Puesto a escribir sobre Wong Kar-wai se impone un recuerdo: el del auge y la decadencia del cine de artes marciales en la cartelera de los años 70. Intentaré explicar por qué.
A España llegó en el 73 y se hablaba de Kung Fu tanto en las parroquias —todo el misticismo del Pequeño Saltamontes daba mucho juego a los nuevos curas— como en los billares y los futbolines. Estos salones de “juegos recreativos”, tal era su verdadero nombre, fueron a los adolescentes de los 70 lo que serían los bares a los jóvenes de los 80, de modo que allí se daban cita los macarras del barrio, y yo recuerdo a los del mío hablando de los nunchacus —cierto arma, originaria de Okinawa, consistente en dos palos cortos, unidos por una cadena— y de El luchador manco (Jimmy Wang Yu, 1972), la cinta más celebrada de aquella pantalla oriental.
Fue entonces, recordaba hace unas semanas en el artículo de Zhang Yimou, cuando el cine de artes marciales desplazó al spaghetti western en los programas dobles. Pero su auge fue breve. Ya en la segunda mitad de los 70 el cine de artes marciales asistió a su ocaso. A decir de sus amantes, lo mató la saturación.
Si alguien me hubiera dicho entonces que, con el curso del tiempo, entre aquellos karatecas iba a surgir uno de los cineastas más sugerentes de la modernidad del fin de siglo —contando, además, historias de amor—, no le hubiera creído. Sin embargo, lo escrito por Quentin Tarantino sobre Wong Kar-wai me convenció de que este realizador chino-hongkonés era el elegido, respectivamente, por las musas de la heterodoxia y la modernidad.
En las noticias biográficas sobre Wong Kar-wai, que leí con avidez apenas me lo descubrió su colega estadounidense, se decía que —nacido en Shanghái en 1958— llegó a Hong Kong con cinco años, hablando sólo mandarín y shanghainés. Siendo el caso que sus nuevos paisanos sólo hablaban cantonés, el pequeño Wong se refugiaba junto a su madre en los cines —una de las mejores formas de aprender un idioma es viendo películas habladas en él— mientras luchaba con la nueva lengua. Ese aprendizaje del cantonés en las salas de proyección fue, a buen seguro, el origen de la facilidad que tiene para comunicar mediante imágenes, imágenes que con frecuencia acompaña con la música latinoamericana que, según recuerda él mismo, al ser la banda sonora del Hong Kong que le vio crecer, fue el arrullo de su infancia.
Tras estudiar diseño gráfico y producción televisiva, el joven Kar-wai se empleó durante un tiempo como guionista de televisión, yendo a debutar como realizador con As Tears Go By (1988). Aunque se desmarcaba muy al alza de la tónica general y ya contaba con la fascinante Maggie Cheung como protagonista —el encanto de sus actrices es una de las principales bazas de su discurso—, aquella no era sino una de esas cintas de mafias tan frecuentes en la pantalla de Hong Kong.
El Kar-wai del lirismo exaltado, ese que ve las artes marciales con los ojos de un epiléptico, a decir de sus detractores, se puso en marcha en su segundo título: Días salvajes (1991). Cinta en verdad prodigiosa, se abre con una panorámica sobre unos árboles —acompañada en el score por «María Elena», la célebre canción de Lorenzo Barcelata en su versión de Los Indios Tabajara—, que por un instante, sólo por un instante, viene a evocarnos esos recuerdos de la jungla del capitán Benjamin L. Willard (Martin Sheen) de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979). Es una ilusión fugaz, porque el impulso que lleva a Kar-wai a emplazar su cámara siempre es personal, nace en él mismo. En Días salvajes aún carece de referencias cinéfilas.
Entre los árboles que nos muestra en la panorámica, tan sensualmente retratados por el director de fotografía australiano Christopher Doyle —uno de los más celebrados en los años 90, que a partir de Días salvajes se convirtió en un asiduo colaborador de Kar-wai—, hay uno de esos troncos donde los amantes hacen un agujero para susurrar en él un secreto y dejarlo guardado allí.
