Hace años, tras haber escrito una de las mejores novelas del comienzo del siglo XXI, su célebre Diablo guardián, Xavier Velasco (1956) me confesó que uno de sus principales estímulos para llevar a cabo ese proyecto había sido decirse a sí mismo: “Si otros pueden, ¿por qué yo no?”. Lo dijo con humildad, consciente de que pondría en aquella narración toda su alma, todo su esfuerzo. No fue fácil, pero gracias a ese empeño obtuvo una respuesta a aquella pregunta que se había hecho: sí, tú también puedes. Y se alzó con uno de los mejores premios literarios de nuestra lengua: el Alfaguara de Novela. Ahora, casi veinte años después, Velasco explora los entresijos de aquel viejo sueño enloquecido de hacerse novelista en el libro El último en morir (Alfaguara), una obra que comenzará a circular en octubre próximo, en la que relata, en clave autobiográfica, los placeres y sinsabores de la escritura, y donde reflexiona sobre aquello que puede ser pertinente a la tarea de escribir un libro, esa lucha permanente que exige trabajo y regularidad, eficiencia y determinación. En ese sentido, Xavier dice que “al final la escritura es un proceso de conocimiento que no se termina nunca”, porque siempre es posible “escribir un poco menos mal que el día anterior”, pelearse con sus carencias y jamás creer que ya está todo hecho. Su afán es ese, y por ello para él la escritura es como el amor, donde hay días en los que se sufre y otros en los que se goza, aunque, por supuesto, hay que gozar más que sufrir, porque, si no, ¿para qué chingaos amar? En el meollo de este libro hay, no obstante, una pregunta de fondo: ¿con quién es la responsabilidad primera del escritor: con el lector o con el ejercicio mismo? Y su respuesta es rotunda: con el escritor, porque si no cumple consigo mismo es imposible hacerlo con nadie más. Y eso es algo que Xavier Velasco siempre se ha tomado muy en serio. Bromas aparte.
COMUNIDAD EN ACCION
O se salvan todos juntos o cada uno se hunde solo. Esta es la idea que sobrevuela la octava edición de la Feria del Libro Independiente, que acaba de comenzar en la Ciudad de México y cuyas actividades se extenderán hasta el próximo domingo 27 de septiembre. Organizada por la Alianza de Editoriales Mexicanas Independientes y el Fondo de Cultura Económica, en colaboración con el Colegio de San Ildefonso, este año han respondido a su convocatoria, a pesar de la pandemia, 60 sellos mexicanos, teniendo como invitadas especiales a la editorial argentina Tinta Limón y a la Red de Librerías Independientes (Reli), con lo que se pretende generar “nuevas alianzas, armar una comunidad en torno al libro y encontrar lugares de exhibición para los sellos independientes”, según sus organizadores. En plena crisis sanitaria y golpeados por un desdén institucional que los ignora, los editores no se rinden y han diseñado un formato híbrido para esta feria, alternando un espacio físico de exhibición y venta de libros en la Librería Rosario Castellanos del FCE, pero también valiéndose de sendas plataformas digitales de venta vinculadas al encuentro, como el portal del Fondo en línea y la librería virtual de la Reli, desde donde se podrá tener acceso a más de 1.500 títulos de las editoriales participantes. Como señaló Tomás Granados, editor del magnífico sello Grano de Sal, el énfasis está puesto en la idea de que son una “comunidad en acción” que pretende madurar vínculos entre librerías grandes y pequeñas, potenciando el fenómeno de la Reli, “uno de los grandes cambios para el futuro del confinamiento de la industria mexicana”. Todos para uno y uno para todos.
LO QUE LA CULTURA IMPORTA
El pasado 1 de septiembre, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, pronunció su segundo informe de Gobierno, una especie de balance del estado de la Nación, las acciones emprendidas, sus prioridades y objetivos, en un discurso que duró 45 minutos. De ellos, cronómetro en mano, solo dedicó 2 minutos y 40 segundos al tema de la cultura, de los cuales empleó 2,14 minutos para hablar de la producción editorial del Fondo de Cultura Económica (anunciando la colección «21 para el 21», “con miras a la conmemoración, el año próximo, de los 700 años de la fundación de Tenochtitlán, de los 500 años de la invasión colonial y de los 200 años de la consumación de nuestra Independencia”), en tanto que dedicó únicamente 25 segundos a exponer que se mantiene la promoción del arte y todas las expresiones culturales, así, de bulto, “restaurando templos y monumentos históricos y que están en proceso de construcción: El Parque Ecológico del Lago de Texcoco y el Espacio Artístico y Cultural de Los Pinos, en el Bosque de Chapultepec”. Eso es lo que le importa al Gobierno federal mexicano la cultura. Tal vez el jefe del Ejecutivo haya querido presumir que hacía mucho cuando detalló que habían comenzado a editarse algunos títulos de la susodicha colección, los cuales, agregó pavoneándose, se entregarán masivamente el próximo año, en ediciones de cien mil ejemplares, producidos por el FCE y financiados por el así llamado Instituto para Devolver al Pueblo lo Robado (antes Servicio de Administración y Enajenación de Bienes, oficina encargada de poner a la venta objetos decomisados tanto a criminales como a servidores públicos que incurrieron en corrupción o desfalco). La comunidad cultural mexicana agachó la cabeza, hundió los hombros y suspiró, consciente no ya de que al Gobierno le importe un carajo su situación, sea cual sea, sino de que para su máximo responsable ni siquiera existe. ¿La cultura? Veintiún libros, un parque y un centro cultural. Punto. ¿La realidad? Precovid: 75 por ciento menos presupuesto (lo que en lenguaje neoliberal se llama «eliminar el Estado»); poscovid: cierre de empresas, nulas ayudas y los recursos que quedaban, destinados a la atención sanitaria provocada por la pandemia. O lo que es lo mismo: si depende del Gobierno, a la cultura en México se la lleva la chingada.
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