Foto: Ernest Hemingway.
–Tengo miedo de que con tanto encierro terminemos peleados –se acongoja mi guapa correclusa, lejos de imaginar el calabozo que sería este resort en su eventual ausencia.
–No worries –la apapacho, conmovido. –Para eso tengo el diario de cuarentena.
Solía decir mi madre que en esta vida al hombre, igual que a la basura, se le saca a la calle tempranito. No es éste el caso de mi correclusa, que con suerte consigue sacarme hasta el jardín –que es donde ahora escribo estas palabras– por ahí de las diez de la mañana. Diría que es mi zona de confort, si no estuviera al tanto del desastre que supone revolver el trabajo y el confort. ¿No es evidente que se llevan mal, y de hecho se repelen tanto como el vampiro y la canícula? Nadie imagina de lo que es capaz una página en blanco cuando se da uno el tiempo justo para rascarse y se le escapa el tren de pensamiento –que tampoco, a todo esto, tiene fama de cómodo–. No era por masoquista sino por eficiente que Hemingway hacía sus novelas parado.
Quienes desde hace décadas trabajamos en nuestro domicilio –criadero frecuente de monstruos corpulentos y variopintos– sabemos que la paz espiritual no se consigue amontonando almohadas, sino quehaceres. Contra lo que su mala fama sugiere, la holganza suele ser agotadora. Claro que hay holgazanes profesionales, pero la mayoría terminamos abordando trenes de pensamiento que apenas tardan en descarrilarse. De más está decir que este cuarentenario cumple en primer lugar funciones terapéuticas: lo uso para evitarme la molestia de tener que estrenar una camisa de manga extralarga. ¿Cómo más, además, iba a cumplir lo prometido ante mi correclusa?
No quiero interpretarlo como un signo ominoso, pero mi correclusa está leyendo un par de libros monumentales que hasta hace pocos días empleábamos en detener las puertas. Cuentan que Bertrand Russell se jactaba de haber leído de cabo a rabo la Enciclopedia Británica: puede que ahora fuera un buen momento para inscribirse en tan selecto club, y sin embargo tengo la agenda hasta el tope. Si la canción de Morrissey se duele porque cada maldito día tiene gusto a domingo, detrás de estas paredes todos los días son martes. No es que vea venir a los cuatro jinetes aguafiestas, pero la reclusión deja muy poco tiempo que perder, si es que uno se propone conservar la razón.
Tras una ojeada rápida al reloj, compruebo que finalmente he cruzado la frontera de las 72 horas. A juzgar por el hondo silencio que reina en las mazmorras del sótano, mis monstruos han dejado de rugir, resignados tal vez a pasar un buen rato sin que los alimente. No dudo que mañana se levanten con renovados y estrepitosos bríos, en cuyo caso habré de descender hasta el lóbrego ergástulo y administrarles sendos chicotazos, sin hacer mucho ruido para no despertar a mi correclusa.
–¡Atrás, bestias sarnosas! –gritaré en un susurro terminante. –Regrésense al Cthulhú inmediatamente, que tengo que volver a mi cuarentenario.
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