Todo en Shakespeare resulta tan enigmático como clarividentes sus personajes, cuyas variadas personalidades impiden descifrar la sombra humana que los anima. Solo conocemos su procedencia y algunas imprecisas pinceladas sobre su familia, por lo que cualquier aproximación al cisne de Avon —por su naturaleza conjetural— resulta desesperadamente insatisfactoria. Tenemos noticias, tras su neblinosa juventud, de su extraño matrimonio y del nacimiento de sus tres hijos, así como de su huida o marcha a Londres, se supone que siguiendo la estela de unos comediantes que habían recalado en Stratford. También tenemos noticias —una vez completado su círculo vital— de su regreso a la villa natal, afamado y enriquecido. En Stratford, durante años, había ido comprando casas y terrenos y luchado por obtener un escudo de armas, así que sabemos más del brillante hombre de negocios, accionista de El Globo y del Blackfriars que del dramaturgo.
Shakespeare debió de adquirir su formación literaria en las tablas, como cómico de segunda categoría —en el desarrollo de sus primeras composiciones puede verse una portentosa evolución que alcanza un antes y un después en Romeo y Julieta—, por lo que carecía de la formación intelectual de Christopher Marlowe —su máximo rival en genio creativo— o, incluso, de Ben Jonson, los dos con una constatada biografía que ha dejado numerosas huellas de su temperamento y de su carácter violento. En ellos no puede negarse su existencia ni la autoría de sus tragedias, como le ha sucedido a Shakespeare con algunos de sus afamados detractores (entre ellos los que proponen a Francis Bacon o al conde de Oxford —Edward de Vere— como autores del corpus shakespeareano, siguiendo estos últimos la teoría de Thomas Leoney). Pero los hados quisieron que Marlowe, hasta entonces el poeta más destacado de su generación, fuese asesinado en la posada de Deptford tras una turbia trifulca que nunca pudo aclararse suficientemente y que ha dado lugar a la Teoría Marlowe, que considera que las obras del stratfordiano fueron escritas por el autor del Doctor Fausto (asunto ya esbozado en otro de mis artículos de Zenda: Los talentos paralelos). Desde luego, en lo que parece estar de acuerdo la crítica literaria es en que los dos genios no podían coexistir y que para desarrollarse su creatividad uno de los dos tenía que desaparecer, y Shakespeare fue el elegido por Melpómene, Terpsícore y Polimnia.
Otro de los hechos sorprendentes es el aparente desapego o indiferencia mostrado por Shakespeare hacia su dramaturgia, como evidencia el hecho de que no haya quedado constancia de su preocupación por recomponer sus manuscritos tras el pavoroso incendio de El Globo el 29 de junio de 1613, en el que se quemó buena parte de su obra, o de que durante sus últimos tres años de retiro en Stratford no dejase huella de su portentoso don creativo, como si un escritor pudiese desprenderse sin más de su oficio y sumergir su talento —«mi libro», nos dice en La tempestad a modo de despedida— en las aguas del olvido. Este desapego se constata crudamente en su testamento, donde el inmortal dramaturgo no considera necesario dedicar una sola línea al destino azaroso de sus obras.
Entre estos dos nebulosos periodos, el de su juventud y el de sus últimos años en Stratford, se encuentra la época más enigmática de Shakespeare, la de su etapa creativa. El bardo de Avon escribió unas 38 obras de teatro en 24 años, sin contar las desaparecidas o perdidas, como la Historia de Cardenio, inspirada, probablemente, en el cuento de Cardenio de Don Quijote y que el genial dramaturgo escribió con la ayuda de John Fletcher. De ellas, salvo sus composiciones líricas Venus y Apolo y La violación de Lucrecia, solo se habían editado 16 piezas dramáticas, y según constata Astrana Marín: «Ninguna de estas ediciones, todas ellas in-quarto, lo fue con el consentimiento de Shakespeare, sino trabajos de los editores piratas que se movían en torno a los autores teatrales, de copias tomadas de oído durante la representación y plagadas de yerros».
