que habían sucedido en ellos. Aquí ocurrió esto, allí vivía tal, por aquí llegaron… Ese regreso es apasionante porque hay como capas pictóricas de recuerdos acumulados sobre esos barrancos, sobre esas montañas donde estuvo esa casa y ahora no hay nada. Me preguntaba cuál era el orden en el que debía contar esas cosas. Le tenía miedo al orden cronológico, que lo pone todo en una secuencia artificial. Así que preferí el orden de la afluencia de recuerdo. En la memoria todo es simultáneo y puedes entrar en ella por cualquier puerta, por cualquier tiempo. A medida que avanzaba, iba recordando cosas, y así como un sitio te lleva a otro, un recuerdo te lleva a otro recuerdo, con saltos en el tiempo. Yo diría que la unidad de la narración la va dando el ritmo de las emociones, de los asombros. El aparente desorden en la secuencia de los hechos es el orden natural de nuestra manera de recordar y de nuestra manera de vivir.

—En efecto, en el libro describes dos paisajes: el visible, que es esa geografía impresionante de las montañas colombianas que vas recorriendo, y el invisible, el paisaje de los acontecimientos del pasado. Ese otro paisaje del que no se suele ser consciente. Hay un momento en el que tú y tu hermano, en una correría de la infancia, os lanzáis campo a través y vais pasando por una serie de lugares que el lector sabe ya que habían sido escenario de acontecimientos importantes en tu familia, pero por los que tú pasabas entonces sin tener la menor consciencia de ello. El Ospina niño no era capaz aún de ver ese paisaje invisible que el Ospina escritor sí logra transparentar en Guayacanal.

—Fíjate que hay un momento en la novela en que vamos con mi hija, mi nieto y mi amigo recorriendo esa tierra, está cayendo la noche y yo les digo: ya no vamos a alcanzar a ver nada. Y mi amigo Mario me dice: «Basta que empieces a contarnos y lo vamos a ver todo». Aunque esa tierra esté oscura, el pasado está allí. Y sólo el relato puede realmente exhumar ese pasado y hacerlo brotar de nuevo. Y para nosotros, en Colombia, es importante hacer ese relato, porque vivimos en una sociedad que ha creado la ficción de que es un mundo reciente: la leyenda del Nuevo Mundo caló poco a poco en nuestra conciencia y nos hizo creer que América tiene 500 años, pero cada vez que uno da un paso descubre que bajo esa tierra hay un abismo que tiene 5.000 años y otro que tiene cinco millones de años, porque están los volcanes y las montañas y los ríos… Mis bisabuelos, por ejemplo, que venían del Norte y avanzaban por unas selvas que parecían en el primer día de la Creación, lo primero que descubrieron fue que esas tierras tenían dueño desde hacía mucho tiempo, aunque nadie las habitara, y lo segundo, que debajo de esas selvas había tumbas llenas de oro que revelaban una Humanidad desaparecida, unas culturas muertas de las que nadie les había hablado.

—Quizás en esa sensación de un mundo primigenio influyó mucho la propia exuberancia sobrecogedora de esos paisajes, esas barrancas y cañadas y ríos y bosques espesísimos. Tú fuiste niño en ese mundo, y creo que eso conecta muy bien con la búsqueda en las raíces históricas de la conquista de América, que es el tema de otras de tus novelas, pero que está también presente en Guayacanal cuando evocas el paso brutal, dificilísimo, de aquellos conquistadores españoles cargados de armaduras y delirios, por los mismos parajes por los que habrían de pasar siglos después tus bisabuelos. ¿Cuánto debe tu literatura a esa experiencia visual del mundo de tu infancia?

"Para un colombiano es muy interesante mirar esas montañas milenarias en las que hay tumbas de indios y en las que la gente habla una lengua derivada del latín y del griego"

—Todos estos libros, Guayacanal, Urzúa, El país de la canela, aunque tengan una textura distinta responden a unas mismas preguntas de mi infancia. Yo miraba esas montañas y siempre me preguntaba qué hubo aquí antes, qué pasó antes. Para un colombiano es muy interesante mirar esas montañas milenarias en las que hay tumbas de indios y en las que la gente habla una lengua derivada del latín y del griego y profesa una religión que llegó de otro mundo. Mi literatura consiste en expresar la fascinación que me causa esa convergencia de mundos que hay en América.

