Hablando bien y tarde,
tarde porque no llegué a separaros
(…)
ni a los alemanes de los judíos.
No llegué a separaros.
Ni a los judíos de los árabes
ni a los árabes de los croatas.
hablando bien y tarde
Casi todos sois unos malvados cabrones sin corazón
(hablando mal y pronto).
Gloria Fuertes, Hablando bien y tarde, 1995
He leído Los alemanes de Sergio del Molino antes de que un jurado compuesto por Sergio Ramírez, Laura Restrepo, Juanjo Millás, Manuel Rivas y Rosa Montero —con la editora Pilar Reyes de compañera sin voz ni voto— le diese el Premio Alfaguara 2024. Asusta acudir a un fallo —ponerse el pantalón, la camisa, la chaqueta, coger el recibo del guardarropa, saludar a Manuel Vilas, Carlota del Amo, Luis Mateo Díez, Ella Sher, Manuel Vicent, Juan Cruz, Arturo Pérez-Reverte, Ray Loriga o Sabina Urraca— sin saber que le dan el gordo a un amigo tuyo. No es una experiencia agradable al ser humano. Encima, ningún premio literario de este nivel lo es. Nunca sabes a qué acogerte porque nunca sabes qué se espera de ti, ni siquiera cuando no se espera nada. Comer, estar, aplaudir: me invitan no porque cumpla bien con los anteriores cometidos sino porque soy un autor de la casa —me han publicado, Random House, pobres, varios libros—. No sé: tan solo piden ejecutar lo de un evento en general, lo de un evento literario en particular. Si supiese la gente de la editorial que a mí todo lo anterior me sale de natural sin necesidad de un galardón igual me pasaban la cuenta. Pero no jodamos. Ojalá no se vengan arriba: al tratarse de un premio que ha destacado a tantos autores a los que respeto y quiero, me veo obligado a comer, estar e incluso a aplaudir aún más.
Me carbura Los alemanes. Más allá de sus valores literarios hay alguien que quiere demostrar una valía: oigan, repite, puedo perpetrar una novela. Como si escribir toda su obra anterior —La piel, La hora violeta, La España vacía— no le convalidase para firmar una novela, otro ensayo o un recetario de comida asturiana. Así son las inseguridades. Hasta Sergio del Molino las tiene. En cambio, se sobrepone: en Los alemanes desarrolla varios trayectos vitales —paralelos, entrelazados, sobrepuestos— que recorren el XX y desembocan en otra época en apariencia sin futuro: el XXI. Explica Del Molino: el tiempo sólo trae secreto, corrupción y desconfianza. Y carradas de maldad, avisaba Gloria Fuertes. Todos sus personajes se maceran en la incomprensión y en una soledad ratonera. La soledad del que no encuentra consuelo ni en sus papás —putos nazis, quizá—.
Ellos no les dijeron lo que eran —¿putos nazis, quizá?—.
Se sentía a Del Molino, premiado y contento, por las escaleras del Círculo de Bellas Artes de Madrid mientras Santiago Roncagliolo y yo reíamos. Alguien que no le conocía me dijo que se le notaba el premio y la alegría. Se lo merece: incluso ya acumula popes malenvejecidos que le insultan y mindundis serviciales que le envidian, tú. Él sigue conservando ese oro de aquel chaval —y conmigo, dos— que conocí hace tantos años: la incredulidad. Mientras Rivas, Millás, Montero, Ramírez, Restrepo o Reyes cantaban las bondades de lo suyo en el escenario, Del Molino mantuvo el cuerpo y hasta hizo respuestas a los planteamientos del jurado —entonces Cristina, su chica, le miraba—. El cabroncete se merece el premio Alfaguara: todavía más porque, repito, no se lo cree y pocos —nadie, vamos— podrían firmar un texto tan sólido, tan arrollador como Los alemanes. El fotógrafo Jeosm, con tal de cerrar, me instantaneó besándole.
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