Durante esos portentosos años de su inagotable creatividad, sus exegetas han querido verlo en Italia antes de perfilar el trazo de su pluma, también en la corte danesa por los precisos datos que aporta en su Hamlet sobre el castillo de [Kronborg] Elsinor, más allá de los recogidos en las sagas danesas y en la Crónica de Saxo el Gramático, así como otros, entre ellos el propio Astrana Marín, han intuido su presencia en España, deambulando como una sombra en torno a nuestro teatro barroco del Siglo de Oro. Aunque todo parece indicar que el stratfordiano no precisó viajar mucho, ni tampoco leer demasiado, para transformar el orbe literario de su tiempo —y de todos los tiempos— y volverse, en este ínterin, rico; bastándole simplemente su condado natal y la populosa ciudad de Londres, así como el contacto con algunos libros —en los que fundamentó la mayoría de los argumentos de su dramaturgia—, para perimetrar los insondables abismos humanos e inventarnos, como señala Harold Bloom, tal como somos.
Esto es lo que más sorprende de Shakespeare, su velada normalidad, que nos vela cualquier acercamiento a su persona más allá de sus Sonetos, donde se entrevé el aliento del genial poeta. Pero nada permanece claro, y de ahí las morbosas especulaciones sobre su relación con el conde de Southampton, Henry Wriothesley, benefactor y amigo del vate de Avon, así como sobre la mujer morena que aparece en algunos de los últimos sonetos: «Entonces juraría que la belleza misma es morena, y que son feas todas las privadas de tu color».
Puede que Shakespeare no pensase en la inmortalidad, o en la gloria póstuma, ese sucedáneo religioso sublimado por los románticos y exaltado por los escritores deicidas del siglo pasado y que tanta repercusión tiene entre los escritores contemporáneos. Y que incluso le importase poco o nada la mixtificada gloria literaria que a otros autores de su época parecía importarles tanto, tal vez porque pensase que la eternidad siempre es un instante efímero.
Debido a ello, debe de considerarse a John Heminge y Henry Condell como los precursores de las Lavinia, Brod y Vera de este mundo, ya que gracias a su pasión y entrega se ha salvado del olvido buena parte del legado intelectual shakespeareano. Tras la muerte del autor de La tragedia de Macbeth, estos dos actores de memoria prodigiosa se afanaron por recomponer y compendiar la mayoría de las obras dramáticas del cisne de Avon. El éxito de su descomunal empresa se pone de manifiesto ante cualquier estema que trate de contrastar los textos shakespeareanos —entre ellos La tragedia de Hamlet y El rey Lear— que siempre nos lleva ante su célebre infolio de 1623: Comedias, historias y tragedias de William Shakespeare, publicado con arreglo a los verdaderos originales.
Todas estas conjunciones y azares solo hacen engrandecer la velada figura del stratfordiano, así como resplandecer la magia de su escritura, capaz de abrir «las tumbas» y de despertar «a sus durmientes» gracias a su «arte potentísimo». Magia y arte que permanece, o aflora, a través de sus refundiciones y de sus incesantes traducciones. Quien lo leyó lo sabe. Harold Bloom lo señala como el centro del canon universal, en contraposición a Dante, otro inmortal, pero que a diferencia de Shakespeare no adquiere lo que el teórico del canon denomina universalidad, es decir, «el universalismo sin clases de Shakespeare», capaz de emocionar al erudito más exigente como al más iletrado de los mortales.
Quizá la subrepticia inmanencia de su escritura se encuentre, más allá de sus cualidades estéticas y cognitivas, en los desdoblamientos y desplazamientos que realiza a través de esta, por medio de los cuales sus personajes dialogan consigo mismo, escuchándose. A Shakespeare hay que atribuirle la transformadora invención de este recurso creativo: «la descripción del cambio interior» de sus personajes. Esta es la causa por la cual resulta tan difícil vislumbrar al dramaturgo en ellos, al dotar a sus creaciones de virtualidad propia. El cisne de Avon se disuelve en una serie de arquetipos encarnados que no cesan de interrogarnos mientras se interrogan y de interpelarnos mientras se interpelan, de tal modo —señala Bloom— que abre «sus personajes a múltiples perspectivas que se convierten en instrumentos analíticos para juzgarte».