—En el libro comienzas hablando de la gesta de los conquistadores adentrándose por esos paisajes tremendos, una gesta que forma parte de los grandes libros de Historia, pero luego empiezas a contar la llegada de tus bisabuelos con un grupo de colonos, su lucha con esa naturaleza, que puede ser tan brutal, con sus vendavales, avalanchas, desbordamientos de ríos, su esfuerzo para hacerse un lugar en ella, y uno piensa que en realidad Guayacanal es también una epopeya, sólo que está protagonizada por personas sin renombre, por habitantes invisibles de los libros de Historia. Esas personas pequeñas que son las que abren los caminos por los que pasan después los Grandes Hombres.

—Sí, eso es muy hermoso. La diferencia que hay entre la novela y cierta historiografía monumental es que la novela cuenta la Historia, pero desde la perspectiva de las voces anónimas, y en ella cualquiera puede ser protagonista. Puede contar no desde los ojos de Napoleón Bonaparte, sino desde los ojos de los campesinos que lo vieron pasar. La Historia Universal tiene protagonistas secretos que a veces han sido mucho más influyentes que los protagonistas visibles. Y eso es así porque esos protagonistas secretos son los que fundan las costumbres, las tradiciones, los que construyen un mundo. Guayacanal, la tierra a la que llegaron mis bisabuelos, fue propiedad de unos Señores que la tuvieron abandonada durante mucho tiempo. Pero llegaron unos campesinos hambrientos que la trabajaron y se logró que se hiciera una pequeña reforma agraria, y de esa reforma, que repartió terrenos, vivió Colombia durante dos siglos, porque esa tierra se convirtió en la zona cafetera colombiana. Son pequeños acontecimientos que terminan siendo decisivos. Y otra cosa que fui descubriendo, porque no estaba en el plan inicial, fue el papel que jugaban las mujeres, que siempre suelen ser borradas de la gran Historia. Mientras los hombres abrían los caminos, construían las casas y trabajaban las parcelas, ellas creaban las costumbres, la higiene, la memoria, el amor por la música, la conversación, la gastronomía, la hospitalidad. La cultura iba siendo creada por esas mujeres que son todavía más invisibles, que no tenían ningún afán protagónico, pero que eran las verdaderas cuidadoras, las protectoras de un mundo.

—Hablando de esas mujeres, hay dos personajes absolutamente formidables en tu libro. Uno de ellos es tu bisabuela, Mamá Rafaela, que resulta un tanto enigmática porque todo lo que cuentas sobre ella choca con el rostro que se ve en sus fotos. En las fotos parece una mujer más bien adusta, casi agria, ceñuda… y, sin embargo, la memoria que queda de ella en la familia es luminosa: su gusto por la belleza, por la música, su deseo de que sus hijas no vivieran subordinadas, sino que fueran libres, que tuvieran vida propia. Qué fascinantes y al mismo tiempo qué engañosas pueden ser las fotografías…

"Lo que sentí es que esas fotografías de antes transmitían un poco más lo que era la vida de la gente. Ahora no, porque todo el mundo hace las mismas poses"

—Fíjate que, si aún hoy nos intimida el momento de la fotografía, en aquellos tiempos, en los que la fotografía estaba empezando, nadie tenía la costumbre, tan trivial ahora, de sonreír ante la cámara. En aquellos tiempos la gente no tenía por qué mostrar una cara particularmente amable, y más bien podía verse un poco intimidada por la máquina fotográfica. A mí me gusta mucho ver esas fotografías antiguas. Y en un momento de la acción de la novela sentí la necesidad de ir a husmear en esos álbumes familiares, para formarme mejor la idea de los personajes. Y lo que sentí es que esas fotografías de antes transmitían un poco más lo que era la vida de la gente. Ahora no, porque todo el mundo hace las mismas poses cuando le van a tomar la foto. Entonces la gente era un poquito más distraída, digamos que organizaba menos el set, y se apreciaba algo más su mundo, pero es cierto que no siempre traslucen todo lo que son esos seres y esos paisajes que retratan.

—Y el otro personaje es Misiá Josefina, que es como la depositaria de los recuerdos de tu familia. Fue la nodriza de cuatro generaciones, y tú tuviste la suerte de conocerla.

—La conocí de niño y le oí las historias. Un día me pregunté por qué me escogió para contarme tantas historias, y me dije: «Claro, es que uno le cuenta al que quiere oír». Y yo siempre estaba listo para escuchar alguna de sus historias. Ella es un personaje al que aprecio mucho, más allá del amor que le tengo por los recuerdos de infancia. Cuando entré en la novela comprendí que ella era fundamental. De alguna manera ella era el surtidor de la historia familiar. La fui descubriendo a medida que escribía sobre ella, y eso fue muy bello, fue un reencuentro maravilloso. A mi bisabuela no la conocí en persona, pero sí la conocía a través de los relatos que me hacía Josefina. Ellas eran amigas, llegaron juntas en el proceso de colonización de las tierras de Guayacanal. Josefina fue quien crio a los hijos de Rafaela, y luego a los nietos de Rafaela, y alcanzó a criarme a mí, que era el biznieto. Vivió más de cien años. Es todo un personaje, un poco mágico.