Días salvajes, como lo más admirado en el maestro de Hong Kong, es una historia de amor. De hecho, forma una trilogía sentimental en torno a una misma mujer, Su Li-zhen (Maggie Cheung), aunque en Deseando amar (2000) será una dama distinta, en tanto que en 2046 estará interpretada por Gong Li y desdoblada en dos mujeres diferentes.
“El amor es la persona idónea en el momento oportuno, ni demasiado pronto ni demasiado tarde”, nos dice Chow Mo-wan (Tony Leung), el amante imposible de Su Li-zhen en Deseando amar. Ese mundo de apetitos no satisfechos, que pasaron sin que se les concediera la noche de placer y la subsiguiente mañana luminosa, fuertemente enraizado en la infancia del realizador, es un universo de espacios agobiantes, de dormitorios minúsculos y hoteles escondidos.
Chungking Express, la maravilla que nos descubrió Tarantino, su primer distribuidor en Occidente, reúne en su metraje las dos principales propuestas del discurso de Kar-Wai. Organizada en torno a dos episodios, como aquellas cintas que tanto se estilaron en la pantalla italofrancesa de los años 60, el primero de los segmentos, Chungking House bien podría adscribirse a ese cine de hampones del que es tan pródiga la producción de Hong Kong. Su protagonista es una mujer que oculta su identidad bajo una llamativa peluca rubia, unas gafas oscuras y una gabardina, estas dos últimas porque cuando salió de su casa no sabía si iba a llover o a brillar el sol. Interpretada con cautivador desparpajo por Brigitte Li, la rubia ha de encontrar a unos hindúes que se la han jugado, a quienes confió un pase de drogas, antes de que los dueños de la mercancía la encuentren a ella. Su planificación, prodigiosa, valiente y atrevida, pero perfecta para dejar constancia del desasosiego de los personajes a los que retrata, hacen que Chungking House se nos antoje más próxima a ese Godard mítico de los primeros títulos, que a ese cine de mafias que constituye uno de los principales géneros de la pantalla de Hong Kong.
Nada más lógico que fuera Cahiers du Cinéma la publicación que más se aplicó en la exaltación de Kar-wai. Y nada más lógico, también, que los fanáticos del cine de artes marciales, esta vez sí, no escatimasen elogios para Wong Kar-wai: “Dos historias de amor que emergen por encima de todos los malabarismos visuales de la película, atrapando al espectador en un particular universo de sugerentes imágenes y melodías”, escribe Domingo López sobre Chungking Express en Made in Hong Kong (Midons Editorial, Valencia, 1997).
Midnight Express —nada que ver con la abominación del mismo título dirigida por Alan Parker en 1978—, el segundo de los dos segmentos de Chungking Express, cuenta uno de esos amores perdidos y encontrados, encontrados y perdidos, con los que el gran Wong Kar-wai tanto nos conmueve. En esta ocasión el sentimiento es el que une —como un espejismo que tiende a desvanecerse— a Faye, la camarera de un establecimiento de comida rápida incorporada por la maravillosa Faye Wong y al agente 663, un policía que, anhelando un antiguo amor, se dará cuenta demasiado tarde del que Faye siente por él. Moderna en la primera acepción de la palabra, que no ese tono peyorativo que los empecinados con la acción, la suntuosidad de los diseños de producción y el artificio de los efectos especiales del Hollywood de nuestros días dan al cine independiente, Chungking Express —el cine de Kar-wai en general, con esa prodigalidad de planos de la que nos habla Russ Meyer— fue una de las pocas películas diferentes en una pantalla siempre tendente al adocenamiento.
Stanley Tong dejó momentáneamente de dirigir a Jackie Chang para hacerlo con Leslie Nielsen en la adaptación a imagen real de las aventuras de Mr. Magoo, el inolvidable miope de los dibujos animados, puesta en marcha por los estudios Disney en 1997, una versión que nos parece tan desatinada como la de todos los cartoons que corren esta suerte. A diferencia de Tong, ya rodando con producción estadounidense, Wong Kar-wai afianzó su prodigioso estilo en cintas como My Blueberry Nights (2007). Desde entonces, siempre es un placer esperar los nuevos filmes de este maestro de la heterodoxia y la modernidad.
A lo mejor me paso, pero a mí la luz que puso Christopher Doyle a «Deseando amar» me recuerda a la que ilumina «Las Meninas».