El sello editorial Anagrama ha reunido en un estuche una primorosa edición de dos tragedias fundamentales del corpus shakespeareano, La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca y La tragedia del rey Lear, cuya traducción y edición cuentan con la garantía de Vicente Molina Foix. Con esta edición bilingüe no anotada la editorial completa las traducciones conocidas sobre el bardo de Avon del poeta y novelista ilicitano, ya que en la misma editorial se encuentra publicada su versión de El mercader de Venecia. El traductor y editor de estas fundamentales tragedias ahorra al lector cualquier digresión o teorización sobre las mismas, dejando que el lector se abisme por sus insondables páginas.
Molina Foix solo se limita a señalar prologalmente los antecedentes en los que pudo basarse Shakespeare para componer su Hamlet y a dar cumplida referencia de los textos que ha seguido para su traducción: fundamentalmente el «Segundo Cuarto en su integridad». El traductor y editor prefiere reservarse, aunque también de manera muy sucinta, para las páginas epilogales, quizá con el objeto de dialogar con el lector una vez leída la obra. En esas sustanciosas páginas discrepa —en contraposición a Harold Bloom— de la visión «neurasténica y edípica de los freudianos» que caricaturizan a Hamlet como «lector incansable del libro de sí mismo», para reivindicar el «prototipo de temperamento artístico empeñado en “vivir las preguntas”» del dubitativo heredero del trono danés. Este apasionamiento por Hamlet —de Bloom y de Molina Foix— demuestra lo vivo que permanece en la mente de los lectores de diferentes generaciones. El breve epílogo también cuenta con algunas acotaciones propias de un poeta; el traductor, ya transformado en amigo, nos señala que reparemos en la belleza con que la reina Gertrudis relata la muerte de Ofelia, reproduciendo los versos primorosos de esta memorable escena.
En La tragedia del rey Lear, Molina Foix vuelve a precisar el texto en el que fundamenta su traducción, y que, en este caso, es el recogido en el Folio, al considerarlo «más fiel a la intención dramática y [a la] propia mano del autor». En estas líneas prologales también comenta, no sin cierto orgullo, que ha utilizado «para el pentámetro yámbico isabelino [en ambas tragedias], un verso irregular y variable, endecasílabo a veces, pero también octosílabo y alejandrino». Molina Foix vuelve a esperar al lector en el epílogo, donde inteligentemente analiza las complejas tramas de La tragedia del rey Lear. El traductor se apoya en W. H. Auden para señalar la modernidad de esta tragedia, porque en ella «la naturaleza ya no es un hogar», sino el lugar donde las pasiones y delirios se desatan y entrelazan en la más desabrida intemperie como correlato de la tormenta interior.
Shakespeare vuelve a manejar en sus páginas y escenas los contrastes y paralelismos: la ambición desmedida de las hermanas Goneril y Regan frente a la desprendida generosidad de Cordelia o el enfrentamiento cainita entre los hermanastros Edgar y Edmon; pulsiones intensificadas por la cegadora soberbia y ciega generosidad del rey Lear y del servil Gloucester.
Entre las dos tragedias también pueden establecerse ciertas simetrías y evocadores paralelismos, y aunque la muerte de Ofelia se parece poco a la de Cordelia, las dos forman parte de los personajes femeninos más inolvidables del corpus shakespeareano. También Edmond parece la contrafigura maquiavélica de Hamlet, cuyo nihilismo sobrecoge al lector/espectador, no por la crueldad de sus acciones, sino por la fría lógica a la que obedecen.
Quizá podríamos parafrasear al propio Hamlet cuando se dirige a Polonio para que este acomode a los cómicos: «trátalos con miramiento; ellos son la síntesis y el testimonio de los tiempos»; y así conviene tratar a los personajes de Shakespeare, porque en ellos puede que se encuentre la invención más lúcida de nuestra humanidad.
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Autor: William Shakespeare. Título: Tragedias. Traducción: Vicente Molina Foix. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros.
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