—Leyéndote pensaba qué fortuna tener a esas personas depositarias de la memoria familiar. Porque por lo general nuestra memoria familiar es muy corta, es raro saber tanto de unos bisabuelos…

"Vivimos en una época en la que, como decía Heidegger, la memoria histórica y hasta la memoria familiar tienden a ser borradas por este culto a lo inmediato"

—Y, sin embargo, en estos tiempos tenemos una gran necesidad de memoria. En Colombia ahora se está interrogando mucho al pasado porque estos jóvenes que crecen hoy sin futuro, sin esperanza, en un mundo peligroso, son hijos de los que fueron desterrados de los campos hacen treinta años, que vivían una vida muy distinta, y ellos a su vez eran hijos de unos colonizadores que venían de otra parte. Ese movimiento, ese desplazamiento de las generaciones, nos obliga a recurrir a la memoria para saber quiénes somos. Vivimos en una época en la que, como decía Heidegger, la memoria histórica y hasta la memoria familiar tienden a ser borradas por este culto a lo inmediato, que es ya una tendencia planetaria, pero yo creo que muy pronto y en el mundo entero vamos a empezar a sentir la necesidad de una memoria real que nos salve de volvernos fantasmas electrónicos.

—Algo que me parece especialmente interesante de esa recuperación de la memoria de tu familia es que al viajar a ese pasado nos muestras de paso también cómo ha cambiado el mundo. En un momento dices: “Yo soy biznieto de una niña”. Porque tu bisabuela se enamoró y se casó con catorce años con tu bisabuelo, que tenía veinticuatro. Y con quince años tuvo a tu abuelo. Tu bisabuelo hoy habría cometido un delito por mantener relaciones sexuales con una niña…

—Igual que hoy los amores de Romeo y Julieta serían un escándalo… Pero es que en mi libro no hay el propósito de transmitir unas ideas, unos conceptos, sino el de ser testigo de unos hechos y de las vidas de los seres que los protagonizaron.

—Y en esas vidas se cruzan de pronto con personajes increíbles, que parecen de ficción. Uno de ellos me resulta particularmente inquietante: la Santa, una mujer que recorre las montañas predicando poco menos que el Apocalipsis, y que un día desaparece…

"A mí me gusta la lección del Dante de no hacer un retrato exhaustivo de los personajes, sino dejarlos emerger por un gesto"

—Desde niño ese personaje me fascinó. Yo no lo conocí, era un recuerdo de mis tíos. Mi mamá sí lo conoció. Ella le tenía miedo a esa predicadora de ojos traslúcidos y verbo torrencial que iba sembrando el miedo y a la que la gente seguía como embrujada, en una escena muy bíblica. Era un personaje que me interesaba y me inquietaba, y por eso cada vez que veía a mi tío Liborio le pedía que me volviera a contar su historia… y luego un buen día me contó ese desenlace: que la Santa dejó de predicar y se marchó, y que un día años después apareció un hombre por la región y alguien se fijó en él y en su parecido con la Santa, y sólo cuando ese hombre se subió a un bus y se fue, quien lo había visto comprendió que no es que se pareciera a la Santa, sino que era la misma Santa. Para mí ese fue el golpe de gracia de un relato que yo había oído tantas veces en mi infancia. Y me dije que era mejor no ahondar más en la historia, dejar que sea el lector quien acabe de armarla. A mí me gusta la lección del Dante de no hacer un retrato exhaustivo de los personajes, sino dejarlos emerger por un gesto, por una anécdota que revela plenamente lo que son. Muchas veces recuerdo el personaje de Yorick, en Hamlet. Un personaje puede ser muy memorable para la literatura y no aparecer sin embargo más que un instante, y en el caso de Yorick ni siquiera aparecer él sino su calavera, que hace recordar a Hamlet al Yorick bufón que él conoció de niño.

—Guayacanal está también lleno de prodigios y de fantasmas. Personajes que viven solos y afirman haber sentido un cuerpo deslizarse en su cama durante la noche o escuchado los pasos por el pasillo de un niño muerto, como un eco del miedo difuso a la naturaleza, a los bandoleros, a la violencia del mundo que los rodeaba. Esas anécdotas de fantasmas me hicieron pensar en otro libro tuyo: El año del verano que nunca llegó. Otro viaje en el espacio y en el tiempo: al lago suizo de Lemán y a la tenebrosa noche de 1816 en la que Mary Shelley concibe al monstruo de Frankenstein y Polidori al primer vampiro de la literatura. Tu búsqueda en ese libro de repente me pareció a su vez un eco de los miedos y los fantasmas de los relatos de tu infancia.

—Claro que sí, así es. Aunque mis novelas son aparentemente mundos tan distintos, historias tan distintas, hay puertas que las comunican. Hay fantasmas que pasan de unos libros a otros.

—A un lector de tus otras novelas leer Guayacanal puede además permitirle adivinar en ella elementos, ideas, influencias que vienen de tu infancia y que marcan tu obra. Por ejemplo: tú eres poeta y cuentas que tu madre se enamoró de tu padre porque le escuchaba cantar los versos de una canción mexicana cada vez que él de jovencito hacía parada en su casa cuando visitaba la zona…

—Mi madre se enamoró de una canción, una petenera huasteca, cuya letra cantaba a una sirena, y yo he tenido que cargar con las consecuencias, ya ves. Las canciones están muy presentes en mi vida. Mi padre fue músico además de enfermero, y han sido muy importantes para la escritura de esta novela. Mi vocación literaria nace más de las canciones y de las historias que oía en mi casa que de los libros.

—Lo terrible de Guayacanal es que también cuenta cómo al final tú y tu familia fuisteis expulsados de ese mundo, que evocas con tanta emoción, por la violencia en que se sumergió Colombia y que dura hasta el presente, hasta las convulsiones que agitan hoy a la sociedad colombiana.

"La gente llegó a las ciudades para caer en la pobreza, en la marginalidad, en la delincuencia, en la privación. Y eso engendró tanto a la guerrilla como al narcotráfico"

—Para mí era muy importante mostrar que no es cierto que la historia de Colombia sea necesariamente una historia de violencia. Quería mostrar esos setenta años de paz que se vivieron en una comarca en la que la vida era difícil y el trabajo durísimo, pero donde había cordialidad, hospitalidad, alegría, música, relatos, fantasía. Mientras hubo una economía que permitía vivir, no con opulencia, pero sí con dignidad, fue un mundo muy pacífico. Y Colombia estuvo llena de esos oasis de paz por todas partes: en la región donde se creó la música del vallenato, en el sur donde Aurelio Arturo escribió su poema Morada al sur, que es una muestra de lo que era la paz en los campos, una paz laboriosa y muy bella. Pero a mediados del siglo XX irrumpió la violencia política y detrás de ella la doctrina del desarrollo que le trazaron a estos países, según la cual había que abandonar el mundo agrario y dedicarse a la urbanización y al mundo industrial. Pero eso, que en otros países como Francia o EE.UU. fue real, en Colombia fue una ficción. Aquí nos obligaban a abandonar el horizonte agrario, pero nos prohibían construir una industria propia porque había que consumir los productos de la industria mundial. La gente llegó a las ciudades para caer en la pobreza, en la marginalidad, en la delincuencia, en la privación. Y eso engendró tanto a la guerrilla como al narcotráfico. Porque la imposibilidad de vivir en una economía formal precipitó a la gente a todas las formas de la ilegalidad y de la marginalidad, y las castas colombianas, muy aliadas con el gran capital internacional, no hicieron el menor esfuerzo para que el país se industrializara, ni ofreciera trabajo. A ellas les bastaba con sus buenos negocios por el mundo, sus latifundios y sus capitales. La consecuencia de todo ello son millones y millones de personas en las ciudades sin horizonte, sin educación, sin futuro. En estos momentos los jóvenes están tratando de hacer ver el drama en que viven y la necesidad de hacer una transformación muy grande que le dé oportunidades mínimas a la gente para vivir. Yo, como formé parte de esas oleadas de inmigrantes del campo a la ciudad expulsados por la violencia en los años cincuenta, comprendo bien lo que les pasa hoy a los jóvenes de las barriadas…

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La conversación aterriza en el presente. El viaje a Guayacanal ha terminado y con él la conversación. Nuestras imágenes enmarcadas en la pantalla del ordenador nos recuerdan que ahí afuera siguen el miedo y la alarma, pero también que un mundo que se creía perdido definitivamente, ese mundo de fiestas, cuentos y labores levantado por una familia sin renombre en la cordillera Central colombiana, sigue vivo gracias al milagro de la literatura.

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